– ¿Y qué? -dijo Eduardo, encogiéndose de hombros.
9
Cayford, Somerset. Abril de 1477
Ankarette Twynyho arrastraba su bordado hacia la ventana para sentarse al sol. Su hijo, que acababa de entrar en el gabinete, se le acercó rápidamente.
– Dame, madre -le dijo-, deja que te lo lleve.
Ankarette le entregó el bordado con gratitud, se sentó con el cesto de costura en el regazo.
– Ahí tienes -dijo Tom, sonriendo. Tenía que ir a los establos; el nuevo garañón que había comprado era pendenciero y los palafreneros no lograban calmarlo. Pero el sol era invitante y decidió quedarse a conversar con su suegra-. Hablas poco de tus últimos meses con la duquesa de Clarence. Pobre mujer. ¿Le tenías afecto, madre?
– No -respondió Ankarette con franqueza-. Pero sentía mucha compasión por ella. En la vida tuvo más penas que alegrías, y su muerte no fue fácil.
– Tampoco su matrimonio, sospecho -dijo Tom, riendo entre dientes. Ankarette sintió una inquietud instintiva, alzó los ojos para cerciorarse de que no hubiera sirvientes fisgoneando. Tom lo notó y la interrogó con la mirada-. ¿Tanto temes a Clarence? -preguntó sorprendido, y vio que Ankarette fruncía las comisuras de la boca, como siempre hacía cuando no quería hablar sobre ciertos temas.
– Todos los que están al servicio de Clarence le temen -murmuró.
Tom fingió no ver su renuencia.
– ¿Por qué? La mayoría de los nobles son exigentes, rápidos para acusar a sus subalternos. Así son las cosas. ¿Por qué Clarence inspira tanto temor?
Presionada, Ankarette bajó aún más la voz.
– Con Clarence -respondió a regañadientes-, nunca sabías dónde estabas. Su cambio de ánimo iba del sol a las I ¡nieblas en cuestión de segundos, y nadie sabía por qué. Algunos cuchicheaban que estaba embrujado desde el nacimiento.
Pasmada por sus propias palabras, se persignó y, cuando Tom abrió la boca para hacerle más preguntas, ella se concentró en el contenido de su cesto de costura para darle a entender que no haría más revelaciones.
Tom suspiró, lamentando que la madre de su esposa fuera tan reacia a los chismes. Evocó las historias tétricas que se contaban sobre Clarence, pensó en las escenas íntimas que ella habría presenciado como miembro de la servidumbre. Sabía que ella nunca describiría esas escenas.
– Bien, me voy a los establos -dijo, cuando una de sus jóvenes criadas apareció en la puerta del gabinete. Estaba demasiado alterada para hablar, pero el terror de su rostro era más elocuente que cualquier palabra de advertencia-. Por Dios, niña, ¿qué pasa? ¿Es tu ama? ¡Habla, maldición, habla!
– No, Tom, sólo la asustas más. Cuéntanos, Margery…
Tom clavó los dedos en los brazos de la muchacha, y el dolor le soltó la lengua.
– ¡Soldados! Abajo, ellos…
– ¡Tom, Tom! -Era la voz de su esposa, tan estridente que resultaba irreconocible. Tom dio dos zancadas hacia la puerta y luego Edith entró en la habitación, cayó en sus brazos sollozando.
Tom no atinó a calmar a su histérica esposa. Hombres armados subieron la escalera e irrumpieron en el gabinete, apartando a la aterrada criada sin miramientos. A Tom le indignaba que tomaran su casa de esa manera, pero también sentía miedo, y se le notaba en la voz cuando preguntó:
– ¿Qué es esto? ¿Qué hacéis aquí?
Ankarette estaba más desconcertada que asustada. ¿Por qué arrestarían a su yerno? Debía ser un error, un espantoso error. Se acercó a Tom para aplacarlo, y entonces reparó en la insignia que cada hombre llevaba en la manga.
– ¡Os envía el duque de Clarence! -jadeó, con voz tan azorada que todos los ojos se volvieron hacia ella. Se había puesto tan blanca que Tom le tendió el brazo. Un soldado intervino; hubo un escarceo y Tom retrocedió tambaleándose, sangrando por la boca. Ankarette oyó el alarido de su hija, quiso ir hacia ella, pero no podía moverse, sólo mirar al hombre que entraba en la habitación.
Roger Strugge. Articuló las palabras, pero el nombre se le atoró en la garganta; tenía la boca demasiado seca para hablar. Roger Strugge, que servía a Clarence sin el menor escrúpulo, interesado sólo en el oro que Jorge entregaba generosamente n quienes acataban sus órdenes.
Se plantó delante de ella.
– Señora Twynyho -dijo con una sonrisa burlona, como alguien que supiera un secreto que todos deseaban conocer-. Confío en que me recordéis.
Tom escupió sangre en los juncos del suelo, miró con desprecio a los hombres que lo aferraban.
– ¿Estoy arrestado? ¡En tal caso, exijo conocer la acusación!
Strugge lo evaluó con la mirada, lo desechó como prescindible.
– No estamos aquí por vos, Delalynde -dijo fríamente-. Buscamos a la señora Twynyho.
Hizo una señal y un par de manos aferraron los codos de Ankarette, la llevaron hacia la puerta. Ella estaba demasiado estupefacta para resistirse, y no lograba a entender qué le ocurría ni por qué. Oyó que Edith gritaba «¡Mamá!», oyó que Tom maldecía, y luego estuvo en el pasillo, y la llevaron escalera abajo. Sólo cuando salieron al resplandor del sol de la tarde pudo recobrar la lucidez. Le acercaban un caballo; forcejeó, se retorció desesperadamente contra las manos que la aferraban.
– ¿Por qué? ¿Qué he hecho?
Strugge chasqueó los dedos; los soldados se apartaron de ella. En la casa oyó golpes constantes, comprendió que habían encerrado a Tom y Edith en el gabinete. Strugge la miraba con una extraña sonrisa; disfrutaba de la situación, se regodeaba en lo que iba a decirle.
– Estáis acusada del asesinato de Isabel Neville, difunta duquesa de Clarence. El duque desea que regreséis de inmediato al castillo de Warwick para ser juzgada por vuestro crimen. Seréis…
Ankarette no oyó más. Se desmayó, desplomándose a los pies de Strugge sin un sonido.
– Traed agua -dijo él con calma, y observó mientras dos de sus hombres volvían a entrar en la casa solariega. Arrodillándose junto a Ankarette, le cogió las manos y le arrancó de los dedos los anillos enjoyados de su viudez.
El palacio de Westminster estaba a oscuras y en silencio. Eduardo no estaba preparado para dormir, sin embargo, y aún ardían antorchas en su cámara. Estaba dictando unas cartas personales cuando uno de sus sirvientes le anunció que Jane Shore estaba fuera y pedía verle.
Eduardo se sorprendió, pero sintió más curiosidad que fastidio. Jane no iba a visitarlo sin recibir una invitación; aunque hacía más de dos años que compartía su cama, nunca se extralimitaba.
– Hazla pasar -dijo, y despidió al amanuense y los demás sirvientes.
Jane estaba envuelta en una larga capa azul. Se preguntó si era ese color oscuro lo que le daba tanta palidez al rostro, se adelantó para recibirla. Antes de que él pudiera abrazarla, sin embargo, ella se inclinó en una profunda reverencia. Cuando él quiso alzarla, ella permaneció de hinojos.
– Estimado señor -dijo con voz ronca-, perdonadme por acudir a vos de este modo, pero tenía que veros. Es urgente, querido mío, no podía esperar.
Ella ofrecía una bonita imagen, de rodillas, el rostro erguido, la boca blanda y roja realzada por una trinidad de hoyuelos, el cabello rubio asomando de la capucha. Eduardo no era indiferente a sus atractivos: sentía mucho aprecio por esa mujer. Se encorvó, le asió las manos, la atrajo hacia sí.
– Estás perdonada -dijo, y buscó sus labios. Ella respondió al beso con su fogosidad habitual, pero cuando él deslizó las manos de la cintura a los pechos, se apresuró a hablar.