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Su pluma vaciló. Al cabo de un segundo de reflexión, redactó rápidamente las últimas frases.

Nunca vi a Eduardo tan furioso. Aunque Ankarette Twynyho hubiera sido culpable, el acto de Jorge habría sido indignante, una ofensa al rey y al Todopoderoso.

Poco después de la difusión del caso Twynyho, un hombre llamado John Stacy, un escribiente y astrónomo de Oxford, fue arrestado y acusado de brujería. Bajo tortura, Stacy confesó y también implicó a un tal Thomas Burdett, un hombre de cierta relevancia en Warwickshire y miembro de la casa de Jorge. Se nombró un tribunal especial para juzgar a ambos por la acusación de valerse de la magia negra para provocar la muerte del rey. Los juzgaron el 19 de mayo y los condenaron a muerte. Al día siguiente fueron llevados a Tyburn y ahorcados, y Burdett clamó hasta el final que era inocente.

Cecilia revisó rápidamente lo que había escrito. Sabía que existía la sospecha de que ése había sido un juicio político destinado a comunicar a Jorge una advertencia inequívoca. No tenía la menor duda de que Burdett era cómplice de Jorge en algún desaguisado, pero no lo creía culpable de brujería y no le agradaba que un hombre fuese ejecutado por lo que no había hecho, aunque sus otros delitos merecieran la muerte.

Se llevó la mano a la cara, se apretó las yemas de los dedos contra los ojos doloridos. Por la Santísima Virgen, qué cansada estaba. Y qué irónico era que sus hijos le causaran más cuitas siendo adultos que cuando eran niños.

Este pensamiento estaba demasiado cerca de la autocompasión, y no le agradaba. Pestañeó, irguió la barbilla. Cogió de nuevo la pluma y escribió:

El día posterior a la ejecución de Burdett, Eduardo partió de Londres hacia Windsor. En cuanto él se marchó, Jorge irrumpió en una reunión del consejo privado en Westminster. Llevaba consigo nada menos que al doctor John Goddard, el predicador franciscano que había proclamado el derecho de Enrique de Lancaster al trono desde Paul's Cross. Jorge alegó que Burdett era inocente y obligó al consejo a escuchar mientras Goddard leía en voz alta la declaración de Burdett ante la horca, en que juraba que no era culpable de la acusación por la que moría.

Huelga decirte, Margarita, cuan graves pueden ser las consecuencias de los actos de Jorge. Eduardo no puede pasar por alto esta conducta. Jorge asesinó a una mujer inocente y luego osó apelar al consejo pasando por encima de Eduardo, alegó que la muerte de Burdett era injusta y era una ejecución política destinada a silenciarlo. Con estos actos, cuestionó la justicia del rey, y Eduardo no puede permitirlo.

Para ser justa con tu hermano, Eduardo ha demostrado una gran paciencia con Jorge en estos años. Pero Eduardo no es tan tolerante como antes, y Jorge no ha aprendido nada de sus errores pasados. No sé qué se propone hacer Eduardo al regresar de Windsor, pero quizá llegue un momento en que los pecados de Jorge no sean perdonados.

10

York. Junio de 1477

No había sido una primavera feliz para Ana. Aunque lloraba profundamente a su hermana, la muerte de Bella no le había sorprendido; Ana sabía que Bella estaba «mortalmente enferma» en las semanas que siguieron al nacimiento de su hijo. Pero Ana no estaba preparada para la muerte de su tía Isabel, la viuda de Juan Neville.

Isabel se había vuelto a casar dos años después de la muerte de Juan en Barnet, y Ana se había alegrado; Isabel era su tía favorita y le complacía que iniciara una nueva vida. Isabel no tardó en dar un hijo a su nuevo esposo, y al año siguiente, una hija. Dio a luz otra hija poco después de la Epifanía de 1477, pero el parto fue difícil y pronto hubo infección.

Aún no había superado la conmoción por la muerte de Isabel cuando llegó a Middleham la noticia de la extravagante venganza de Jorge. El padre de Ana no había tenido escrúpulos en cometer crímenes tan flagrantes como el de Ankarette Twynyho; había enviado a lord Herbert y al padre y el hermano de Isabel Woodville al tajo sin siquiera la farsa de juicio que se le había acordado a la señora Twynyho. Pero Warwick nunca se habría ensañado con una mujer. Eso era lo que Ana hallaba tan escandaloso y Ricardo tan imperdonable.

Luego había llegado la noticia del juicio y ejecución de Thomas Burdett y John Stacy. Ana creía que la acusación de brujería contra Burdett era una patraña, aunque no ponía en duda que Burdett merecía la horca. En su opinión, cualquier allegado de Jorge tenía que ser culpable de por lo menos un delito que mereciera el patíbulo. Pero el episodio había arrojado un manto lúgubre sobre Middleham, y empezó a temer la llegada de los mensajeros de Londres; últimamente todas las noticias eran malas.

En consecuencia, aguardaba con ansiedad la visita a York en junio. El festivo favorito de Ana era la celebración de Corpus Christi. Tenía seis años la primera vez que la llevaron a York para ver las célebres obras alegóricas, representadas al aire libre en enormes escenarios de madera montados sobre ruedas, que se desplazaban por la ciudad para deleitar a muchedumbres entusiastas en determinados sitios. Aún disfrutaba de esas obras como en la infancia, y sólo los partos y la guerra habían impedido que ella y Ricardo asistieran al festival desde que se habían casado.

Este año sería una ocasión memorable. El día posterior a Corpus Christi, ella y Ricardo pasarían a ser miembros del Gremio del Corpus Christi, una prestigiosa cofradía religiosa. Al miércoles siguiente se celebrarían los veintiún años de Ana, una fecha decisiva. Y la culminación de su estancia en York sería la boda de Rob Percy y Joyce Washburne el día de San Basilio. Como Ana había pasado los últimos seis meses fomentando ese noviazgo, le encantaba que sus esfuerzos hubieran rendido fruto, y a mediados de mayo ya había empezado a marcar los días en el dorso de su Libro de Horas.

Habían llegado a York varios días antes de Corpus Christi, se habían instalado cómodamente en el convento del prior Bewyk. Se realizaban los preparativos para la boda inminente; los niños habían quedado tan fascinados por las obras alegóricas como Ana cuando las había visto por primera vez, incluso Ned, que con sus cuatro años era pequeño para una inactividad prolongada. Pero esa noche, durante la cena, Ana oyó un comentario de Francis Lovell, recién llegado de Londres, y todo se agrió.

– ¿Qué dijiste, Francis? Mencionaste a mi tío Johnny. Quisiera oírlo de nuevo. -Y recordando sus modales, Ana añadió secamente-: Por favor.

Francis parecía incómodo.

– Sabrás, desde luego, que el hijo mayor del rey recibió desde su primer año los títulos de príncipe de Gales, duque de Cornualles y conde de Chester. Y su segundo hijo, el tocayo de Dickon, fue nombrado duque de York. Bien, ahora parece que el rey se propone quitarle al hijo de Juan Neville el título de duque de Bedford para otorgarlo a su tercer hijo, el niño que nació en marzo.

Ana no pudo reprimir un jadeo. Ned siempre había afirmado que amaba a su tío. ¿Acaso Ricardo no le había contado que Ned había llorado al enterarse de la muerte de Johnny? ¿Cómo podía hacerle eso al hijo de Johnny?

Hubo un incómodo silencio y luego la conversación se reanudó con artificiosa animación. Ana guardaba silencio, empujaba la comida en el plato. Uno de sus secretos mejor guardados era que no simpatizaba mucho con su cuñado el rey. Desde su boda, él sólo le había demostrado amabilidad, y ella lo reconocía. También reconocía que había sido sumamente generoso con Ricardo. Pero no se fiaba de él y le disgustaba la hipnótica influencia que ejercía sobre su hermano. Durante años había observado con ojos atentos y cautelosos esa risa indolente con que engatusaba a los demás. Con la ilógica certidumbre del instinto, sospechaba que era peligroso amar demasiado a Ned. Sus recuerdos tocaron campanadas de advertencia, identificaron el peligro al evocar la sangre derramada en Barnet. Su padre había amado a Ned en un tiempo. Su tío Johnny lo había amado hasta el día de su muerte. Ahora, mientras pensaba en Johnny y su primito, que perdería el título para beneficiar el nuevo hijo de Ned, ansiaba expresar críticas reprimidas durante años.