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– Íñigo Balboa -dije-. De la bandera del capitán don Carmelo Bragado.

Aquello no era del todo exacto. Si esa bandera era, en efecto, la de Diego Alatriste y por tanto la mía, en los tercios un mochilero era poco más que sirviente o mula de carga; no un soldado. Pero al desconocido no pareció importarle la diferencia.

– Gracias, Íñigo Balboa -dijo.

Se le había ensanchado más la sonrisa, iluminándole el rostro reluciente de sudor, negro de humo.

– Algún día -añadió- recordarás lo que hiciste hoy.

Curioso, a fe. Él no podía adivinarlo de ningún modo; mas, como pueden comprobar vuestras mercedes, era cierto lo que el soldado dijo, y muy bien lo recuerdo. El caso es que me apoyó una mano en un hombro y con la otra estrechó la mía. Fue un apretón cálido y fuerte; y luego, sin cambiar palabra con el holandés que colocaba los libros en pilas como si se tratase de un preciado tesoro -y ahora conozco que lo era-, echó a andar alejándose de allí.

Pasarían algunos años antes de que volviese a encontrarme con el soldado anónimo a quien un brumoso día de otoño, durante el saqueo de Oudkerk, ayudé a rescatar los libros de la biblioteca del Ayuntamiento; y durante todo ese tiempo ignoré cómo se llamaba. Sólo más tarde, cuando ya me había convertido en hombre hecho y derecho, tuve la fortuna de encontrarlo de nuevo, en Madrid y en circunstancias que no corresponden al hilo de la presente historia. Para entonces él ya no era un oscuro soldado. Mas, pese a los años transcurridos desde aquella remota mañana holandesa, aún recordaba mi nombre. También yo pude, al fin, conocer el suyo. Se llamaba Pedro Calderón: don Pedro Calderón de la Barca.

Pero volvamos a Oudkerk. Después que el soldado se fue y yo me alejé de la plaza, anduve en busca del capitán Alatriste, a quien encontré bien de salud con el resto de su escuadra, junto a una pequeña fogata, en el jardín trasero de una casa que daba sobre el embarcadero del canal próximo a la muralla. El capitán y sus camaradas habían sido encargados de atacar aquella parte del pueblo, a fin de incendiar las barcas del muelle y poner mano en la puerta posterior, cortando de ese modo la retirada a las tropas enemigas del recinto. Cuando di con él, los restos de las barcas carbonizadas humeaban en la orilla del canal, y sobre la tablazón del muelle, en los jardines y en las casas podían apreciarse las huellas de la reciente lucha.

– Íñigo -dijo el capitán.

Sonreía fatigado y algo distante, con esa mirada que les queda impresa a los soldados después de un combate difícil. Una mirada que los veteranos de los tercios llamaban del último cuadro y que, con el tiempo que yo llevaba en Flandes, había aprendido a distinguir bien de las otras: la del cansancio, la de la resignación, la del miedo, la del toque de degüello. Aquélla era la que te queda en los ojos después que hayan pasado por ellos todas las otras, y también era exactamente la que el capitán Alatriste tenía en ese momento. Descansaba sentado en un banco, el codo sobre una mesa y la pierna izquierda extendida, como si le doliera. Sus botas altas hasta la rodilla estaban llenas de barro, y llevaba sobre los hombros una ropilla parda, sucia y desabrochada, bajo la que podía verse su viejo coleto de piel de búfalo. El sombrero estaba sobre la mesa, junto a una pistola -observé que había sido disparada- y el cinto con su espada y la daga.

– Acércate al fuego.

Obedecí con gusto, mirando los cadáveres de tres holandeses que yacían cerca: uno sobre las tablas del muelle próximo, otro bajo la mesa. El tercero estaba boca abajo, en el umbral de la puerta trasera de la casa, con una alabarda que no le sirvió para defender su vida ni para ningún otro menester. Observé que tenía las faltriqueras vueltas del revés, le habían quitado el coselete y los zapatos, y le faltaban dos dedos de una mano, sin duda porque quien lo despojó tenía prisa por sacarle los anillos. El reguero de su sangre, rojo pardusco, cruzaba el jardín hasta donde se hallaba sentado el capitán.

– Frío ése no tiene ya -dijo uno de los soldados.

Por su fuerte acento vascuence, sin necesidad de volverme, supe que quien había hablado era Mendieta, vascongado como yo, un vizcaíno cejijunto y fuerte que lucía un mostacho casi tan grande como el de mi amo. Completaban el rancho Curro Garrote, un malagueño de los Percheles tan tostado que parecía moro, el mallorquín José Llop, y Sebastián Copons, viejo camarada de antiguas campañas del capitán Alatriste: un aragonés pequeño, reseco y duro como la madre que lo parió, cuyo rostro parecía tallado en la piedra de los mallos de Riglos. Por las cercanías vi rondar a otros de la escuadra: los hermanos Olivares y el gallego Rivas.

Todos se holgaron de verme bueno y entero, pues conocían mi difícil tarea en el puente levadizo, aunque no hubo grandes aspavientos por su parte; de un lado no era la primera vez que yo olía la pólvora en Flandes, del otro ellos mismos tenían asuntos propios en que pensar, y por demás no eran del tipo de soldados que pregonan en exceso lo que, en el fondo y por oficio, no es sino obligación de todo el que cobra paga de su rey. Aunque en nuestro caso -o más bien en el de ellos, pues los mochileros no teníamos derecho a ventajas ni soldada- el tercio llevaba mucho tiempo sin ver la color de un real de a ocho.

Tampoco Diego Alatriste se excedió en su bienvenida, pues ya he dicho que se limitó a sonreír apenas, torciendo el mostacho como al aire de otra cosa. Luego, al ver que yo me quedaba dando vueltas alrededor como un buen perro en procura de una caricia del amo, alabó mi jubón de terciopelo rojo y acabó ofreciéndome un trozo de pan y unas salchichas que sus compañeros asaban en la fogata que les servía también para calentarse. Aún tenían las ropas húmedas tras la noche pasada en el agua del canal, y sus rostros grasientos, sucios y desgreñados por la vela y el combate, reflejaban cansancio. Estaban, sin embargo, de buen humor. Seguían vivos, todo había salido bien, el pueblo era otra vez de la religión católica y del rey nuestro señor, y el botín -varios sacos y hatos apilados en un rincón- razonable.

– Después de tres meses ayunos de paga -comentaba Curro Garrote, limpiando los anillos ensangrentados del holandés muerto- esto nos da cuartel.

Al otro lado del pueblo sonaron clarinazos y redobles de trompetas y cajas. La niebla empezaba a levantarse, y eso nos permitió ver una hilera de soldados que avanzaba por encima del dique del Ooster. Las largas picas se movían como un bosque de juncos entre los últimos restos de bruma gris, y un breve rayo de sol, adelantado a modo de avanzadilla, hizo relucir los hierros de las lanzas, los morriones y los coseletes, reflejándolos en las aguas quietas del canal. Al frente iban caballos y banderas con la buena y vieja cruz de San Andrés, o de Borgoña: el aspa roja, enseña de los tercios españoles:

– Es Jiñalasoga -dijo Garrote.

Jiñalasoga era el apodo que daban los veteranos a don Pedro de la Daga, maestre de campo del tercio viejo de Cartagena. En lengua soldadesca de la época, jiñar equivalía -disimulen vuestras mercedes- a proveerse, o sea, cagar. Lo que suena algo ordinario traído aquí a cuento; pero, pardiez, éramos soldados y no monjas de San Plácido. En cuanto a lo de la soga, que a eso iba, nadie que conociese la afición de nuestro maestre de campo a ahorcar a sus hombres por faltas a la disciplina albergaba dudas sobre la oportunidad del mote. El caso, para terminar, es que jiñalasoga, por mejor nombre el maestre don Pedro de la Daga, que tanto monta, venía por el dique a tomar posesión oficial de Oudkerk con la bandera de refuerzo del capitán don Hernán Torralba.

– A media mañana llega -murmuró Mendieta, malhumorado-. Y con todo el tajo hecho, o así.

Diego Alatriste se puso lentamente en pie, y vi que lo hacía con dificultad, doliéndose de la pierna que había tenido extendida todo el rato. Yo sabía que no era herida nueva, sino vieja de un año, en la cadera, recibida en los callejones próximos a la plaza Mayor de Madrid durante el penúltimo encuentro con su viejo enemigo Gualterio Malatesta. La humedad le producía molestias reumáticas, y la noche pasada en las aguas del Ooster no era receta para remediarlas.

– Vamos a echar un vistazo.

Se atusó el mostacho, ciñó la pretina con espada y vizcaína, introdujo la pistola en el cinto y cogió el sombrero de grandes alas con su eterna y siempre ajada pluma roja. Luego, despacio, volvióse a Mendieta.