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En cuanto rememoró aquella noche, Mamoru sintió la necesidad de salir a echar un vistazo. El río fluía apacible; la superficie se asemejaba a una pizarra pulida. Sobre el talud que quedaba al otro lado, asomaba el garaje para autobuses de una compañía cuyo rótulo alumbraba las tranquilas calles. Las señales de tráfico que salpicaban la carretera parpadeaban ocasionalmente en rojo y verde, dulcificando la melancolía que flotaba en el aire.

Mamoru ascendió por el talud hasta alcanzar el lugar en el que había estado cuando el tifón sacudió la región. Bajó la oxidada escalera de hierro que conducía hasta debajo del puente. Una fina columna graduada medía el nivel del agua; ahí mismo, el día en que el tifón descargó su ira, Taizo y su sobrino observaron la crecida del caudal, sin dejar de parpadear, bajo el azote de la tromba de agua. En la pilastra quedaban señalados los niveles que el río había alcanzado durante los sucesivos tifones que asolaron la zona; incluso una de las marcas quedaba unos centímetros por encima de la cabeza de Mamoru. Junto a cada señal, una inscripción especificaba el nombre del tifón y la correspondiente fecha en la que tuvo lugar. Entre estos epígrafes meteorológicos, resaltaba una línea roja que rezaba «Nivel de alerta».

Taizo ya le había señalado aquel punto. «El agua jamás volverá a alcanzar semejante nivel», aseguró. «Esos descomunales aluviones son cosa del pasado. Ya no corremos peligro ninguno, no tienes de qué preocuparte.»

Mamoru había empezado una nueva vida en una nueva casa, con una nueva familia, pero no podía dejar de pensar en su desgraciada infancia. Parecía que la maldición lo había encontrado de nuevo. Estaba seguro de que era el único responsable de la desgracia que se cernía ahora sobre los Asano. Y empezaba a sospechar que el vecindario iba a estar en peligro ante unas posibles inundaciones.

El río dormía. Mamoru encontró una piedra a sus pies, la recogió y la lanzó al agua. La oyó chapotear sorprendentemente cerca. La marea debía de estar alta.

Algo más oscuro que la noche invadió su corazón.

* * *

Una universitaria fallece atropellada por un taxi.

El 14 de noviembre, la joven Yoko Sugano, de 21 años, alumna de la Universidad femenina Toa, fue arrollada alrededor de la medianoche por un taxi conducido por Taizo Asano, de 50 años, en la intersección de Midori Itchome en el distrito de K-, Tokio. La víctima no sobrevivió a las graves heridas resultantes. En cuanto al taxista involucrado en el accidente fue arrestado por conducción temeraria y llevado a la comisaría de Joto para prestar declaración.

El hombre se enteró del accidente por la edición matinal del periódico. Pese a que la noticia quedaba relegada a pie de página, el titular captó de inmediato su atención. A pesar de que con la discreta tipografía en la que figuraba, resaltaba poco entre el resto de información. Al principio, se contentó con mirar la noticia por encima y continuó con su lectura. No fue hasta pasados unos segundos cuando se dio cuenta. Volvió atrás y lo leyó detenidamente, fijándose bien en cada dato. Cuando hubo acabado, plegó el diario, se quitó las gafas y se frotó los ojos. No solo coincidía el nombre, sino también la dirección. No podía tratarse de un error.

Entonces, alcanzó un diario económico y lo abrió. En sus páginas quedaba reflejado el mismo incidente pero, esta vez, venían a añadirse unas líneas que mencionaban que el taxista se había saltado un semáforo en rojo.

El hombre negó con la cabeza. No era justo.

Oyó a su mujer subir la escalera. A juzgar por el ritmo de sus pasos, podía deducirse que aún no estaba muy despierta. ¿Qué diría cuando reparara en la expresión de su rostro? «¿Ha caído el valor de las acciones?» «¿Has perdido un cliente?» «¿Ha habido un accidente?» «¿Ha muerto algún conocido?». Estaría impaciente por saber a qué venía esa cara de deprimido.

Pero no podía contárselo, ni a ella ni a nadie.

Se puso en pie y se marchó del salón para evitar encontrarse con ella. Se encaminó hacia el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y dejó que el agua se derramara sobre sus manos. Le resultó tan fría como el recuerdo de cierta mañana lluviosa, hacía muchos años. Se salpicó la cara una y otra vez. Miró su reflejo en el espejo. El agua le goteaba de la barbilla; la tristeza se había adueñado de sus rasgos.

Podía oír el sonido de la televisión que su mujer acababa de encender. Murmuró para sí mismo, en un tono de voz apenas audible, como para asegurarse de que nadie lo oyera:

– No es justo.

Se secó la cara con una toalla. Pasó frente a la cocina de la que emanaba el aroma a café y subió la escalera. Una vez entró en el estudio, cerró con sumo cuidado la puerta, sacó una llave y abrió el cajón inferior de su mesa. En su interior, guardaba un álbum de fotos de tapa azul. Lo sacó y lo abrió. Había tres fotografías: la primera, de un adolescente de unos quince o dieciséis años vestido con el uniforme del colegio y una mochila al hombro; la segunda, del mismo chico, esta vez paseando junto a una joven que aparentaba unos veinte años; la tercera, la de un taxi de color verde oscuro. En esta última, aparecía un robusto cuarentón lavando el vehículo; también figuraba el chico, con una manguera en las manos. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se volvería hacia el hombre que examinaba la instantánea. Ambos sonreían.

Ojeó el resto del álbum. Otra página estaba ocupada por una única foto de una mujer ataviada con un uniforme blanco y un pañuelo a juego que le cubría la cabeza. Sujetaba una bandeja en la mano izquierda y una escoba en la derecha. Aparentaba treinta y tantos años. Era posible que el fotógrafo la pillase desprevenida; parecía volverse repentinamente hacia la cámara, con los ojos entrecerrados y una modesta sonrisa en la cara. No era especialmente bella, aunque la línea de sus redondas mejillas le daba cierta calidez.

El hombre clavó la vista en esta fotografía y, acto seguido, retrocedió hasta las del chico. Una vez más, masculló para sí mismo:

– Mamoru, ¿cómo hemos llegado a esta situación?

El chico le devolvía la mirada, sonriente.

Esa misma mañana, en otra parte de Tokio, una joven se detenía en la misma noticia. No solía leer la prensa, al menos no hasta que empezó todo aquello. Ahora, hojeaba el periódico todas las mañanas; ese ritual ya formaba parte de su rutina diaria. Releyó el artículo hasta tres veces. A continuación, se encendió un pitillo y dio varias bocanadas, lentas y profundas. Le temblaban las manos.

Dos cigarrillos más tarde, se levantó y se dispuso a vestirse. Era hora de ir al trabajo. Se puso un llamativo traje de chaqueta de color rojo y se aplicó algo de maquillaje. Antes de marcharse, se aseguró de que tanto puertas como ventanas quedaban cerradas, vació lo que quedaba de café en el fregadero y, en un gesto mecánico, recogió el periódico de camino a la puerta de su apartamento.

Cuando bajaba la escalera de la calle, una mujer que sujetaba una escoba la interpeló. Se trataba de la esposa de su casero, que vivía en el apartamento de abajo. Eran algo quisquillosos con los pagos del alquiler; nada fuera de lo normal. No podía quejarse, era un buen lugar para vivir.

– Señorita Takagi, ayer recogí un paquete de su madre. Pensaba llevárselo anoche pero regresó tan tarde a casa que no quise molestarla.

– Pasaré por su casa cuando vuelva esta noche -espetó con brusquedad al pasar apresurada por su lado.

– De acuerdo -contestó alzando la voz a la figura que se alejaba, imperturbable y con gran celeridad. Luego, añadió para sí misma-: ¡No se va a morir por decir gracias!

Para entonces, Kazuko Takagi ya había cruzado la calle que quedaba frente al edificio y se dirigía a paso ligero hacia la estación. Lanzó el periódico a una pila de basura que aguardaba la recogida matinal.