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– Este asunto forma parte del trabajo -expliqué.

Algunos de los que estaban esperando propusieron que me devolvieran la carta de una vez y se siguiera adelante. La mujer vaciló un rato, mientras simulaba trabajar en otra cosa; finalmente fue adentro y al cabo de un largo rato volvió con un humor de perro. Buscó en el cesto.

– ¿Qué estancia? -preguntó con una especie de silbido de víbora.

– Estancia Los Ombúes -respondí con venenosa calma.

Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la carta en sus manos y comenzó a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la compra.

– Sólo tiene iniciales y dirección -dijo.

– ¿Y eso?

– ¿ Qué documentos tiene para probarme que es la persona que mandó la carta?

– Tengo el borrador -dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y me lo devolvió.

– ¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?

– Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.

La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo:

– ¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no puedo hacer eso.

La gente comenzó a protestar de nuevo. Yo tenía ganas de hacer alguna barbaridad.

– Ese documento no sirve -concluyó la arpía.

– ¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? -pregunté con irónica cortesía.

– ¿La cédula de identidad?

Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó:

– No, la cédula sola no, porque acá sólo están las iniciales. Tendrá que mostrarme también un certificado de domicilio. O si no la libreta de enrolamiento, porque en la libreta figura el domicilio.

Reflexionó un instante más y agregó:

– Aunque es difícil que usted no haya cambiado de casa desde los dieciocho años. Así que casi seguramente va a necesitar también certificado de domicilio.

Una furia incontenible estalló por fin en mí y sentí que alcanzaba también a María y, lo que es más curioso, a Mimí.

– ¡Mándela usted así y váyase al infierno! -le grité, mientras me iba.

Salí del correo con un ánimo de mil diablos y hasta pensé si, volviendo a la ventanilla, podría incendiar de alguna manera el cesto de las cartas. ¿Pero cómo? ¿Arrojando un fósforo? Era fácil que se apagara en el camino. Echando previamente un chorrito de nafta, el efecto sería seguro; pero eso complicaba las cosas. De todos modos, pense esperar la salida del personal de turno e insultar a la solterona.

XXX

después de una hora de espera, decidí irme. ¿Qué podía ganar, en definitiva, insultando a esa imbécil? Por otra parte, durante ese lapso rumié una serie de reflexiones que terminaron por tranquilizarme: la carta estaba muy bien y era bueno que llegase a manos de María. (Muchas veces me ha pasado eso: luchar insensatamente contra un obstáculo que me impide hacer algo que juzgo necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un tiempo después, comprobar que el destino tenía razón.) En realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin reflexionar mayormente y hasta algunas de las hirientes frases parecían inmerecidas. Pero en ese momento, al volver a pensar en todo lo que antecedió a la carta, recordé de pronto un sueño que tuve en alguna de esas noches de borrachera: espiando desde un escondite me veía a mí mismo, sentado en una silla en el medio de una habitación sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mí, a dos personas que se miraban con expresiones de diabólica ironía: una era María; la otra era Hunter.

Cuando recordé este sueño, una desconsoladora tristeza se apoderó de mí. Abandoné la puerta del correo y comencé a caminar pesadamente.

Un tiempo después me encontré sentado en la Recoleta, en un banco que hay debajo de un árbol gigantesco. Los lugares, los árboles, los senderos de nuestros mejores momentos empezaron a transformar mis ideas. ¿ Qué era, al fin de cuentas, lo que yo tenía en concreto contra María? Los mejores instantes de nuestro amor (un rostro de ella, una mirada tierna, el roce de su mano en mis cabellos) comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el mismo cuidado con que se recoge a un ser querido que ha tenido un accidente y que no puede sufrir la brusquedad más insignificante. Poco a poco fui incorporándome, la tristeza fue cambiándose en ansiedad, el odio contra María en odio contra mí mismo y mi aletarga-miento en una repentina necesidad de correr a mi casa. A medida que iba llegando al taller fui dándome cuenta de lo que quería: hablar, llamarla por teléfono a la estancia, en seguida, sin pérdida de tiempo. ¿Cómo no había pensado antes en esa posibilidad?

Cuando me dieron la comunicación, casi no tenía fuerzas para hablar. Atendió un mucamo. Le dije que necesitaba comunicarme sin pérdida de tiempo con la señora María. Al rato me atendió la misma voz, para decirme que la señora me llamaría dentro de una hora, más o menos.

La espera me pareció interminable.

No recuerdo bien las palabras de aquella conversación por teléfono, pero sí recuerdo que en vez de pedirle perdón por la carta (la causa que me había movido a hablar), concluí por decirle cosas más fuertes que las contenidas en la carta. Claro que eso no sucedió irrazonablemente; la verdad es que yo comencé hablándole con humildad y ternura, pero empezó a exasperarme el tono dolorido de su voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas precisas, según su hábito. El diálogo, más bien mi monólogo, fue creciendo en violencia y cuanto más violento era, más dolorida parecía ella y más eso me exasperaba, porque yo tenía plena conciencia de mi razón y de la injusticia de su dolor. Terminé diciéndole a gritos que me mataría, que era una comediante y que necesitaba verla en seguida, en Buenos Aires.

No contestó a ninguna de mis preguntas precisas, pero finalmente, ante mi insistencia y mis amenazas de matarme, me prometió venir a Buenos Aires, al día siguiente, "aunque no sabía para qué".

– Lo único que lograremos -agregó con voz muy débiles lastimarnos cruelmente, una vez más.

– Si no venís, me mataré -repetí por fin-. Pensalo bien antes de tomar cualquier decisión.

Colgué el tubo sin agregar nada más, y la verdad es que en ese momento estaba decidido a matarme si ella no venía a aclarar la situación. Quedé extrañamente satisfecho al decidirlo. "Ya verá", pensé, como si se tratara de una venganza.

XXXI

ese día fue execrable.

Salí de mi taller furiosamente. A pesar de que la vería al día siguiente, estaba desconsolado y sentía un odio sordo e impreciso. Ahora creo que era contra mí mismo, porque en el fondo sabía que mis crueles insultos no tenían fundamento. Pero me daba rabia que ella no se defendiera, y su voz dolorida y humilde, lejos de aplacarme, me enardecía más.

Me desprecié. Esa tarde comencé a beber mucho y terminé buscando líos en un bar de Leandro Alem. Me apoderé de la mujer que me pareció más depravada y luego desafié a pelear a un marinero porque le hizo un chiste obsceno. No recuerdo lo que pasó después, excepto que comenzamos a pelear y que la gente nos separó en medio de una gran alegría. Después me recuerdo con la mujer esa en la calle. El fresco me hizo bien. A la madrugada la llevé al taller. Cuando llegamos se puso a reír de un cuadro que estaba sobre un caballete. (No sé si dije que, desde la escena de la ventana, mi pintura se fue transformando paulatinamente: era como si los seres y cosas de mi antigua pintura hubieran sufrido un cataclismo cósmico. Ya hablaré de esto más adelante, porque ahora quiero relatar lo que sucedió en aquellos días decisivos.) La mujer miró, riéndose, el cuadro y después me miró a mí, como en demanda de una explicación. Como ustedes supondrán, me importaba un bledo el juicio que aquella desgraciada podría formarse de mi arte. Le dije que no perdiéramos tiempo en pavadas.