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El magistrado se levantó y condujo a Reiko al exterior de la mansión, hasta la puerta donde la esperaba su séquito.

– Ve a casa, hija. Da gracias por no tener que trabajar para ganarte el arroz, como otras mujeres con menos suerte. Obedece a tu marido, es un buen hombre. -Después, haciéndose eco del consejo de O-sugi, añadió-: Acepta tu destino, o se hará cada vez más difícil de soportar.

A regañadientes, Reiko subió al palanquín. Al saborear el amargor del tinte de sus dientes, sacudió la cabeza en triste señal de reconocimiento de la sabiduría de su padre.

Aun así, ella poseía la misma inteligencia y el mismo ímpetu y valor que lo habían hecho a él magistrado de Edo, ¡el cargo que ella habría heredado de haber nacido varón! Cuando el palanquín emprendió su camino, Reiko gritó a los porteadores:

– ¡Parad! ¡Volved!

Obedecieron. Reiko bajó y entró corriendo en la casa de su padre, hasta su habitación de la infancia. Del armario sacó dos espadas, una larga y una corta, con similares empuñaduras y vainas con incrustaciones de oro. Después volvió al palanquín y se acomodó para el viaje de vuelta al castillo de Edo, abrazada a sus preciadas armas, símbolos de honor y aventura, de todo lo que era y pretendía ser.

De algún modo iba a conseguir una vida satisfactoria y con sentido. Y empezaría por investigar la extraña muerte de la concubina del sogún.

4

En los arrabales de Kodemmacho, próximos al río, en el sector nordeste del barrio de mercaderes de Nihonbashi, el conglomerado de altos muros de piedra, torres de vigilancia y tejados a dos aguas de la cárcel de Edo se imponía sobre los canales circundantes como un tumor maligno. Sano encaminó su montura por el puente hacia la puerta de entrada reforzada con hierro. Los centinelas ocupaban su puesto en las garitas; los doshin conducían al interior de la cárcel a delincuentes en espera de juicio, o los llevaban al campo de ejecución. Como siempre que se acercaba allí, Sano tuvo la sensación de que el aire se enfriaba, como si la cárcel de Edo repeliera la luz del sol y desprendiera efluvios de muerte y podredumbre. Mas Sano afrontaba de buen grado el peligro de contaminación espiritual que el resto de samuráis de alto rango evitaba. En el depósito de cadáveres de la ciudad, entre paredes de yeso desconchado, esperaba descubrir la verdad sobre la muerte de la dama Harume.

Los centinelas le abrieron la puerta. Desmontó y condujo su caballo a través del complejo de barracones, patios y oficinas administrativas hasta dejar atrás la cárcel, donde los aullidos de los presos escapaban por entre los barrotes de las ventanas.

En un patio cercano a la prisión, Sano ató su caballo delante del depósito, un edificio bajo y escabroso de paredes de escayola y destartalado tejado de paja. Sacó de las alforjas el fardo que contenía las pruebas halladas en la habitación de la concubina, atravesó el umbral y se armó de valor para ver y oler los truculentos trabajos del doctor Ito.

La sala contenía artesas de piedra para lavar a los muertos, armarios para las herramientas del doctor y un estrado en la esquina, lleno de libros y notas. En una de las mesas, que le llegaba a la cintura, el doctor Ito montaba un grupo de huesos humanos en sus respectivas posiciones. Su ayudante, Mura, limpiaba una olla llena de vértebras. Los dos alzaron la vista de su trabajo e hicieron una reverencia cuando entró Sano.

– Ah, Sano-san. ¡Bienvenido! -La cara estrecha y ascética del médico se iluminó por la agradable sorpresa-. No esperaba veros. ¿No es acaso el día de vuestra boda?

El doctor Ito Genboku, encargado del depósito de cadáveres de Edo, cuya pericia científica había sido de ayuda para Sano en muchas investigaciones, era también un amigo de verdad, algo raro en el traicionero régimen político de Tokugawa.

De mirada sagaz y mente despierta a sus setenta años, el doctor Ito tenía una mata corta y espesa de pelo blanco, con entradas. Su larga bata azul oscuro cubría un cuerpo alto y enjuto. Otrora estimado médico de la familia imperial, el doctor Ito había sido descubierto practicando ciencia extranjera prohibida, aprendida por canales ilegales de los comerciantes holandeses de Nagasaki. A diferencia de otros rangakusha -estudiosos del saber de los holandeses-, no lo habían penado con el exilio, sino que lo habían condenado a encargarse a perpetuidad del depósito de cadáveres de Edo. Allí, aunque las condiciones de vida fueran paupérrimas, podía experimentar en paz, lejos de las autoridades.

– Me he casado esta mañana, pero el banquete de bodas y mis vacaciones se han cancelado -dijo Sano, y dejó el fardo sobre una mesa vacía-. Y una vez más, necesito tu ayuda.

Le explicó la misteriosa muerte de la dama Harume, la orden que le había dado el sogún de investigar y sus sospechas de asesinato.

– Muy enigmático -dijo el doctor Ito-. Por supuesto que ayudaré en todo cuanto pueda. Pero antes, enhorabuena por vuestro matrimonio. Permitidme ofreceros un regalo insignificante. Mura, ¿me lo traes, por favor?

Mura, un hombre bajito de pelo gris y rostro cuadrado e inteligente, dejó a un lado su olla de huesos. Era un eta, uno de los parias de la sociedad que trabajaban en la cárcel como transportadores de cadáveres, carceleros, torturadores y verdugos. Los eta también se encargaban de los trabajos sucios, como el vaciado de los pozos negros, la recogida de la basura y la retirada de los cadáveres tras inundaciones, incendios y terremotos. Su vinculación hereditaria a ocupaciones tan relacionadas con la muerte como la carnicería y el curtido de pieles los marcaba como espiritualmente contaminados, poco apropiados para el contacto con el resto de ciudadanos. Pero la adversidad compartida forjaba extraños vínculos: Mura era el sirviente y compañero del doctor Ito. El eta hizo una reverencia a su señor y a Sano y salió de la habitación. Volvió con un pequeño paquete envuelto en un retazo de algodón azul que el doctor Ito entregó a Sano.

– Mi regalo en honor de vuestro matrimonio.

– Arigato, Ito-san.

Sano aceptó el regalo con una reverencia y le quitó el envoltorio. La tela ocultaba un círculo plano de un palmo, de hierro forjado negro: una guarda destinada a encajarse entre el filo y la empuñadura de una espada de samurái. La filigrana era una variación de la divisa familiar de Sano: un elegante perfil de una grulla de largo pico, con el cuerpo atravesado por la ranura para insertar la hoja y con las alas de trabajado plumaje desplegadas. Sano acarició el suave metal y admiró el regalo.

– Es un humilde presente -dijo el doctor Ito-. Mura recogió restos de hierro por la ciudad. Y uno de los conserjes, que era herrero antes de que lo condenaran por robo y lo sentenciaran a trabajar aquí, me ayudó a hacer la guarda por la noche. No es lo bastante buena para…

– Es preciosa -lo atajó Sano-, y la conservaré siempre.

La envolvió con cuidado y la guardó en su bolsa de cordón, más conmovido por el gesto amable de Ito que por cualquiera de los espléndidos regalos que había recibido de manos de extraños que trataban de ganarse su favor. Después, para llenar el embarazoso silencio, extendió su fardo y explicó las circunstancias de la muerte de la dama Harume.

– No traerán su cadáver hasta más tarde, pero hay muchas posibilidades de que la envenenaran. -Sano desplegó las lámparas, los quemadores de incienso, la botella de sake, la navaja, el cuchillo y el frasco de tinta-. Quiero saber si alguno de estos objetos es la fuente del veneno.

A petición del doctor, Mura preparó seis jaulas de madera vacías y otra más grande que contenía seis ratones vivos. El doctor Ito alineó las jaulas sobre la mesa. En las dos primeras encendió una lámpara y un quemador de incienso de la habitación de la dama Harume, metió un ratón gris y escurridizo en cada una de ellas y las tapó con sendos paños.