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– De este modo, los ratones quedarán expuestos a cualquier veneno que haya en el aceite o el incienso -explicó el doctor-, y estaremos protegidos de emanaciones peligrosas.

En la tercera jaula introdujo un platito con el sake que, en apariencia, Harume había ingerido poco antes de morir, y otro ratón. Para comprobar la navaja, el doctor Ito afeitó una pequeña porción de la espalda del cuarto roedor; con el cuchillo de mango de nácar realizó una incisión superficial en el abdomen del quinto ratón, y después metió a los animales enjaulas separadas.

– Y ahora, la tinta. -El doctor sacó uno de sus cuchillos de un armario-. Usaré una hoja limpia para evitar contaminaciones externas.

Le hizo un corte en el abdomen al sexto animal, destapó el frasco laqueado y con la brocha extendió tinta sobre la herida. A continuación, lo metió en una jaula.

– Ahora, a esperar.

Sano y el doctor Ito observaron las jaulas. De las dos cubiertas con el paño escapaba el apagado rascar de los ratones. El tercero olisqueó el licor y empezó a beber. El ratón afeitado deambulaba por su jaula mientras los otros se lamían las heridas. De repente se oyó un agudo chillido.

– ¡Mira! -señaló Sano.

El ratón al que habían aplicado tinta en el corte de la barriga se retorcía con la espalda arqueada, daba zarpazos en el aire con las patitas y sacudía la cola de un lado a otro. Su pecho se agitaba como si tratara desesperadamente de introducir aire en los pulmones; tenía los ojos en blanco. Su pequeño hocico rosado se abría y se cerraba emitiendo gritos de agonía y, después, un chorro de sangre. Sano señalaba aquellos síntomas que coincidían con los descritos por el médico del castillo en el caso de la dama Harume:

– Convulsiones. Vómito. Falta de aliento.

Unos cuantos chillidos y boqueadas más, un paroxismo final, y el ratón estaba muerto. Sano y el doctor Ito inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia el animal que había dado su vida en aras del conocimiento científico. Después comprobaron las otras jaulas.

– Este ratón está borracho, pero sano -comentó el doctor al observar al animal que daba tumbos en torno al plato de sake, ya vacío.

El ejemplar afeitado y el del corte correteaban por sus jaulas.

– Aquí tampoco se observan efectos nocivos, en apariencia. -Retiró los paños de las dos últimas jaulas, de las que salieron nubes de humo acre, para revelar a dos roedores mareados, pero vivos-. Ni aquí. Tan sólo la tinta contenía veneno.

– ¿Podría tratarse de un suicidio? -preguntó Sano, que aún tenía esperanzas de encontrar una solución fácil para la muerte de la concubina.

– Es posible, pero no lo creo. Incluso si hubiese querido morir, ¿por qué escoger un método tan doloroso, en vez de colgarse o ahogarse? Ésos son los medios más habituales de suicidio femenino. ¿Y por qué molestarse en meter el veneno en la tinta, en lugar de tragárselo sin más?

– De modo que la asesinaron. -La consternación empañó la alegría que sentía Sano al ver sus sospechas confirmadas. Iba a tener que darle la noticia al sogún, al médico mayor del castillo y a los funcionarios de palacio; después se extendería por todo Edo. Para evitar consecuencias destructivas, Sano tenía que identificar al envenenador cuanto antes. ¿Qué sustancia mata de forma tan rápida y horrible?

– Cuando era médico de la corte imperial en Kioto, hice un estudio sobre venenos -dijo el doctor Ito-. Los síntomas que éste provoca coinciden con los del bish, un extracto de una planta nativa de la región del Himalaya. Hace casi dos mil años que en China y la India utilizan el bish como veneno para flechas, tanto en la caza como en la guerra. Una pequeña cantidad introducida en la sangre es fatal. También hay quien ha muerto al confundir las raíces de la planta con rábanos. Pero la planta es rarísima en Japón. Jamás he oído de tales casos de envenenamiento por aquí.

– ¿De dónde pudo proceder el veneno que mató a la dama Harume? -preguntó Sano-. ¿Busco a un asesino con un especial conocimiento de hierbas? ¿Un hechicero, un sacerdote, un médico?

– Tal vez. Pero hay herbolarios que venden venenos ilegales a cualquiera que pueda pagarlos. -El doctor Ito ordenó a Mura que retirase los ratones. Después adoptó una expresión meditabunda-. Esos mercaderes suelen vender venenos comunes como el arsénico, que puede mezclarse con azúcar y espolvorearse sobre tartas, o antimonio, que se administra con té o vino. O fugu, el pez globo venenoso.

»Pero había un hombre que se convirtió en una leyenda entre médicos y científicos: un buhonero que viajaba por Japón recopilando remedios en aquellas regiones remotas y ciudades porteñas donde los lugareños poseen conocimientos médicos dejados por extranjeros antes de que cerraran Japón al libre comercio internacional. Se llamaba Choyei, y yo solía comprarle medicinas cuando pasaba por Kioto. Sabía de fármacos más que nadie. Comerciaba sobre todo con sustancias benéficas, aunque también vendía venenos a científicos que, como yo mismo, deseaban estudiarlos. Y circulaban rumores de que sus productos habían causado la muerte de varios altos funcionarios del bakufu.

– ¿No estará en Edo ahora? -preguntó Sano-. Si el vendedor de venenos nos informara de algún comprador reciente de bish, podría resolverse el asesinato de la dama Harume.

– Hace años que no veo a Choyei, ni oigo nada de él. Debe de tener mi edad, si todavía vive. Un tipo raro y huraño que vagaba por donde le apetecía, sin seguir un plan concreto, disfrazado de mendigo. Oí que era prófugo de la justicia.

Aunque la historia lo desanimó, Sano no perdió la esperanza.

– Si Choyei está aquí, lo encontraré. Y existe otra posible ruta para dar con el asesino. -Sano levantó el frasco de tinta-. Trataré de descubrir dónde consiguió esto la dama Harume, y quién pudo haberle metido veneno.

– ¿Tal vez el amante por el que se tatuó? -sugirió el doctor Ito-. Por desgracia, la dama Harume no se marcó el nombre en la carne, como a menudo hacen las cortesanas, pero es normal que quisiera ocultar su identidad, si no se trataba del sogún.

– Porque pueden despedir a una concubina, o incluso ejecutarla, por infidelidad a su señor -asintió Sano-. Y el lugar escogido para el tatuaje sugiere que deseaba mantenerlo en secreto. -Volvió a empaquetar las pruebas-. Tengo previsto entrevistar a la madre del sogún y a la funcionaria mayor. Tal vez puedan darme información sobre quiénes podrían haber deseado la muerte de la dama Harume.

El doctor Ito acompañó a Sano hasta el patio, ya ensombrecido por la llegada del crepúsculo.

– Gracias por tu ayuda, Ito-san, y por el regalo -dijo Sano-. Cuando llegue el cadáver de la dama Harume, volveré para presenciar su examen.

Después de cargar las pruebas en las alforjas, Sano montó deseoso de continuar la investigación, pero reacio a volver al castillo de Edo. ¿Encontraría al asesino antes de que el miedo agudizara las peligrosas tensiones personales y políticas que allí existían? ¿Podría evitar convertirse en víctima de las maquinaciones y conspiraciones?

5

El crepúsculo otoñal descendió sobre Edo. En un cielo de poniente de color dorado pálido, las nubes bosquejaban volutas como escrituras de humo. En las casas de los campesinos, las viviendas de los mercaderes y las grandes mansiones de los daimio -los señores que tienen tierras-, los faroles brillaban sobre las puertas y en las ventanas. Una luna casi llena salió entre las primeras estrellas, heraldos de la noche que servían de guía a una partida de caza que atravesaba el coto boscoso del castillo de Edo. Porteadores cargados de cofres con vituallas seguían a los criados que guiaban a los caballos y a los perros entre ladridos. Delante, los cazadores armados con arcos avanzaban a pie entre los árboles, sobre los cuales los pájaros remontaban en vuelo vespertino.