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Yanagisawa recordaba haber llorado tan sólo una vez en aquellos años atroces: el día, frío y lluvioso, del funeral de su hermano. A la edad de diecisiete años, Yoshihiro se había hecho el haraquiri. Mientras los sacerdotes entonaban sus cánticos, Yanagisawa y Kiyoko lloraban con amargura, los únicos de los dolientes que manifestaban alguna emoción.

– ¡Basta ya! -susurraron sus padres entre golpes-. Qué despliegue tan patético de debilidad. ¿Qué pensará la gente? ¿Por qué no podéis honrar a la familia, como hizo Yoshihiro?

Pero Yanagisawa y Kiyoko sabían que el suicidio ritual de su hermano no había sido un gesto de honor. Yoshihiro, el hermano mayor, había sucumbido a la presión de ser el principal depositario de las ambiciones familiares. Nunca a la altura de las expectativas de sus padres, se había matado para evitarse más angustias. Yanagisawa y Kiyoko no lloraban por él sino por ellos mismos, porque sus padres habían canjeado sus vidas por un puesto más elevado en la sociedad.

Kiyoko, casada a los quince años con un acaudalado funcionario, había perdido un hijo durante una de las palizas de su marido, y volvía a estar embarazada. Y Yanagisawa, con once años, llevaba tres como paje y objeto sexual de su señor. Su ano sangraba con los asaltos del daimio; su orgullo había sufrido mortificaciones incluso peores.

Entonces, mientras el humo de la pira funeraria flotaba sobre el crematorio, se obró un cambio en el interior de Yanagisawa. El llanto agotó el sufrimiento acumulado en su corazón hasta que sólo quedó una amarga determinación. Yoshihiro había muerto por ser débil. Kiyoko era una niña desvalida. Pero Yanagisawa juró que algún día llegaría a ser el hombre más poderoso del país. En aquel momento, nadie volvería a usarlo, castigarlo o humillarlo. Se vengaría de aquellos que le hubieran hecho daño. Todos acatarían sus deseos; todos temerían su ira.

Once años después, Tokugawa Tsunayoshi tuvo referencias de un joven cuya belleza e inteligencia le habían facilitado un rápido avance entre las filas de los vasallos del daimio Takei. Tsunayoshi, aficionado a los varones hermosos, convocó a Yanagisawa al castillo de Edo. El joven había madurado de forma espléndida; era deslumbrantemente guapo, con ojos oscuros e intensos. Cuando los guardias de palacio lo escoltaron a los aposentos de Tsunayoshi, el futuro sogún de veintinueve años dejó caer el libro que estaba leyendo y lo miró embelesado.

– Magnífico -dijo. Sus rasgos finos y afeminados se cargaron de admiración. A los guardias les ordenó-: Dejadnos.

A esas alturas, Yanagisawa conocía sus limitaciones y sus cualidades. La condición relativamente baja de su clan impedía su entrada en las filas más altas del bakufu, al igual que la falta de riqueza, pero había aprendido a sacar partido de los talentos que le confirieran los dioses de la fortuna. En ese instante, en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi observó lujuria, debilidad de mente y espíritu y ansia de aprobación. Yanagisawa sonrió para sus adentros. Hizo una reverencia sin molestarse en arrodillarse antes, la primera de las muchas libertades que se tomaría con el futuro sogún, quien, humilde en su arrobamiento, le devolvió la reverencia. Yanagisawa se acercó a la tarima y recogió su libro.

– ¿Qué leéis, excelencia? -preguntó.

– El, ah, ah… -Tartamudeando de excitación, Tsunayoshi temblaba junto a Yanagisawa-. El sueño de las mansiones rojas.

Yanagisawa se sentó con descaro en la tarima y leyó del clásico de la novela erótica china. Su lectura, perfeccionada por el estudio y los castigos de la infancia, era impecable. Hacía pausas entre pasajes y sonreía con procacidad a los ojos de Tsunayoshi. Este se sonrojó. Yanagisawa extendió la mano. El futuro sogún la aferró con avidez.

Llamaron a la puerta, y entró un funcionario.

– Excelencia, es la hora de vuestra reunión con el Consejo de Ancianos. Tienen que exponeros el estado de la nación y solicitar vuestra opinión sobre las nuevas políticas de gobierno.

– Ahora, ah…, ahora estoy ocupado. ¿No podemos aplazarlo? Además, no creo tener opiniones sobre nada. -Tsunayoshi miró a Yanagisawa como pidiéndole que lo rescatara. En ese momento Yanagisawa vio el camino hacia el futuro que había imaginado. Sería el compañero de Tsunayoshi y aportaría las opiniones de las que carecía el estúpido dictador. Por mediación de Tokugawa Tsunayoshi, Yanagisawa gobernaría Japón. Esgrimiría el poder de vida y muerte que tiene el sogún sobre sus ciudadanos.

– Asistiremos los dos a la reunión -anunció. El funcionario frunció el entrecejo ante tamaña impertinencia, pero Tsunayoshi asintió mansamente. Al salir juntos de la habitación, Yanagisawa le susurró a su nuevo señor-: Cuando acabe la reunión, tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos mejor.

Cuando Tokugawa Tsunayoshi accedió a la dignidad de sogún, Yanagisawa paso a ser chambelán. Antiguos superiores cayeron bajo su mando. Se apropió de las tierras de Takei y dejó desamparados al daimio y a todos sus vasallos, entre ellos a su padre. Recibió cartas urgentes de sus empobrecidos progenitores que le suplicaban piedad. Con una jubilosa sensación de desquite, denegó su ayuda a la familia que lo había criado para ser exactamente lo que era. Pero Yanagisawa jamás olvidó lo precario de su posición. El sogún lo idolatraba, pero un sinfín de nuevos rivales pugnaban por el cambiante favor de Tsunayoshi. Yanagisawa dominaba el bakufu, pero ningún régimen era eterno.

La voz cascada del anciano Makino sacó al chambelán de sus cavilaciones:

– Deberíamos estudiar la posible epidemia y planear el modo de evitar que tenga consecuencias graves.

– No habrá epidemia -dijo Yanagisawa. Las sendas del bosque se desvanecían en la maraña de árboles a medida que disminuía el resplandor del cielo, pero Yanagisawa mantuvo el paso-. A la dama Harume la envenenaron.

Los ancianos gritaron de asombro y exclamaron: «¿Envenenada?», «Pero si no hemos oído nada», «¿Cómo lo sabéis?»

– Oh, sé cómo enterarme de las cosas.

El chambelán tenía espías en el Interior Grande, así como en todo Edo. Estos agentes sometían a vigilancia a las personas importantes, espiaban sus conversaciones y rebuscaban entre sus pertenencias.

– Habrá problemas -advirtió Makino-. ¿Qué vamos a hacer?

– No tenemos que hacer nada -dijo Yanagisawa-. El sosakan Sano investiga el asesinato.

De repente, un plan cobró forma en su cabeza. Utilizando el caso de asesinato de la dama Harume podría destruir a Sano y a su otro rival. Yanagisawa tenía ganas de dar voz a su regocijo, pero el plan precisaba extrema discreción. Necesitaba el tipo de cómplice que no se encontraba entre la compañía presente. Detuvo la procesión en un claro y se dirigió a su séquito.

– Ya podéis iros.

Los ancianos partieron con alivio; se quedaron tan sólo los sirvientes personales de Yanagisawa.

– Deseo descansar y refrescarme -anunció-. Montad mi refugio.

Los criados descargaron los pertrechos y erigieron un recinto parecido al empleado por los generales como cuartel general en el campo de batalla: colgaron paramentos de seda de un armazón cuadrado de madera, a cielo descubierto. En el interior dispusieron esterillas, faroles encendidos y braseros de carbón, y sirvieron sake y comida. Apostaron guardias en el exterior, y Yanagisawa se recostó en un futón. En realidad, con el castillo entero a su disposición, no necesitaba aquel refugio improvisado, pero le encantaba el espectáculo de ver afanarse a otros hombres por su comodidad y el aire clandestino de un encuentro nocturno al raso. ¿Y acaso no era él semejante a un general que formase a sus tropas para el ataque?

– Tráeme a Shichisaburo -le ordenó a un sirviente, que se apresuró a obedecer.

Mientras esperaba, la punzada sensual de la lujuria aumentó su excitación. Shichisaburo, primer actor de la compañía de teatro no de los Tokugawa, era su amante de turno. Versado en la venerable tradición y práctica del amor masculino, también tenía otras utilidades…