– Dale dinero al sacerdote Ryuko, y él se encargará de todo.
– ¿Qué pasa si el chambelán Yanagisawa o el Consejo de Ancianos se oponen? -La voz de Tokugawa Tsunayoshi vaciló al mencionar la desaprobación de sus subordinados.
– Les dices que tu decisión es la ley -dijo la dama Keisho-in.
– Sí, madre -suspiró el sogún.
Al oír la llegada de pasos por el corredor, Sano se apartó con prontitud de la puerta, violento y abatido por lo que había presenciado. Los rumores acerca de la influencia de Keisho-in sobre Tokugawa Tsunayoshi eran ciertos. Ella era una ferviente budista, dominada por el ambicioso y fatuo Ryuko, su sacerdote favorito y, según había oído Sano, su amante. Sin duda, Ryuko la había convencido de que le pidiese dinero al sogún. El que tuvieran tanto poder en sus manos suponía una grave amenaza para la estabilidad nacional. A lo largo de la historia, el clero budista había reclutado ejércitos para desafiar el dominio samurái. Y qué ironía que Tsunayoshi tuviese sirvientes para protegerle de concubinas poco escrupulosas, pero no de la mujer más peligrosa de todas.
Chizuru dobló la esquina, se acercó a la estancia de su señora y asomó la cabeza por la puerta. Tras alguna señal del interior de la cámara, se volvió y dijo:
– La dama Keisho-in os recibirá ahora.
Entraron en la habitación. La dama Keisho-in estaba sola, fumando de su pipa. No había señales del sogún, pero los cortinajes de brocado del fondo se movían, como si alguien se hubiese escurrido entre ellos. Sano e Hirata se arrodillaron e hicieron una reverencia.
– El sosakan Sano y su vasallo mayor, Hirata -anunció Chizuru, arrodillada cerca de la dama Keisho-in.
La madre del sogún estudió a sus visitantes con franco interés.
– ¿De manera que éstos son los hombres que han resuelto tantos misterios desconcertantes? ¡Qué emoción!
Vista de cerca, no parecía tan joven como al principio. Su rostro redondo de rasgos menudos y regulares tal vez había sido atractivo en algún momento, pero el polvo blanco ya no lograba ocultar las profundas arrugas de su piel. El carmín brillante de labios y mejillas prestaba una semblanza de vitalidad que contradecía el blanco venoso y amarillento de sus ojos. La papada abultaba por encima de un pecho exuberante que había caído con la edad, y su pelo negro poseía la oscuridad uniforme y artificial del tinte. Su sonrisa revelaba una dentadura ennegrecida por la cosmética con dos huecos en la hilera superior que le conferían un aspecto vulgar y plebeyo. Y plebeya era, pensó Sano, recordando su historia.
Keisho-in era hija de un verdulero de Kioto. A la muerte de su padre, su madre pasó a ser criada y amante de un cocinero de la casa del imperial príncipe regente. Allí Keisho-in trabó amistad con la hija de una distinguida familia de Kioto. Cuando la amiga se convirtió en concubina del sogún Tokugawa Iemitsu, se la llevó al castillo de Edo con ella y Keisho-in pasó a ser a su vez concubina de Iemitsu. A los veinte años había dado a luz a su hijo Tsunayoshi y hecho suya la condición más alta que una mujer podía alcanzar: consorte oficial de un sogún y madre del siguiente. Desde aquel momento, Keisho-in había nadado en la abundancia gobernando las dependencias de las mujeres.
– Mi honorable hijo me ha hablado mucho de vuestras aventuras -dijo la dama-; me alegra conoceros.
Con una caída de ojos dedicada a ambos, desplegó el encanto coqueto que debió de encandilar al padre de Tokugawa Tsunayoshi. Después, suspiró.
– Pero qué ocasión más triste os trae aquí: la muerte de la dama Harume. ¡Qué tragedia! Todas las mujeres tememos por nuestra vida. -Sin embargo, al parecer no estaba en la naturaleza de Keisho-in el permanecer triste mucho tiempo, pues, con una seductora sonrisa para Sano, añadió-: Pero ahora que habéis venido a salvarnos, estoy más tranquila. Vuestro criado le dijo a Chizuru que deseáis nuestra ayuda para evitar una epidemia. No tenéis más que decir lo que hemos de hacer. Estamos ansiosas de ser utilidad.
– La dama Harume no murió de una enfermedad, de modo que no habrá epidemia -dijo Sano, aliviado al encontrar tan buena disposición en la madre del sogún. Dados su rango y su influencia, podía oponerse a la investigación si así lo deseaba; todas las habitantes del Interior Grande eran sospechosas en aquel caso, incluida ella. En cuanto a los sentimientos de Chizuru, Sano tenía sus dudas. La expresión de la otoshiyori permaneció neutra, pero su rígida postura era indicio de resistencia-. La dama Harume fue asesinada, con veneno.
Por un momento, las dos mujeres se quedaron mirándolo; ninguna habló. Sano detectó un destello de emoción ininteligible en los ojos de Chizuru antes de que los desviara. Entonces la dama Keisho-in exclamó:
– ¿Veneno? ¡Qué horror! -Con los ojos y la boca abiertos, se recostó en los cojines entre jadeos-. No puedo respirar. ¡Necesito aire! -Chizuru corrió a ayudar a su señora, pero la dama Keisho-in la apartó con un gesto y le hizo señas a Hirata-. Joven, ayúdame!
Con una incómoda mirada a Sano, el joven vasallo se acercó a la dama Keisho-in. Recogió su abanico y empezó a darle aire con vigor. Pronto su respiración se hizo regular; su cuerpo se relajó. Cuando Hirata la ayudó a enderezarse, se apoyó en él un momento y le sonrió a la cara.
– Qué fuerte y guapo y cortés. Arigato.
– Do itashimashite -masculló Hirata, que volvió a su puesto junto a Sano con un suspiro de alivio.
Sano lo miró con preocupación. Normalmente Hirata era capaz de conservar el aplomo al enfrentarse con testigos de cualquier sexo o clase; en aquella ocasión, se arrodilló con la cabeza baja y los hombros hundidos. ¿Cuál era el problema? Por el momento, Sano reflexionó sobre las reacciones de estas mujeres. ¿Era la noticia del envenenamiento realmente una novedad para ellas? El desmayo de Keisho-in había parecido genuino, pero Sano se preguntaba si la otoshiyori supo o sospechó de la posibilidad de un asesinato con anterioridad.
– ¿Quién querría matar a la pobre Harume? -dijo Keisho-in con tono quejumbroso. Dio una calada a su pipa y una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco en el espeso maquillaje blanco-. Una niña tan dulce, tan encantadora y vivaracha. -Entonces recuperó sus maneras coquetas. Le dedicó a Hirata una sonrisa flanqueada de hoyuelos-. Harume me recordaba a mí misma de joven. Hubo un tiempo en que fui una gran belleza, la favorita de todos. -Suspiró-. Y Harume era igual. Muy popular. Cantaba y tocaba el samisén de maravilla. Sus bromas nos hacían reír a todas. Por eso la incluí entre mis doncellas. Sabía hacer feliz a la gente. Yo la quería como a una hija.
Sano miró a Chizuru. La otoshiyori tenía los labios apretados; exhaló aire una vez: era evidente que no compartía la visión que su señora tenía de la chica muerta.
– ¿Qué opinión os merecía la dama Harume? -le preguntó-. ¿Qué tipo de persona os parece que era?
– No me corresponde tener opiniones sobre las concubinas de su excelencia -contestó remilgadamente.
Sano notó que Chizuru podría hablarle largo y tendido de la dama Harume, pero no quería contradecir a su señora.
– ¿Tenía la dama Harume algún enemigo en palacio que quisiera verla muerta? -preguntó a las dos mujeres.
– Desde luego que no. -Keisho-in soltó una enfática bocanada de humo-. Todo el mundo la quería. Y aquí en el Interior Grande nos llevamos todas muy bien. Como hermanas.
Pero incluso las hermanas discutían, y Sano lo sabía. En el pasado, algunas peleas en el Interior Grande habían acabado en asesinato. Para afirmar que quinientas mujeres, apiñadas en un espacio tan reducido, convivían en completa armonía, Keisho-in tenía que ser tonta de remate o una mentirosa. Chizuru carraspeó y dijo en tono vacilante:
– Había desavenencias entre Harume y otra concubina. La dama Ichiteru. No se… entendían.
Keisho-in se quedó boquiabierta y mostró el hueco de sus dientes caídos de forma poco favorecedora.