El dedo de Ichiteru bordeó la punta de su virilidad. Hirata se tragó un gemido. Una vuelta y otra. Después aferró el rígido mástil y empezó a manipularlo. Arriba y abajo. El corazón de Hirata daba brincos; su placer fue en aumento. En escena, el marido ultrajado, Jimbei, asestaba la estocada fatal a su hermano. La cabeza de Bannojo salió volando. La mano de Ichiteru se desplazaba arriba y abajo con hábiles movimientos. Tenso y sin aliento, Hirata se acercaba al borde del clímax. Se olvidó de la investigación, ya no le importaba que alguien los viera.
Entonces Jimbei, abrumado por la pena, se hizo el haraquiri junto a los cadáveres de su esposa, su hermano y su cuñada. De repente, la obra acabó y el público rompió a aplaudir. Ichiteru retiró la mano.
– Adiós, honorable detective… Ha sido un encuentro muy interesante. -Con ojos modestamente bajos y la cara oculta por el abanico, hizo una reverencia-. Si necesitáis mi ayuda para algo más… no dudéis en hacérmelo saber.
Hirata, privado del alivio que necesitaba, la miró boquiabierto y lleno de frustración. Por la conducta de Ichiteru, se diría que el incidente no había llegado a producirse. Demasiado confuso para hablar, se levantó para irse, pugnando por recordar lo que había averiguado en la entrevista. ¿Cómo podía ser una despiadada asesina una mujer a la que tanto deseaba? Por primera vez en su carrera, Hirata sentía que su objetividad profesional lo abandonaba.
Desde detrás de los cortinajes del escenario se oyó la solemne voz del cantor:
– Acaban de presenciar una historia real que ilustra cómo la traición, el amor prohibido y la ceguera ocasionaron una terrible tragedia. Les agradecemos su asistencia.
11
Los eta -los manipuladores de cadáveres- situaron el cuerpo amortajado sobre la mesa del taller del doctor Ito en el depósito de Edo. Sano y el doctor observaban cómo Mura desenvolvía los pliegues de paño blanco. Los ojos de la dama Harume estaban vidriosos, y la descomposición galopante había empalidecido su piel. El hedor dulzón y nauseabundo de la podredumbre impregnó el ambiente. Aún llevaba el manchado vestido de seda roja; su cara y su pelo enmarañado seguían sucios de sangre y vómito. Ciertamente, Hirata se había asegurado de que nadie tocase la prueba. Consciente de lo que cabía esperar, Sano experimentó tan sólo una punzada momentánea de repulsión, pero el doctor Ito parecía conmocionado.
– Tan joven… -murmuró. Como conservador de la morgue, había examinado un sinfín de cuerpos en peores condiciones; pero su cara se pobló de unas arrugas de dolor que lo avejentaron. Con voz sombría añadió-: Yo tuve una hija.
Sano recordaba que la hija pequeña de Ito había muerto de unas fiebres a la misma edad que Harume. Desde que lo arrestaran, también había perdido el contacto con sus otros hijos.
Sano y Mura guardaron silencio, con las cabezas bajas en señal de respeto por el dolor de su amigo, expresado en tan pocas ocasiones. Después el doctor Ito carraspeó y habló con su habitual tono seco y profesionaclass="underline"
– Bueno. Veamos qué puede decirnos la víctima sobre su asesinato. -Caminó en torno a la mesa mientras estudiaba el cadáver de Harume-. Pupilas dilatadas; espasmo muscular; vómito de sangre: síntomas que confirman mi diagnóstico original de envenenamiento por toxina para flechas. Pero a lo mejor eso no es todo. Mura, ¿podrías quitarle el vestido?
A pesar de su carácter transgresor, el doctor Ito respetaba la costumbre de dejar que los eta manipularan los cuerpos. De ahí que Mura realizase la mayor parte del trabajo físico de los reconocimientos, bajo la supervisión de su señor. En aquel caso, cogió un cuchillo y desgarró la ropa para separarla del cuerpo rígido de Harume. Los pezones oscuros y el tatuaje ejercían un violento contraste con su cérea palidez. Sus miembros eran lisos y estaban perfectamente depilados, su piel sin mácula. Sano se sentía grosero al violar la intimidad de una mujer que sin duda se había tomado tantas molestias por su cuidado personal.
El doctor Ito se inclinó sobre el torso del cadáver con el entrecejo fruncido.
– Aquí hay algo. -Y extendió un pañuelo blanco de algodón sobre el abdomen de Harume para protegerse del contaminante contacto de los muertos. Palpó y apretó con los dedos.
– ¿Qué es? -preguntó Sano.
– Una hinchazón. Tal vez sea efecto del veneno o de cualquiera otra anormalidad. -El doctor se irguió y miró a Sano con expresión grave-. Pero he tratado a muchas mujeres a lo largo de mi carrera médica. O mucho me equivoco, o la dama Harume estaba en las primeras etapas del embarazo.
Un abrumador peso de desconsuelo sacudió el pecho de Sano como el badajo de hierro de una campana de templo. Un embarazo implicaría preocupantes ramificaciones para el caso, y también para él.
La mirada del doctor Ito transmitía una preocupación y una comprensión tácitas, pero no era de los que se acobardan ante la verdad.
– La disección es el único modo de asegurarnos.
Sano tomó aliento y lo contuvo, manteniendo a raya el miedo que lo atenazaba. La disección, un procedimiento asociado a la ciencia extranjera, era tan ilegal entonces como cuando arrestaron al doctor Ito. En el curso de otras investigaciones, Sano se había expuesto al destierro y al deshonor en aras del conocimiento. Hasta la fecha, el bakufu no había descubierto su participación en prácticas prohibidas -incluso los espías más ávidos evitaban el depósito de Edo-, pero Sano temía que se acabara su suerte. Le aterrorizaba verificar el estado de Harume y los consiguientes peligros. Sin embargo, un embarazo ofrecía una miríada de posibles móviles para su asesinato; si no los investigaba, tal vez nunca identificara al asesino. Por otro lado, jamás rehuía la verdad. Suspiró con resignación.
– Muy bien -le dijo al doctor-. Adelante.
A una señal de su señor, Mura sacó un cuchillo largo y delgado de un armarito. El doctor Ito retiró el pañuelo del abdomen de la dama Harume y, sobre él, esbozó en el aire marcas con el índice.
– Corta aquí y aquí, así.
Con cuidado, Mura insertó la aguzada hoja en la carne muerta, trazó un largo tajo horizontal por debajo del ombligo y dos perpendiculares más cortos, uno a cada extremo del primer corte. Retiró las capas de piel y tejido y dejó a la vista los intestinos, rosados y enroscados.
– Sácalos -ordenó el doctor Ito.
Cuando Mura los cortó y los depositó en una bandeja, se desprendió un intenso hedor fecal. A Sano se le revolvió el estómago; el aura impura de la contaminación ritual lo envolvía. No importaba las veces que hubiera presenciado disecciones, seguían enfermándole el cuerpo y el espíritu. En la cavidad del cadáver de la dama Harume vio una estructura carnosa en forma de pera del tamaño de un puño. De ella nacían dos tubos finos y curvados cuyos extremos se abrían en abanicos fibrosos parecidos a anémonas de mar, para unirse a dos saquitos como uvas.
– Los órganos de la vida -explicó el doctor.
La vergüenza exacerbaba la incomodidad de Sano. ¿Qué derecho tenía él, un hombre y un extraño, a observar las partes más íntimas del cuerpo de una mujer muerta? Pero una creciente curiosidad movía su atención mientras Mura rajaba la matriz y la dejaba abierta. El interior albergaba una espumosa cápsula interna de tejido. Y, acurrucado en su interior, un minúsculo bebé nonato, como una salamandra rosa y desnuda, no más largo que el dedo de Sano.