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– De modo que tenías razón -dijo Sano-. Estaba embarazada.

La cabeza bulbosa del niño empequeñecía su cuerpo. Los ojos eran manchas negras en una cara apenas formada; las manos y los pies, meras zarpitas fijadas a unos miembros endebles. La piel estaba surcada de venas rojas finas como hilos que se extendían entre un arrecife de huesos delicados. Un cordón retorcido comunicaba el ombligo con el revestimiento del útero. Un vestigio de cola alargaba la diminuta rabadilla. Sano contemplaba esta nueva maravilla lleno de asombro. ¡Qué milagrosa era la creación de la vida! Pensó en Reiko. ¿Se consumaría su problemático matrimonio y tendría hijos que sobrevivieran, como no lo había logrado aquél? Sus esperanzas parecían tan frágiles como la criatura muerta. Después, las preocupaciones profesionales y políticas eclipsaron sus problemas domésticos.

¿Había muerto la dama Harume porque el asesino quería destruir al niño? Los celos podrían haber impulsado a la dama Ichiteru o al teniente Kushida, rival y pretendiente repudiado. Sin embargo, le vino a la mente un motivo más ominoso.

– ¿Puedes determinar el sexo de la criatura? -preguntó.

El doctor Ito extendió el niño con la punta de una sonda de metal y examinó los genitales, un minúsculo brote entre las piernas.

– Sólo tiene unos tres meses. Es demasiado pronto para saber si habría sido niño o niña.

Aquella incertidumbre no alivió las preocupaciones de Sano. El niño muerto podría haber sido el tan deseado heredero del sogún. Alguien podría haber asesinado a la dama Harume para menoscabar las posibilidades de continuidad del mandato de Tokugawa. Aquella explicación suponía una grave amenaza para Sano. A menos que…

– ¿Es posible que el sogún hubiera engendrado un hijo? -El doctor Ito dio voz al pensamiento no expresado de Sano-. Al fin y al cabo, las preferencias sexuales de su excelencia son bien conocidas.

– El diario íntimo de la dama Harume hace referencia a un romance secreto -dijo Sano, y describió el fragmento- Su amante podría ser el padre de la criatura, si es que no se limitaron al tipo de actividades que Harume relató. Quizá lo averigüe hoy cuando visite al caballero Miyagi Shigeru.

– Os deseo suerte, Sano-san.

La cara del doctor reflejaba los deseos de Sano. El caso se complicaba; un peligro mortal ensombrecía la investigación. Si el niño pertenecía a otro hombre, Sano estaba a salvo. Pero si era del sogún, el asesinato de la dama Harume, pasaba a ser traición: era no sólo el homicidio de una concubina, si no el de la propia carne de Tokugawa Tsunayoshi, un crimen merecedor de la ejecución. Y si Sano fallaba a la hora de llevar al traidor ante la justicia, también él podía ser castigado con la muerte.

12

Por las calles de Nihonbashi avanzaba una procesión de soldados y sirvientes, ataviados con la grulla dorada del emblema de la familia Sano, escoltando un palanquín negro con el mismo símbolo grabado en sus puertas. En su mullido interior iba Reiko, tensa y nerviosa, ajena a las pintorescas escenas del Edo mercantil. Desobedecer las órdenes de su esposo acarrearía a ciencia cierta el divorcio y la vergüenza al clan Ueda, pero seguía decidida a continuar con su ilícita investigación. Tenía que demostrar su competencia tanto a Sano como a sí misma. Y para adquirir la información necesaria debía emplear todos los recursos que poseía.

Bajo la superficie de la sociedad de Edo se extendía una red invisible compuesta por esposas, hijas, familiares, criadas, cortesanas y otras mujeres vinculadas a los poderosos clanes samurái. Ellas recogían hechos con tanta eficacia como la metsuke -la agencia de espionaje de los Tokugawa- y los difundían de palabra. La propia Reiko era un eslabón de aquella laxa pero eficiente red. Como hija de un magistrado, a menudo había intercambiado noticias del Tribunal de Justicia por información exterior. Esa mañana se había enterado de que Sano había identificado a dos sospechosos del asesinato, el teniente Kushida y la dama Ichiteru. Las buenas costumbres no le permitían encontrarse con dos extraños sin que un conocido común los presentara antes, y no osaría arriesgarse a la ira de Sano abordándolos directamente. Sin embargo, la fuerza de la red femenina de información residía en su capacidad para sortear ese tipo de obstáculos.

El cortejo rodeó el mercado central de alimentos, donde los vendedores regían puestos atestados de rábanos blancos, cebollas, cabezas de ajos, raíces de jengibre y verduras. Los recuerdos llevaron una sonrisa a los labios de Reiko. A los doce años se había escapado de casa de su padre en busca de aventuras. Disfrazada de niño, con un sombrero para taparse el pelo y espadas a la cintura, se había confundido con la multitud de samuráis que paseaban por las calles de Edo. Un día, en ese mismo mercado, había topado con dos ronin que robaban en un puesto de frutas y pegaban al pobre vendedor.

– ¡Alto! -gritó Reiko, desenvainando la espada.

Los ladrones se rieron.

– Ven a por nosotros, niño -la incitaron, con las armas desenfundadas.

Cuando Reiko acometió a estocadas y tajos, el regocijo de los ladrones se tornó en sorpresa y luego en furia. Sus aceros chocaron con el de ella muy en serio. Los compradores huyeron; los samuráis que pasaban por allí se metieron en la refriega. Reiko se asustó; sin pararse a pensarlo había provocado una buena trifulca. Pero le encantó la emoción de su primera batalla real. Mientras luchaba, alguien le dio un codazo en la cara; escupió un trozo de diente roto. Luego llegó la policía, desarmó a los espadachines y los redujo a base de porrazos; les ató las manos y los hizo desfilar hacia la cárcel. Un doshin agarró a Reiko. Mientras forcejeaba se le cayó el sombrero. Su larga cabellera se derramó.

– ¡Dama Reiko! -exclamó el doshin.

Se trataba de un hombre amable que a menudo se paraba a conversar con ella cuando visitaba la casa del magistrado por asuntos de negocios. Gracias a ello, después Reiko no se encontró en la cárcel con el resto de camorristas, sino de rodillas en el tribunal de su padre.

El magistrado Ueda la miraba furibundo desde el estrado.

– ¿Qué significa esto, hija?

Temblando de miedo, Reiko se lo explicó.

Su padre no perdió el semblante adusto, pero una sonrisa de orgullo pugnaba por salir de su boca.

– Te sentencio a un mes de arresto domiciliario. -Era el castigo habitual para samuráis camorristas cuando no había muertes de por medio-. Después buscaré una vía de escape más apropiada para tu energía.

Desde aquel momento el magistrado la había dejado presenciar los juicios, a condición de que se mantuviera alejada de las calles. El diente roto, aunque la avergonzaba, era también su trofeo de batalla, el símbolo de su valor, su independencia y su rebelión frente a la injusticia. En el momento presente, mientras el palanquín la introducía por una calle de tiendas con carteles vistosos sobre unos portales con cortinas, sentía la misma emoción que en aquella lejana batalla y los juicios que había observado. Tal vez careciera de experiencia como detective, pero sabía instintivamente que por fin había encontrado el uso adecuado para sus talentos.

– ¡Deteneos! -ordenó a sus escoltas.

El cortejo hizo un alto y Reiko se apeó del palanquín. Cuando corrió por la calle, sus escoltas trataron de seguirla. Pero Reiko no tardó en perderlos entre la multitud, formada en su mayor parte por mujeres, como bandadas de pájaros parlanchines con sus alegres quimonos. En aquellas tiendas vendían pócimas de belleza y ornamentos para el pelo, maquillajes y perfumes, pelucas y abanicos. Los pocos hombres presentes eran tenderos, dependientes o escoltas de las damas. Reiko se escabulló bajo la cortina añil de la entrada a la tienda de Soseki, un afamado tratante de ungüentos.

La sala, iluminada por ventanas y claraboyas abiertas, contenía anaqueles, armarios y cubos llenos de toda sustancia embellecedora imaginable: bálsamos medicinales, aceites y tintes para el pelo; jabón y productos para eliminar imperfecciones, así como brochas y esponjas para aplicarlos. Los dependientes atendían a sus clientas. Reiko dejó los zapatos en la entrada y avanzó por los atestados pasillos. Se paró en el mostrador de esencias de baño.