Allí había una mujer de casi cuarenta años que llevaba el quimono azul de las joro, las funcionarias de palacio de segundo grado. Delgada hasta resultar escuálida, con el pelo recogido hacia arriba, se dirigía al dependiente en tono autoritario.
– Me llevaré diez frascos de todas las esencias: de pino, de jazmín, de gardenia, de almendra y de naranja.
El dependiente tomó nota del pedido. La joro reunió a sus sirvientas y se dispuso a partir. Reiko la abordó.
– Buenos días, Eri-san -dijo con una reverencia.
Se trataba de una prima lejana por parte de madre, en un tiempo concubina de Iemitsu, el anterior sogún. En la actualidad, estaba a cargo de proveer a las necesidades personales de las dependencias de las mujeres; era, por tanto, una funcionaria de poca importancia a la que sin duda Sano relegaría al final de su lista de testigos. Pero Reiko sabía que Eri también era el centro de la rama palaciega de la red de cotilleos femeninos. A través de las criadas, Reiko había seguido la pista de Eri hasta el Soseki, y pretendía aprovecharse de lo que su prima conocía. Pese a todo, Reiko se dirigió a Eri con cautelosa timidez.
– ¿Me concedéis un minuto para charlar? -Desde la muerte de su madre, el clan Ueda había mantenido escasos contactos con la familia de Eri. La posición de su prima la había aislado más si cabe, y Reiko suponía que podía guardarle resentimiento a una pariente más joven, más guapa y bien casada. Pero Eri acogió a Reiko con una exclamación de entusiasmo.
– ¡Reiko-chan! Cuánto tiempo. La última vez que te vi no eras más que una niña; cómo has crecido. ¡Y encima casada! -Antigua beldad, Eri había perdido la hermosura de su juventud. La edad se le manifestaba en las raíces grises del pelo teñido y en las planicies demacradas de su rostro, pero el calor de sus ojos y su sonrisa no habían disminuido. «Cuando Eri te miraba -recordaba Reiko-, te sentías especial, como si dispusieras de su completa atención.» Sin duda ése era el modo en que había embelesado a su señor, y por lo que ahora lograba que la gente le contara secretos-. Ven conmigo donde podamos hablar tranquilas.
Al momento, estaban cómodamente instaladas en una trastienda, con sake, frutas secas y pasteles, cortesía del propietario. Dado que las damas de alto rango no podían beber en los salones de té públicos ni comer en los tenderetes, muchos establecimientos del barrio ofrecían espacios en los que las clientas podían tomarse un refrigerio. Aquellas habitaciones, vedadas a los hombres, a menudo servían de centro de intercambio de cotilleos. A través de las paredes de papel, Reiko vislumbraba las sombras de otras mujeres, oía su parloteo y sus risas.
– Ahora cuéntame todas las novedades de tu vida -dijo Eri mientras servía una taza de licor caliente para cada una. Reiko enseguida relató a su prima todo lo concerniente a su boda, los regalos que había recibido y la decoración de su nuevo hogar. A duras penas consiguió contenerse antes de revelarle sus problemas con Sano, maravillada ante el talento de Eri para extraer información personal. ¡Qué gran detective habría sido! Pero Reiko no pensaba partir habiendo contado más de lo que había descubierto.
– Estoy muy interesada en el asesinato de la dama Harume -dijo mientras mordisqueaba un melocotón seco-. ¿Qué sabes de eso?
Eri dio un sorbo de su taza y vaciló.
– Tu marido investiga el asesinato, ¿verdad? -Una repentina cautela enfrió sus maneras, y Reiko percibió la desconfianza de Eri hacia los hombres en general, y el bakufu en particular-. ¿Te ha enviado a interrogarme?
– No -confesó Reiko-. Me ordenó que me mantuviera al margen de la investigación. No sabe que estoy aquí, y se enfadaría si se enterase. Pero yo quiero resolver el misterio. Quiero demostrar que una mujer puede ser tan buen detective como un hombre. ¿Me ayudarás?
Una chispa de malicia iluminó los ojos de Eri. Asintió y levantó una mano.
– Antes tienes que prometerme que me contarás todo lo que sepas sobre los progresos de tu marido en el caso.
– De acuerdo. -Reiko reprimió una punzada de culpabilidad por su deslealtad hacia Sano. Era justo: tenía que pagar el precio de la información que necesitaba y, al rechazar Sano su colaboración, ¿acaso no se había ganado el castigo de que todas las mujeres de Edo conocieran sus actividades? Aun cuando el recuerdo de su deseo agitara su corazón, la determinación de Reiko no flaqueaba. Dio cuenta de las noticias cosechadas entre las doncellas que escuchaban a escondidas mientras limpiaban los barracones de los detectives de Sano-. Hoy mi marido se entrevista con el teniente Kushida y la dama Ichiteru. ¿Podría alguno de ellos haber asesinado a Harume?
– Las mujeres del Interior Grande hacen apuestas sobre quién de los dos lo hizo -dijo Eri-. La dama Ichiteru va en cabeza.
– ¿Cómo es eso?
Eri esbozó una triste sonrisa.
– Las concubinas y sus damas de compañía son jóvenes. Románticas. Inocentes. Las tribulaciones de un pretendiente rechazado conmueven sus tiernos corazoncitos. No entienden cómo un hombre pueda amar a una mujer tanto como Kushida amaba a la dama Harume, y al mismo tiempo odiarla lo bastante para matarla.
– Pero habrá pruebas que hayan llevado a otras mujeres a creer que Kushida es culpable.
– Cielos, hablas igual que un policía, Reiko-chan. Tu marido es tonto si no acepta tu ayuda. -Soltó una carcajada-. Pues bien, te diré algo que es probable que él desconozca y que no va a descubrir. El día antes de que expulsaran al teniente Kushida, un guardia lo pilló en la habitación de la dama Harume. Tenía las manos en el armario donde guardaba la ropa interior. Al parecer Kushida quería robarle algo.
«O meter el veneno», pensó Reiko.
– El incidente no llegó a ser denunciado -prosiguió Eri-. Kushida es el oficial superior de aquel guardia y lo obligó a mantener silencio. Nadie se habría enterado de lo sucedido si una doncella no los hubiese oído discutir y me lo hubiese contado. El guardia nunca hablará, porque se juega el puesto si la administración de palacio descubre que ha protegido a alguien que ha quebrantado las reglas. -Eri hizo una pausa-. Y yo no difundí la historia porque Kushida jamás había dado problemas y parecía un suceso sin importancia. Ahora me gustaría haber acudido a Chizuru. De haberlo hecho, a lo mejor Harume no habría muerto.
Tras las excusas de Eri, Reiko veía el auténtico motivo de que hubiese guardado silencio: a pesar de su experiencia mundana, su corazón era tan tierno como el de esas jóvenes concubinas; también le tenía simpatía al teniente Kushida. Pero había dejado clara la oportunidad que tuvo para el asesinato.
– ¿Por qué se tiene a la dama Ichiteru por la principal sospechosa? -preguntó.
Eri frunció los labios; era evidente que la concubina le inspiraba tanto desagrado como pena Kushida.
– Ichiteru oculta bien sus emociones; por sus modales, nadie adivinaría que sentía por Harume algo que no fuera desprecio hacia una campesina de baja estofa. Jamás admitirá lo rabiosa que estaba cuando el sogún dejó de dormir con ella porque prefería a Harume.
»Pero un día del verano pasado las damas fueron de excursión al templo de Kannei. Estaba reuniéndolas para el viaje de vuelta, cuando oí gritos en el bosque. Corrí y me encontré a Ichiteru y a Harume en el suelo, peleándose. Ichiteru estaba encima de Harume y le pegaba, gritando que la mataría antes que dejar que le arrebatara el lugar de favorita del sogún. Las separé. Tenían la ropa sucia y la cara ensangrentada y llena de arañazos. Harume lloraba, e Ichiteru estaba enloquecida de furia. Las mantuve a distancia y les dije a las demás que se habían lastimado por una caída en el bosque.