– ¿Y tampoco se notificó este incidente?
Eri sacudió la cabeza.
– Podría haber perdido mi puesto por no saber mantener el orden entre las chicas que estaban a mi cargo. Ichiteru no quería que nadie se enterara de que se había comportado de una forma tan poco digna. Y Harume tenía miedo de meterse en líos.
En opinión de Reiko, la dama Ichiteru tenía un motivo mucho más claro para el asesinato que el teniente Kushida. La concubina también había amenazado a Harume, y podría haber rematado el ataque envenenándola.
– ¿Vio alguien a la dama Ichiteru en la habitación de Harume o sus inmediaciones poco antes de su muerte?
– Cuando pregunté entre las mujeres, todas dijeron que no. Pero eso no significa que Ichiteru no fuera allí. Podría haber ido a escondidas cuando nadie la veía. Y tiene amigas que mentirían por ella.
Móvil y posible oportunidad, decidió Reiko. La dama Ichiteru parecía cada vez más sospechosa pero, para demostrar su culpabilidad, Reiko necesitaba un testigo o pruebas.
– ¿Me dejarías hablar con las otras mujeres y me ayudarías a registrar la habitación de Ichiteru? -preguntó.
– Mmmm. -Eri parecía tentada, pero después frunció el entrecejo y sacudió la cabeza-. Mejor no arriesgarse. Va contra las reglas llevar extraños al Interior Grande. Incluso tu marido necesitará un permiso especial, aunque dudo que encuentre nada. Ichiteru es lista. Si es la asesina, se habrá deshecho del veneno que le sobrara.
Reiko estaba decepcionada, pero no demasiado. Tan sólo le hacía falta encontrar un modo de sortear las reglas, las mentiras y los subterfugios que protegían el Interior Grande.
Eri la contemplaba con preocupación.
– Prima, espero que no vayas demasiado lejos jugando a los detectives. Aparte de tu marido, hay otros hombres en el bakufu a los que no les gusta que las mujeres se entrometan en asuntos que no son de su incumbencia. Prométeme que serás sensata.
– Lo seré -prometió Reiko, aunque la referencia desdeñosa de Eri a sus empeños la molestó. Cuando un hombre investigaba un asesinato, se consideraba trabajo y cobraba por él. Pero una mujer sólo podía «jugar» al mismo oficio. Sin pararse a pensar, Reiko dijo-: Eri, creo que sería fantástico tener un trabajo de verdad en el castillo, como tú. ¿Estás contenta de haberte convertido en funcionaria de palacio en vez de casarte?
La boca de su prima se torció en una sonrisa de lástima afectuosa por su inocencia.
– Sí, me alegro. He visto demasiados matrimonios malos. Disfruto de mi autoridad. Pero no idealices mi posición, Reiko-chan. La conseguí complaciendo a un hombre, y sirvo bajo los dictados de otros hombres. La verdad es que no soy más libre que tú, que sirves sólo a tu marido.
Aquella deprimente verdad convenció a Reiko de que debía encontrar su propio camino en la vida. Después, al ver una súbita expresión de congoja en el rostro de Eri, preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Acabo de recordar una cosa -dijo Eri-. Hará unos tres meses, en plena noche, la dama Harume se puso gravemente enferma con dolor de estómago. Le di un emético para hacerla vomitar y un sedante para que durmiera. Pensé que le habría sentado mal la comida y no me molesté en informar del problema al doctor Kitano porque por la mañana ya estaba mejor. Y, al poco tiempo, una daga le pasó rozando en una calle llena de gente del distrito de Asakusa, el Día Cuarenta y Seis Mil. -Era un popular festival religioso-. Nadie sabe quién la lanzó. Jamás se me ocurrió que los dos sucesos estuviesen relacionados, pero ahora…
Reiko vio lo que Eri quería decir. Con el calor del verano, los alimentos estropeados a menudo causaban indigestiones. Las armas que salían disparadas durante las batallas entre bandidos o samuráis duelistas ponían en peligro a los transeúntes inocentes. Sin embargo, a la luz del asesinato de Harume, otra posible explicación conectaba estos dos accidentes.
– Parece que alguien intentó matar a Harume con anterioridad -comentó Reiko.
Pero ¿era la dama Ichiteru, el teniente Kushida o alguien todavía desconocido?
13
Tras dejar el teatro de marionetas Satsuma-za, Hirata cabalgó sin rumbo por la ciudad. Transcurrieron las horas mientras revivía cada minuto pasado con la mujer que deseaba pero que jamás tendría. No podía pensar en nada que no fuera la dama Ichiteru.
Al final, pese a todo, su excitación física remitió lo suficiente para que cobrara conciencia de sus acciones. En lugar de trabajar en la investigación del asesinato, había perdido una mañana entera en ensoñaciones sin futuro. Y había viajado inadvertidamente hasta su antiguo territorio: la jefatura de policía, situada en la esquina meridional del distrito administrativo de Edo. Al ver los conocidos y altos muros de piedra y el aluvión de doshin, presos y agentes que atravesaban las custodiadas puertas, Hirata recobró el sentido común. Se dio cuenta de lo que había sucedido, y se maldijo por estúpido.
La dama Ichiteru había evitado responder a todas sus preguntas. ¿Cómo iba a explicarle a Sano que había fracasado al indagar si Ichiteru tenía móvil y oportunidad para el asesinato de la dama Harume? Había estropeado por completo el crucial interrogatorio de un sospechoso importante. Ahora era capaz de admitir que las evasivas de Ichiteru manifestaban su culpabilidad. Además, pensó Hirata con abatimiento, una mujer de su clase no coquetearía con un hombre de la suya, si no fuera por motivos poco escrupulosos.
Aun así, reconocerlo no hacía que dejara de desearla, ni de esperar que fuera inocente, y que ella también lo deseara a él. Aunque temía otro episodio de fracaso y humillación, anhelaba verla de nuevo. ¿Debería volver al teatro y exigirle respuestas claras? Sus entrañas bullían de sangre caliente ante la idea de estar con Ichiteru y acabar lo que habían empezado. A regañadientes decidió que no se hallaba en condiciones de conducir un interrogatorio objetivo; antes tenía que recuperar el control sobre sus sentimientos. Además, Hirata tenía otras pistas que investigar aparte de la dama Ichiteru. Por fortuna, sus instintos de detective lo habían llevado al lugar adecuado.
Entró en el complejo de la policía. Después de darle su caballo a un mozo de cuadras, cruzó el patio rodeado por los barracones que una vez habitara como doshin y entró en el edificio principal, una laberíntica estructura de madera. En la sala de recepción, los agentes firmaban su entrada o salida de servicio y entregaban delincuentes. Desde una plataforma elevada, cuatro empleados despachaban mensajes y atendían a los visitantes.
– Buenos días, Uchida-san -saludó Hirata al empleado jefe.
Uchida, un hombre mayor de rostro bonachón, le dedicó a Hirata una sonrisa de bienvenida.
– Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí. -La comisaría siempre era una fuente de información y Uchida, por cuyo despacho pasaba toda esa información, había demostrado muchas veces ser un valioso confidente-. ¿Cómo va la vida en el castillo de Edo?
Tras el intercambio de cortesías, Hirata le expuso el motivo de su visita.
– ¿Algún informe sobre un viejo mercachifle que vende drogas raras?
– Nada oficial, pero he oído un rumor que a lo mejor te interesa. Algunos jóvenes de familia rica de mercaderes de los distritos de Suruga, Ginza y Asakusa supuestamente han localizado una substancia que induce trances y hace que el sexo sea más divertido. Como no hay ninguna ley que lo prohíba, y los consumidores no sufren ni causan ningún daño, la policía no ha arrestado a nadie. Se dice que el traficante es un hombre con el pelo blanco y sin nombre. -Uchida soltó una risilla-. Es a él a quien buscan los doshin, sobre todo, creo, para probar ellos la droga.
– Un hombre con pociones de placer también podría tener venenos -dijo Hirata-. Parece que podría tratarse del que ando buscando. Si se llega a saber algo de su paradero, házmelo saber.