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– Encantado, si tú me recomiendas a tus amigos importantes cuando repartan los ascensos. -Uchida le guiñó un ojo.

Hirata salió de la jefatura, montó su caballo frente a la puerta… y pensó de inmediato en la dama Ichiteru. Se obligó a concentrarse en el trabajo que tenía entre manos. Suruga, Ginza y Asakusa estaban separados por una considerable distancia; al parecer el traficante anónimo de drogas cubría todo Edo, y a esas alturas ya podría haberse trasladado. En vez de entrevistarse con los doshin que lo habían denunciado, Hirata iba a explotar otra mejor, si bien no oficial, fuente de información.

Tal vez la actividad le hiciera olvidar a la dama Ichiteru.

El gran arco de madera del puente de Ryogoku salvaba el río Sumida y unía Edo con los distritos rurales de Honjo y Fukagawa, en las orillas orientales. Por debajo del puente, balsas y botes de pesca surcaban el agua, un espejo reluciente que reflejaba el vívido follaje otoñal de las orillas y el azul del cielo. Repicaban las campanas de los templos con tañidos que vibraban sonoros en el aire despejado.

Los cascos de la montura de Hirata resonaron en los tablones de madera del puente cuando se incorporó al torrente de tráfico que se dirigía al extremo opuesto; una zona conocida como Ryogoku Honjo Muko («Ryogoku del Otro Lado»), que se había desarrollado en años recientes a medida que la población de Edo desbordaba el abarrotado centro urbano. Habían drenado las marismas, y ahora la ribera estaba jalonada de almacenes y embarcaderos. A la sombra del templo del Desamparo -erigido sobre el lugar de sepultura de las víctimas del gran incendio ocurrido hacía treinta y tres años- había surgido un floreciente barrio mercantil. Ryogoku Honjo Muko se había convertido también en un popular enclave de diversión. Campesinos y ronin acudían en masa al amplio cortafuegos y frecuentaban salones de té, restaurantes, tugurios de cuentacuentos y garitos donde los hombres jugaban a las cartas, apostaban a las carreras de tortugas o tiraban flechas a una diana para ganar premios. Escabrosos carteles con animales salvajes anunciaban una casa de fieras. Los voceadores gritaban señuelos; los buhoneros vendían dulces, juguetes y fuegos artificiales. Hirata se encaminó hacia una popular atracción, donde se había congregado una gran multitud frente a una plataforma elevada. Sobre ella había un hombre de aspecto extraordinario.

Llevaba un quimono azul, calzas de algodón, sandalias de esparto y una cinta roja en la cabeza. Un pelo negro y agreste recubría no sólo su cráneo sino todas las partes de su cuerpo que quedaban a la vista: mejillas, barbilla, cuello, tobillos, el dorso de las manos y de los pies y un poco de pecho en el escote de su quimono. Unas cejas pobladas casi tapaban sus ojos brillantes como cuentas de vidrio; una boca de dientes afilados sonreía desde su mostacho.

– ¡Entrad en la Casa de los Monstruos de la Rata! -gritaba, señalando una cortina que tenía detrás-. ¡Veréis al enano de Kanto y la Bodhisattva viviente! ¡Presenciaréis otras curiosidades asombrosas de la naturaleza!

La Rata no era menos anómalo que sus monstruos. Procedía de la remota isla septentrional de Hokkaido, donde, a causa de los fríos inviernos, a los hombres les cubría una capa de vello corporal. Los Ainu, como los llamaban, recordaban a los simios, eran muy primitivos y, por lo general, mucho más altos que el resto de los japoneses. Bajo y nervudo, la Rata debía de haber sido el enano de su tribu, y muy ambicioso. De joven, había llegado a Edo a buscar fortuna. Un mercader de tabaco lo había dejado vivir en la trastienda de su cuchitril, y cobraba a los clientes por dejar que lo vieran. Su semblante de roedor le había ganado su apodo; su visión para los negocios había convertido la oferta suplementaria del mercader en aquella afamada y lucrativa casa de los monstruos. Unos veinte años más tarde, la Rata ya era propietario del establecimiento, que había heredado a la muerte de su amo.

– ¡Adelante! -invitó-. ¡La entrada sólo cuesta diez zeni!

El público, monedas en mano, formó una cola delante de la cortina. La Rata bajó de un salto de la tarima para hacerlos pasar; su ayudante, un gigante de abultada musculatura, recogía el dinero de las entradas. Hirata se incorporó a la cola. Al ver sus manos vacías el gigante gruñó y frunció el entrecejo.

– Es a ti a quien vengo a ver -le dijo a la Rata.

– Ah, Hirata-san. -Los ojillos brillantes de la Rata adquirieron un destello de astucia codiciosa; se frotó las zarpas peludas-. ¿Qué puedo hacer hoy por vos?

– Necesito información.

La Rata, que campaba por Edo y sus provincias en continua búsqueda de nuevos monstruos, también recogía novedades. Complementaba sus ingresos con la venta de información selecta. Cuando era agente de policía, Hirata lo había atrapado durante una redada en un burdel ilegal, y la Rata había trocado su puesta en libertad por información, revelándole a Hirata el paradero de un forajido que llevaba años eludiendo a la policía de Edo. Desde entonces, Hirata lo había usado a menudo de confidente. Sus precios eran altos, pero el servicio era fiable.

– Será mejor que entréis -dijo la Rata. Hablaba con acento pueblerino y extranjero-. La función está a punto de empezar, y tengo que anunciar los números. Podemos hablar entre tanto.

Hirata lo siguió al interior del edificio, donde el público se agolpaba en una angosta habitación frente al telón bajado de un escenario. La Rata se encaramó a él. Ensalzó las maravillas que estaban a punto de presenciar y empujó a la muchedumbre a un frenesí ansioso y vocinglero; entonces anunció:

– ¡Y ahora os presento al enano de Kanto!

Se abrió el telón y apareció una figura grotesca, la mitad de alto que un hombre normal, con cabeza grande, cuerpo enano y extremidades cortas. Ataviado con chillones ropajes teatrales, entonó una canción de un popular drama kabuki. El público vitoreó. La Rata se unió a Hirata entre bastidores.

– Busco a un vendedor ambulante de drogas llamado Choyei -dijo Hirata, y le refirió la escasa información que disponía sobre el hombre.

La Rata exhibió una sonrisa asilvestrada.

– De modo que queréis saber quién vendió y quién compró el veneno que mató a la concubina del sogún. No es cosa fácil dar con alguien que no quiere que lo encuentren. Hay muchos escondrijos en Edo.

Hirata no se dejó engañar. La Rata siempre comenzaba las negociaciones haciendo hincapié en la dificultad de obtener determinada información.

– Treinta monedas de cobre si me lo encuentras para mañana -dijo Hirata-. Si es más tarde, veinte.

En el escenario, el enano acabó su canción.

– Disculpad -dijo la Rata. Saltó al escenario y anunció-: ¡ La Bodhisattva viviente!

Entre vítores redoblados, apareció una mujer. Llevaba un vestido sin mangas para mostrar sus tres brazos. Adoptó poses que recordaban las estatuas de muchos brazos de la deidad budista de la piedad y después invitó a varios miembros del público a apostar en cuál de las tres tazas puestas boca abajo se ocultaba un cacahuete. La Rata volvió con Hirata.

– Cien monedas de cobre, cuando sea que encuentre a vuestro hombre.

Siguieron otros números: un gordo danzante; un hermafrodita que cantaba las partes masculinas y femeninas de un dúo. Las negociaciones continuaron. Al final Hirata dijo:

– Setenta monedas de cobre si lo encuentras en dos días, cincuenta si es después, y nada si yo encuentro a Choyei primero. Esa es mi última oferta.

– De acuerdo, pero quiero un anticipo de veinte monedas para cubrir gastos -dijo la Rata.

Hirata asintió y le dio las monedas. La Rata las guardó en la bolsa que llevaba a la cintura y fue a anunciar el número final.

– Y ahora, el acontecimiento que todos estabais esperando: ¡Fukurokujo, dios de la sabiduría!

Salió a escena un chico de unos diez años. Tenía los rasgos diminutos como los de un bebé, los ojos cerrados y la cabeza prolongada en una elevada calva que recordaba la del legendario dios. Del público surgieron gritos de asombro.