– ¡Por un suplemento de cinco zeni, Fukurokujo os dirá la buenaventura! -gritó la Rata; el público avanzó, presuroso. A Hirata le dijo-: Para sellar nuestro trato, os regalo una buenaventura. -Lo llevó al escenario y puso su mano sobre la frente del niño-. Oh, gran Fukurokujo, ¿qué ves en el futuro de este hombre?
Con los ojos todavía cerrados, el «dios» dijo con voz estridente e infanticlass="underline"
– Veo una bella mujer. Veo peligro y muerte. -Mientras el público prorrumpía en «Ohs» y «Ahs», el chico clamó-: ¡Cuidado, cuidado!
El recuerdo de la dama Ichiteru asaltó de nuevo a Hirata. Vio su cara adorable e impasible; sintió su mano sobre él; oyó una vez más la música de las marionetas que subrayaba su deseo. Volvió a experimentar la incitante mezcla de lujuria y humillación. Incluso al recordar sus artimañas y a pesar del castigo por tener trato con la concubina del sogún, anhelaba a Ichiteru con terrorífica pasión. Sabía que tenía que volver a verla, si no para repetir la entrevista y arruinar su reputación profesional, sí para ver adónde llevaría su encuentro erótico.
14
El emblema dorado que lucía sobre la entrada a la residencia del caballero Miyagi Shigeru, de la provincia de Tosa, representaba una pareja de cisnes enfrentados, con las alas desplegadas en un círculo plumoso que se tocaba en las puntas. Sano llegó al anochecer, cuando los samuráis desfilaban de camino a casa por las calles en penumbra. Un anciano criado lo llevó al interior de la mansión, en cuya entrada dejó los zapatos y las espadas. El distrito daimio de Edo había sido reconstruido después del gran incendio; por tanto, la casa de Miyagi databa de un periodo reciente. Pero su interior parecía antiguo: la ebanistería del pasillo se había oscurecido con el tiempo y probablemente había sido rescatada de una edificación anterior. En el aire flotaba un vago olor a decadencia, como si procediera de siglos de humedad, humo y aliento humano. En el salón, una fantasmagórica melodía concluía en el momento en que el criado hacía pasar a Sano y anunciaba:
– Honorables caballero y dama Miyagi, Sano Ichiro, sosakan-sama del sogún.
La habitación estaba ocupada por cuatro personas: un samurái canoso reclinado entre cojines de seda, una mujer de mediana edad de rodillas a su lado y dos bellas jovencitas sentadas juntas, una con un samisén, la otra con una flauta. Sano se arrodilló, hizo una reverencia y se dirigió al hombre:
– Caballero Miyagi, estoy investigando el asesinato de la concubina del sogún, y debo haceros unas cuantas preguntas.
Por un momento, todos contemplaron a Sano con silente recelo. Ardían unas lámparas cilíndricas que dotaban a la sala de un ambiente íntimo y nocturno. El calor de los braseros de carbón ahuyentaba el frío otoñal. La divisa de los cisnes de los Miyagi se repetía en círculos grabados en las vigas del techo y en los pilares, en los emblemas dorados de las mesas y en los armaritos laqueados, y en la seda marrón de la bata del caballero. A Sano le transmitía una sensación de mundo ensimismado, cuyos habitantes percibían a los demás como extraños. El aura de un perfume, aceite de gaulteria para el pelo, y un olor almizcleño apenas perceptible formaban un capullo alrededor de ellos, como si exudaran su propia atmósfera. Entonces habló el caballero Miyagi:
– ¿Podemos ofreceros un refrigerio?
Señaló una mesa baja sobre la que había una tetera, tazas, una bandeja con pipas y tabaco, y una botella de sake, más un espléndido surtido de frutas, pasteles y sushi.
Según la costumbre, Sano lo rehusó con educación; fue persuadido y entonces aceptó cortésmente.
– Me preguntaba si acabaríais averiguándolo. -El caballero Miyagi tenía el cuerpo delgado y desgarbado y la cara larga. Sus ojos inclinados hacia abajo lucían húmedos y brillantes, al igual que sus labios gruesos y mojados. Le pendían bolsas de piel de las mejillas y el cuello. Su voz cansina era reflejo de su lánguida postura-. Bueno, supongo que tendría que haber esperado que mi conexión con Harume llegaría a saberse en algún momento; la metsuke es muy eficiente. Lo que me alegra es que haya sido después de su muerte, cuando ya apenas puede importar. Preguntadme lo que deseéis.
Sano no corrigió la impresión del daimio de que habían sido los espías de Tokugawa los descubridores de la relación, para así reservarse la posible ventaja de mantener en secreto el diario de la concubina.
– Tal vez debiéramos hablar a solas -dijo Sano, con una mirada hacia la dama Miyagi. Necesitaba los detalles íntimos del romance, que tal vez el caballero quisiera ocultarle a su esposa.
– Mi esposa se queda -dijo éste, no obstante-. Ya sabe todo sobre lo mío con la dama Harume.
– Somos primos, unidos en matrimonio de conveniencia -explicó la dama Miyagi. En efecto, tenía un parecido asombroso con su marido; idéntica tez, rasgos faciales y figura delgada. Pero su postura era rígida y sus ojos, de un marrón opaco y sin lustre; su boca sin pintar mostraba resolución. Tenía la voz grave y varonil. Mientras que todo en el caballero Miyagi indicaba debilidad y sensualidad, ella parecía una cáscara seca y dura en su quimono de brocado-. No necesitamos ocultarnos secretos. Pero a lo mejor sí que necesitamos un poco más de intimidad. ¡Copo de Nieve! ¡Gorrión! -Hizo un gesto a las jóvenes, que se levantaron y se arrodillaron ante ella-. Son las concubinas de mi esposo -dijo. Sano se sorprendió, porque las había tomado por hijas de la pareja. Con un cachete maternal a cada una, añadió-: Podéis iros. Seguid practicando vuestra música.
– Sí, honorable dama -dijeron las chicas a coro. Hicieron una reverencia y salieron de la sala.
– ¿De modo que sabíais que vuestro esposo se veía en secreto con Harume en Asakusa? -preguntó Sano a la dama Miyagi.
– Por supuesto. -La boca de la mujer se curvó en una sonrisa que dejó a la vista sus dientes ennegrecidos por la cosmética-. Yo me encargo de todos los entretenimientos de mi señor. Junto a ella, el caballero Miyagi asintió con complacencia-. Yo misma selecciono a sus concubinas y cortesanas. El verano pasado trabé conocimiento con la dama Harume y se la presenté a mi marido. Yo organicé cada una de las citas, enviándole cartas a Harume para decirle cuándo debía presentarse en la posada.
Había esposas que llegaban a extremos increíbles en su afán por servir a sus maridos, pensó Sano. Aunque aquel contubernio le ocasionaba un hormigueo de repelús, deseaba que Reiko poseyera algo de la disposición a complacer que tenía la dama Miyagi.
– Asumisteis un gran riesgo al encariñaros con la concubina del sogún -le comentó a Miyagi.
– El peligro me proporciona un gran deleite. -El daimio se estiró con suntuosidad. Sacó la lengua y sus labios se humedecieron de saliva.
Auténtico devoto de las delicias de la carne, parecía agudamente consciente de toda sensación física. Llevaba la bata como si notara la suave caricia de la seda en su piel. Cogió una pipa de tabaco de la bandeja de metal y chupó con lenta deliberación, suspirando al soltar el humo. Parecía casi infantil en su franco placer. Mas Sano veía una sombra siniestra tras los ojos entrecerrados. Recordó lo que sabía de los Miyagi.
Se trataba de un clan menor, más célebre por su disipación sexual que por el liderazgo político. Rumores de adulterio, incesto y perversión perseguían a miembros tanto masculinos como femeninos, aunque sus riquezas les eximían de las consecuencias legales. Al parecer, el actual daimio seguía las tradiciones familiares, que en algunos casos incluían la violencia.
Dirigiéndose tanto al marido como a la mujer, Sano preguntó:
– ¿Sabíais que Harume tenía planeado tatuarse?
El caballero Miyagi asintió y fumó. Su mujer respondió:
– Sí, lo sabíamos. Fue deseo de mi marido que Harume le demostrara su devoción rasgando su cuerpo como prenda de amor. Yo escribí la carta en la que se lo pedíamos.