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El caballero Miyagi suspiró y sacudió la cabeza con los ojos bajos.

– De acuerdo. No, no penetré a Harume.

– ¡Pues claro que no! -El estallido de la dama Miyagi sobresaltó a Sano, así como al caballero Miyagi, que se puso derecho de una sacudida. Su mujer fulminó a Sano con la mirada-. ¿Acaso creéis que mi marido sería tan idiota para poseer a la concubina del sogún y jugarse la vida? Nunca la tocó; ni siquiera una vez. ¡Nunca lo haría!

¿No lo haría, o no podría? Ahí estaba la pasión que Sano había detectado en la dama Miyagi, aunque no comprendía su vehemencia.

– Decís que organizasteis la relación de vuestro esposo con Harume. Aparte del peligro, ¿por qué os molesta tanto la idea de que la tocara?

– No me molesta. -Con evidente esfuerzo, la dama Miyagi recobró la compostura, aunque un feo rubor manchaba sus mejillas-. Me parece que ya os he explicado mi actitud para con las mujeres de mi señor -dijo con frialdad.

En el silencio que siguió, el daimio se encogió entre sus cojines como si quisiera desaparecer. Sus dedos jugueteaban con un pliegue de su bata, recreándose en el tacto de la seda. La dama Miyagi seguía inmóvil y rígida, y se mordía los labios. Del pasillo llegaban las risas ligeras de las concubinas. Estaba claro que marido y mujer mentían sobre algo: ¿su relación con Harume o sus sentimientos hacia ella? ¿Estaban ya al tanto de su embarazo porque el daimio era el responsable? ¿Y por qué ocultar la verdad? ¿Para evitar el escándalo y el castigo por la relación prohibida? ¿O para evitar los cargos de asesinato?

– Se está haciendo tarde, sosakan-sama -dijo por fin la dama Miyagi. Su marido asintió, aliviado de que ella hubiese tomado las riendas de la situación-. Si tenéis alguna pregunta más, tal vez tendríais la amabilidad de volver en algún otro momento.

Sano se inclinó.

– Puede que lo haga -replicó mientras se levantaba. Sin pensar, preguntó al caballero Miyagi-: ¿Qué posada empleabais con la dama Harume para vuestros encuentros?

Miyagi vaciló.

– La Tsubame, en Asakusa -respondió por fin.

Cuando el criado lo escoltó de camino a la salida, se volvió para descubrir que los Miyagi lo observaban con aire grave e inescrutable. En cuanto salió por la entrada, casi pudo notar que su mundo extraño y reservado se cerraba tras él, como una membrana que se sellara. Le quedó una sensación soterrada e impura, como si el contacto con ese mundo le hubiera contaminado el espíritu. Pero Sano tenía que sondear sus secretos, por medios indirectos si era necesario. Tal vez cuando Hirata diera con el vendedor de venenos, la búsqueda los condujera de nuevo a los Miyagi. Además, la historia de la relación entre el caballero Miyagi y la dama Harume tenía otra vertiente: la de ella. Indagar en su vida podía proporcionar respuestas que desviaran la amenaza del fracaso y la ejecución que pendía sobre Sano. Pero en aquel momento sus pensamientos apuntaban hacia su hogar.

Sano montó en su caballo y se dirigió hacia el bulevar. En los portales custodiados de las mansiones de los daimio los faroles estaban encendidos. La luna se alzaba en el cielo nocturno sobre el castillo de Edo, encaramado a su colina, donde esperaba Reiko. El recuerdo de su belleza y su lozana inocencia asaltó a Sano como una fuerza purificadora que se llevó por delante la contaminación de su encuentro con los Miyagi. Tal vez aquella noche él y Reiko pudieran hacer las paces y empezar de nuevo su matrimonio.

15

Los aullidos de los perros resonaban de una punta a otra de Edo, como si un millar de animales anunciaran la hora que llevaba su nombre. La noche sumergía la ciudad en una oscuridad invernal, extinguiendo las luces y despoblando las calles. La luz de la luna convertía el río Sumida en una cinta de plata liquida. En el extremo de un embarcadero, corriente arriba lejos de la ciudad, se alzaba un pabellón. Los faroles suspendidos en los aleros del tejado iluminaban las banderas con el emblema de los Tokugawa y los muros decorados con dragones grabados en oro y esmalte. El agua reflejaba su imagen invertida y titilante. Había guardias apostados en el embarcadero y en un pequeño bote anclado a cierta distancia de la ribera boscosa, velando por la seguridad y la privacidad del único ocupante del pabellón.

Dentro, el chambelán Yanagisawa, sentado en el suelo cubierto de tatamis, estudiaba documentos oficiales a la vacilante luz de unas lámparas de aceite. Los restos de su cena estaban esparcidos en una bandeja junto a él; el humo de un brasero de carbón flotaba hasta salir por las ventanas de listones. Aquél era el lugar favorito de Yanagisawa para sus reuniones secretas, lejos del castillo de Edo y de oídos indiscretos. Aquella noche le habían llegado informes procedentes de espías de la metsuke que acababan de volver de misiones en provincias. Ahora esperaba su última cita, que tenía que ver con el asunto más importante de todos: el estado de su estratagema contra el sosakan Sano.

Sonaron voces y pasos en el embarcadero. Yanagisawa lanzó los papeles a un banco con cojines y se puso en pie. Miró por la ventana y vio a un guardia que escoltaba a una pequeña figura por el embarcadero hacia el pabellón. Yanagisawa sonrió al reconocer a Shichisaburo, vestido con sus multicolores ropajes de brocado del teatro. La anticipación le aceleró el pulso. Abrió la puerta y dejó entrar una ráfaga de aire frío.

Por el embarcadero, Shichisaburo se acercaba contoneándose con ritual gracilidad, como si saliese a un escenario de no. Al ver a su señor, los ojos se le encendieron con convincente placer. Hizo una reverencia y cantó:

Ahora danzaré el baile de la luna, mis mangas son nubes al vuelo, bailando, cantaré mi alegría, una y otra vez mientras dure la noche.

Era una cita de la obra Kantan, escrita por el gran Zeami Motokiyo, que trataba de un campesino chino que tenía un vívido sueño en el que ascendía al trono del emperador. Yanagisawa y Shichisaburo a menudo disfrutaban representando escenas de sus dramas favoritos, y Yanagisawa respondió con los versos siguientes:

Y aun así, mientras dura la noche, el sol ya brilla en lo alto, mientras pensamos que aún es de noche, el día ha llegado ya.

El deseo difundió calor por el cuerpo de Yanagisawa. El chico era un actor magistral y su belleza, cautivadora. Pero, por el momento, los negocios se imponían al placer. Yanagisawa hizo entrar a Shichisaburo al pabellón y cerró la puerta.

– ¿Has ejecutado las órdenes que te di anoche?

– Oh, sí, mi señor.

A la luz de las lámparas, el rostro del actor irradiaba felicidad. Su presencia impregnaba la sala de la fragancia fresca y dulce de la juventud. Embriagado, el chambelán Yanagisawa inhaló con voracidad.

– ¿Tuviste algún problema para entrar?

– En absoluto, mi señor -dijo Shichisaburo-. Seguí vuestras instrucciones. Nadie me detuvo. Fue a la perfección.

– ¿Pudiste encontrar lo que necesitábamos?

A pesar de que estaban a solas, Yanagisawa no abandonaba su práctica habitual de hablar con circunloquios.

– Oh, sí. Estaba exactamente donde me dijisteis que estaría.

– ¿Te vio alguien?

El joven actor sacudió la cabeza.

– No, mi señor; fui cuidadoso. -Esbozó una sonrisa traviesa-. E incluso si alguien me hubiera visto, no habría sabido quién era o qué hacía.

– No, no lo habría sabido. -Al acordarse de su plan, Yanagisawa también sonrió-. ¿Dónde lo has dejado?

El actor se puso de puntillas para susurrarle al oído, y el chambelán soltó una risilla.

– Excelente. Lo has hecho muy bien.