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Su crudo simbolismo sexual y su obsesión morbosa con la muerte horrorizaban a Reiko. Alejándose en su fuero interno del caballero Miyagi, le dijo:

– Asakusa es uno de mis lugares favoritos, sobre todo en el Día Cuarenta y Seis Mil. ¿Fuisteis allí este año?

– Hay demasiada aglomeración para nosotros -respondió la dama Miyagi. Aunque sus constantes intromisiones molestaban a Reiko, daba gracias por la compañía de la dama, ya que a buen seguro el daimio no se atrevería a hacerle daño delante de su esposa-. Nunca vamos a Asakusa en las fiestas importantes.

– Pero este año hicimos una excepción, ¿no te acuerdas? -dijo el caballero Miyagi-. A mí me dolían los huesos, y tú pensaste que el humo curativo de la cuba de incienso de delante del templo de Kannon me ayudaría. -Soltó una risilla-. De verdad que estás perdiendo la memoria, prima.

Exultante de que él mismo se hubiera ubicado en Asakusa el día del atentado a la dama Harume, Reiko se dispuso a establecer su presencia en las inmediaciones de la concubina.

– Los alquequenjes del mercado eran espléndidos. ¿Los visteis?

– Por desgracia, mi mala salud no me permitió ese placer -dijo el daimio-. Descansé en el templo del jardín y dejé que mi mujer disfrutara a solas de las vistas.

La irritación de la dama Miyagi era evidente.

– Nos estamos alejando del propósito de este viaje. -Dio vueltas y más vueltas a su pincel entre las manos; su olor almizcleño creció en intensidad, como si lo avivara el calor de su cuerpo-. Compongamos otro poema. Esta vez empezaré yo.

¡Dejaré que el brillo de la luna llena limpie mi espíritu del mal!

El cielo se había oscurecido, sumergiendo la ciudad en la noche; las estrellas brillaban como gemas que flotaran en el resplandor difuso de la luna. Inspirada por el mito de dos constelaciones que se cruzaban una vez al año en otoño, Reiko garabateó un verso:

Tras el velo de la luna, en el río del cielo, el pastor y la costurera se encuentran.

El caballero Miyagi dijo:

Cuando los amantes se abrazan, deliro a la vista de su éxtasis prohibido. Después se separan, y él sigue su viaje, y la deja solapara encarar mi censura.

La mano fría del miedo se cerró sobre el corazón de Reiko al sopesar el significado de sus palabras. Estaba segura de sentarse al lado de un asesino que representaba las perversas fantasías implícitas.

– El amor prohibido es muy romántico -dijo ella-. Vuestro poema me recuerda un rumor que oí sobre la dama Harume.

– El castillo de Edo está lleno de rumores -dijo acerbamente la dama Miyagi-, y muy pocos son ciertos.

El caballero Miyagi no le prestó atención.

– ¿Qué oísteis?

– Harume se veía con un hombre en una posada de Asakusa. -Al ver un destello de preocupación en sus ojos húmedos, Reiko mantuvo su expresión de inocencia-. Qué osada fue al hacer una cosa así.

– Sí… -murmuró el daimio, como si hablara para sus adentros-. Los amantes en tales situaciones se exponen a consecuencias funestas. Qué suerte ha tenido él de que el peligro haya pasado.

Reiko apenas podía contener su emoción.

– ¿Creéis que el amante de Harume la mató para mantener en secreto su relación? También he oído que ella vivía otro romance -improvisó, preguntándose si Sano habría localizado al amante misterioso y deseando que pudiera ver lo bien que le iba su interrogatorio-. Se la estaba jugando de verdad, ¿no os parece?

«¿Los espiasteis, caballero Miyagi? -Reiko deseaba preguntar sin ambages-. ¿Estabais celoso? ¿Por eso la matasteis?»

– ¿Qué importancia tiene lo que hiciera Harume, ahora que está muerta? De verdad, este tema me parece repugnante -espetó la dama Miyagi.

– Es natural interesarse por los conocidos de uno -dijo el caballero con suavidad.

– No sabía que conocierais a Harume -mintió Reiko-. Decidme, ¿qué pensabais de ella?

Los ojos del daimio se enturbiaron al hacer memoria.

– Ella…

– Primo -dijo entre dientes la dama Miyagi, con una mirada fulminante.

El daimio pareció caer en la cuenta de la locura que era hablar de su amada asesinada.

– Todo forma parte del pasado. Harume está muerta. -Recorrió a Reiko con su mirada aceitosa-. Mientras que vos y yo estamos vivos.

– Esta mañana habéis dicho que Harume flirteaba con el peligro e invitaba al asesinato -insistió Reiko, decidida a concluir su causa contra el caballero Miyagi. Tenía la declaración que lo situaba en la escena del crimen; necesitaba la confesión-. ¿Fuisteis vos quien le dio lo que se merecía?

En el mismo momento en que lo decía, supo que había ido excesivamente lejos. Al ver la expresión anonadada del caballero Miyagi, esperó que fuera demasiado lento para darse cuenta de que prácticamente lo había acusado de asesinato. Entonces la dama Miyagi la agarró por la muñeca. Con una exclamación de sorpresa, Reiko se volvió hacia su anfitriona.

– En realidad no habéis venido aquí a ver la luna, ¿verdad? -dijo la dama Miyagi-. Trabasteis amistad con nosotros para poder espiarnos por orden del sosakan-sama. ¡Estáis tratando de cargarle el asesinato de Harume a mi marido! ¡Queréis destruirnos!

Su rostro había experimentado una asombrosa transformación. Sobre sus ojos llameantes, las arrugas trazaban muescas profundas en su ceño. Bufaba y mostraba los dientes negros en un gruñido. Reiko la miró atónita. Era como el punto álgido de un drama no cuando el actor que interpreta a una mujer amable y corriente revela su auténtica naturaleza al cambiarse de máscara y convertirse en un feroz dragón.

– No, no es verdad. -Reiko trató de zafarse de ella, pero las uñas de la dama Miyagi se le hundían en la carne-. ¡Soltadme!

– Prima, ¿de qué hablas? -lloriqueó el caballero Miyagi-. ¿Por qué tratas de este modo a nuestra invitada?

– ¿No ves que intenta demostrar que tú envenenaste a Harume y apuñalaste al vendedor de drogas del muelle de Daikon? Y contigo no hay manera de protegerse. ¡Has caído en la trampa!

El daimio sacudió la cabeza, aturdido.

– ¿Qué vendedor? ¿Cómo puedes atribuirle tan maliciosas intenciones a esta dulce y joven dama? Suéltala de inmediato. -Se inclinó hacia ellas y tiró de los dedos de su esposa-. ¿Por qué íbamos a necesitar protección? Yo no cometí todos esos horrores. Nunca he matado a nadie.

– No -dijo la dama Miyagi con voz llena de queda amenaza-. Tú, no.

De repente la verdad golpeó a Reiko como un puñetazo en el estómago. Las coartadas desbaratadas no incriminaban tan sólo al caballero Miyagi. La intención de su mujer había sido protegerse también ella.

– Vos sois la asesina -exclamó Reiko.

La dama Miyagi rió con sorna, un grave gruñido en las profundidades de su garganta.

– Si os ha hecho falta tanto tiempo para imaginároslo, es que no sois tan lista como os creéis.

– ¡Prima! -Cuando el caballero Miyagi cobró conciencia de la situación, cayó de rodillas. Su cara pareció desmoronarse: la carne blanda se hundía en torno a los agujeros de su boca abierta y a sus horrorizados ojos-. ¿Tú mataste a Harume? Pero ¿por qué?

– No importa -dijo con aspereza la dama Miyagi-. Harume ya no tiene importancia. Ahora el problema es ésta. Sabe demasiado. -Sus labios se curvaron en una maliciosa sonrisa dedicada a Reiko-. ¿Sabéis?, en realidad estoy bastante contenta de que seáis una espía. Ahora siento que lo que he planeado todo este tiempo está todavía más justificado.

– ¿Qué… qué es? -Todavía aturdida por su descubrimiento, Reiko se encogió ante la hostilidad que goteaba de la voz de la dama Miyagi.

– No os he dejado venir para que pudierais robarme el afecto de mi marido. No, os he traído aquí porque vi la ocasión perfecta para que salgáis de nuestra vida para siempre. Igual que hice con sus dos concubinas.