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O-sugi abrazó a Reiko y le dijo con tristeza:

– Mi joven señora, la vida será más fácil si os limitáis a aceptarla. -Y, con un esfuerzo por mostrarse animada, añadió-: Después de todas las emociones de la boda, debéis de estar muerta de hambre. ¿Qué me decís de un poco de té y bollos, de los rosas, los que llevan pasta dulce de castaña? -Era la golosina favorita de Reiko-. Ahora mismo los traigo.

La niñera salió cojeando de la habitación: su brutal marido le había tullido la pierna izquierda. Ver aquello prendió una furiosa determinación en el interior de Reiko. En ese lugar y momento se negó a dejar que el matrimonio le lisiara el cuerpo o la mente. No iba a quedar prisionera en aquella casa y echar a perder sus talentos y ambiciones. ¡Viviría!

Se levantó y cogió una capa del armario. Después fue a todo correr a la puerta de entrada, donde el personal de Sano descargaba los regalos de boda.

– ¿En qué puedo ayudaros, honorable señora? -inquirió el criado mayor.

– No necesito nada -respondió Reiko-. Voy a salir.

– Una dama no puede salir a solas, sin más, del castillo. Va en contra de la ley -dijo el criado con altivez.

Este organizó una escolta de doncellas y soldados. Encargó un palanquín y seis hombres y la instaló en el ornado y mullido interior de la silla de manos. Le dio al comandante de la escolta el documento oficial que concedía paso a Reiko al interior y el exterior del castillo y después le preguntó:

– ¿Adónde le digo al sosakan-sama que habéis ido?

Reiko estaba consternada. ¿Qué podía hacer, entorpecida por una comitiva de dieciséis personas que sin duda darían cuenta de todos sus movimientos a Sano y al resto del castillo de Edo?

– A visitar a mi padre -contestó, aceptando su derrota.

Atrapada en el palanquín, recorrió los serpenteantes pasajes del castillo, entre atalayas y soldados de patrulla. El comandante de la escolta mostró su pase en los controles de seguridad; los soldados abrieron las puertas y permitieron que la comitiva siguiera colina abajo. Por su lado pasaron samuráis a caballo que avanzaban a medio galope. Las ventanas de las galerías cubiertas que coronaban los muros dejaban entrever los tejados de Edo repartidos por la llanura de debajo, y el otoñal follaje rojo y dorado a lo largo del río Sumida. El etéreo pico nevado del monte Fuji se erigía contra el lejano cielo del oeste. Reiko lo veía todo a través de la estrecha ventanilla del palanquín. Suspiró.

Sin embargo, una vez que salieron por la puerta principal del castillo y dejaron atrás las magníficas propiedades amuralladas de los daimio, Reiko cobró ánimos. En el barrio administrativo situado en Hibiya, al sur del castillo de Edo, los altos funcionarios de la ciudad vivían y trabajaban en mansiones-oficina. Allí, Reiko había disfrutado de la infancia cuyo final lamentaba ahora tan amargamente. Pero quizá no estaba perdida del todo.

Al llegar a la residencia del magistrado Ueda se apeó del palanquín. Dejó a su séquito fuera, entre dignatarios paseantes y oficinistas presurosos, y se acercó a los centinelas apostados en los portales techados de la entrada.

– Buenas tardes, dama Reiko -la saludaron.

– ¿Está mi padre en casa? -preguntó.

– Sí, pero tiene juicio.

A Reiko no la sorprendía que el concienzudo magistrado hubiese vuelto al trabajo al cancelarse el banquete de bodas. En el patio se abrió paso entre un enjambre de lugareños, policías y prisioneros, que esperaban a que el magistrado les concediese su atención, y entró en el edificio de entramado de madera. Dejó atrás las oficinas administrativas y se encerró en una sala adyacente al Tribunal de Justicia.

La habitación, en tiempos un armario, era apenas lo bastante grande para dar cabida a su único tatami. Sin ventanas, el cubículo estaba en penumbra y olía a cerrado, pero Reiko había pasado en él algunas de sus horas más felices. Una de las paredes consistía en una compleja celosía. Por las rendijas Reiko tenía el tribunal perfectamente a la vista. Al otro lado de la pared y de espaldas a ella, su padre, con las vestiduras negras de juez, ocupaba el estrado flanqueado por sus secretarios. Los faroles iluminaban la larga sala en la que el acusado, con las manos atadas a la espalda, escuchaba de rodillas sobre el shirasu -una porción del suelo cubierta de arena blanca, símbolo de la verdad- que estaba inmediatamente debajo del estrado. La policía, los testigos y la familia del acusado aguardaban de rodillas en hileras en la parte destinada al público; las puertas estaban custodiadas por centinelas.

Reiko se arrodilló para observar la sesión, como había hecho en innumerables ocasiones. Los juicios la fascinaban. Mostraban un lado de la vida que no podía experimentar de primera mano. El magistrado Ueda le consentía aquel interés y le permitía utilizar aquella habitación. Reiko se llevó la lengua a su diente mellado mientras sonreía a causa de los agradables recuerdos.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, prestamista Igarashi? -preguntó al reo el magistrado Ueda.

– Honorable magistrado, juro que no maté a mi socio -dijo el acusado con vehemente sinceridad-. Reñimos por los favores de una cortesana porque estábamos borrachos, pero hicimos las paces. -El rostro del acusado estaba surcado de lágrimas-. Quería a mi socio como a un hermano. No sé quién lo apuñaló.

Cuando comentaban los casos, Reiko había impresionado al magistrado por su intuición, por lo que había llegado a apreciar sus opiniones. Reiko le susurró a través de la celosía:

– El prestamista miente, padre. Todavía está celoso de su socio. Y ahora toda la fortuna de los dos le pertenece. Presiónalo y confesará.

A menudo, durante los juicios, le había dado consejos de este modo y en muchas ocasiones el magistrado Ueda los había seguido con buenos resultados; pero, en aquella ocasión, sus hombros se tensaron y volvió ligeramente la cabeza. En vez de interrogar al acusado, anunció:

– La sesión se aplaza durante un momento. -Se levantó y salió del tribunal.

Entonces se abrió la puerta de la habitación de Reiko. En el pasillo estaba su padre, mirándola con consternación.

– Hija. -La cogió del brazo y la llevó hasta su despacho privado-. Tu primera visita a casa no debía tener lugar hasta mañana, y tiene que acompañarte tu marido. Ya conoces la costumbre. ¿Qué haces aquí, sola, ahora? ¿Pasa algo?

– Padre, yo…

De repente, la valiente rebeldía de Reiko se vino abajo. Entre sollozos, reveló todos sus recelos sobre el matrimonio, los sueños a los que no pensaba renunciar. El magistrado Ueda la escuchó con simpatía pero, cuando terminó y se calmó, sacudió la cabeza y dijo:

– No tendría que haberte criado para que esperaras de la vida más de lo que es posible para una mujer. Fue un acto de amor ciego y poco juicio por mi parte, del que me arrepiento profundamente. Pero lo que está hecho, hecho está. No podemos ir hacia atrás, sólo hacia delante. No debes observar más juicios ni ayudarme en mi trabajo como equivocadamente te permití hacer en el pasado. Tu sitio está junto a tu marido.

En el momento en que Reiko veía cerrarse para siempre la puerta de su juventud, un atisbo de esperanza destellaba en el oscuro horizonte de su futuro. La última frase del magistrado Ueda le había recordado su fantasía de compartir las aventuras del sosakan Sano. En la antigüedad las mujeres de los samuráis habían cabalgado hacia la batalla al costado de sus hombres. Reiko recordó el incidente que había terminado con los festejos nupciales. Antes, absorta en sus problemas, apenas le había dedicado un pensamiento al nuevo caso de Sano; ahora despertaba su interés.

– Tal vez pueda ayudar en la investigación de la muerte de la dama Harume -dijo en tono meditabundo.

La preocupación afloró al rostro del magistrado Ueda.

– Reiko-chan -advirtió con voz amable, pero firme-. Eres más lista que muchos hombres, pero eres joven, inocente y confías demasiado en tus habilidades. Cualquier asunto que tenga que ver con la corte del sogún está plagado de peligros. El sosakan Sano no verá con buenos ojos que interfieras. Además, ¿qué podrías hacer tú, una mujer?