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Kvothe volvió a la taberna y frunció el ceño.

– Bast -dijo.

Bast desvió lentamente la mirada y la posó sobre el hombre que estaba detrás de la barra.

– Todavía deben de estar en el velatorio de Shep -dijo Kvothe-. Esta noche no hay mucho que recoger. ¿Por qué no pasas por allí un rato? Se alegrarán de verte…

Bast se lo pensó un momento y sacudió la cabeza.

– Me parece que no, Reshi -dijo con voz monótona-. No estoy de humor. -Se levantó de la silla y cruzó la estancia hacia la escalera, sin mirarlos a ninguno de los dos-. Voy a acostarme.

El duro sonido de sus pasos se perdió poco a poco, seguido del sonido de una puerta al cerrarse.

Cronista lo siguió con la mirada; luego se volvió hacia el hombre pelirrojo que estaba detrás de la barra.

Kvothe también tenía los ojos puestos en la escalera, con gesto de preocupación.

– Es que ha tenido un día muy duro -dijo, como si hablara para sí además de para su invitado-. Mañana estará mejor.

Se secó las manos, salió de detrás de la barra y se dirigió hacia la puerta principal.

– ¿Necesitas algo antes de acostarte? -preguntó.

Cronista negó con la cabeza y empezó a montar de nuevo su pluma.

Kvothe cerró la puerta de la posada con una gran llave de latón y se volvió hacia Cronista.

– Dejaré la llave en la cerradura -dijo-. Por si te despiertas temprano y te apetece dar un paseo, o lo que sea. Últimamente no duermo mucho -se tocó el lado de la cara donde un cardenal empezaba a colorear su mentón-, pero esta noche quizá haga una excepción.

Cronista asintió y se cargó la cartera al hombro. Cogió la corona de acebo con mucho cuidado y se dirigió hacia la escalera.

A solas en la taberna, Kvothe barrió metódicamente el suelo, llegando hasta todos los rincones. Lavó los platos, limpió las mesas y la barra y apagó todas las lámparas excepto una, dejando la estancia débilmente iluminada y poblada de sombras parpadeantes.

Miró un momento las botellas que había detrás de la barra, se dio la vuelta y subió despacio la escalera.

Bast entró lentamente en su habitación y cerró la puerta.

A oscuras y sin hacer ruido se dirigió hasta la chimenea, donde solo quedaban ceniza y pavesas del fuego de la mañana. Bast abrió la leñera, pero únicamente había una gruesa capa de broza y astillas al fondo.

La débil luz que entraba por la ventana se reflejaba en sus oscuros ojos y perfilaba el contorno de su cara; él seguía inmóvil, como tratando de decidir qué hacer. Al cabo de un momento soltó la tapa de la leñera, se envolvió con una manta y se sentó en un pequeño sofá frente a la vacía chimenea.

Permaneció largo rato allí sentado, con los ojos abiertos en la oscuridad.

Se oyó un débil correteo al otro lado de la ventana. Luego, nada. Al cabo de un momento, unos arañazos. Bast se dio la vuelta y vio moverse una silueta oscura al otro lado del cristal.

Se quedó quieto un momento; se levantó del sofá con un movimiento fluido y se quedó de pie frente a la chimenea. Sin apartar los ojos de la ventana, deslizó las manos con cuidado por la repisa de la chimenea.

Se oyó otro arañazo, esa vez más fuerte. Bast desvió rápidamente la mirada de la ventana a la repisa, y cogió algo con ambas manos. La débil luz de la luna arrancó un destello metálico cuando el joven se agazapó, con el cuerpo en tensión como un muelle enroscado.

Durante un largo momento no ocurrió nada. Ningún ruido. Ningún movimiento al otro lado de la ventana ni en la habitación a oscuras.

Toe toe toe toe toe. Era un ruido débil, pero perfectamente distinguible; se repitió tras una pausa, claro e insistente contra el cristal de la ventana: toe toe toe toe toe.

Bast suspiró. Relajó los músculos, fue hasta la ventana, retiró la tranca y la abrió.

– Mi ventana no tiene cerrojo -dijo Cronista, enfurruñado-. ¿Por qué la tuya sí?

– Por razones obvias -contestó Bast.

– ¿Puedo pasar?

Bast encogió los hombros y volvió junto a la chimenea mientras Cronista entraba con torpeza por la ventana. Bast encendió con una cerilla una lámpara que había en una mesita, y colocó con cuidado un par de cuchillos largos en la repisa de la chimenea. Uno era delgado y afilado como una brizna de hierba, y el otro, fino y aguzado como un espino.

Cronista echó un vistazo alrededor mientras la luz se derramaba por la habitación. Era grande, con paneles de madera noble y alfombras gruesas. Había dos sofás, uno frente a otro, delante de la chimenea, y uno de los rincones de la habitación estaba dominado por una enorme cama con un rico dosel de color verde oscuro.

Había estantes con cuadros, bagatelas y naderías. Mechones de pelo atados con cinta. Silbatos de madera. Flores secas. Anillos de cuerno, de cuero y de hierba entretejida. Una vela artesanal con hojas incrustadas en la cera.

Y había una incorporación evidentemente reciente: ramas de acebo que decoraban ciertas partes de la habitación. Una larga guirnalda a lo largo del cabecero de la cama, y otra sobre la repisa de la chimenea, entrelazada con los mangos de un par de relucientes hachuelas de filo curvado como una hoja que estaban colgadas en la pared.

Bast se sentó enfrente de la chimenea fría y se echó una manta por encima de los hombros como si fuera un chal. Estaba hecha de retales, y era un caos de telas disparejas y desteñidas, excepto un corazón de color rojo intenso cosido justo en el centro.

– Tenemos que hablar -dijo Cronista con un hilo de voz.

Bast se encogió de hombros y se quedó mirando la chimenea con gesto de desánimo.

Cronista dio un paso adelante.

– Necesito preguntarte…

– No hace falta que susurres -dijo Bast sin levantar la cabeza-. Estamos en el otro lado de la posada. A veces tengo visitas. No lo dejaba dormir, así que me trasladé a este lado del edificio. Entre mi habitación y la suya hay seis sólidas paredes.

Cronista se sentó en el borde del otro sofá, enfrente de Bast.

– Necesito preguntarte por alguna de las cosas que dijiste hoy. Sobre el Cthaeh.

– No deberíamos hablar del Cthaeh. -Bast hablaba con una voz monótona y sombría-. No es saludable.

– Pues hablemos de los Sithe -propuso Cronista-. Has dicho que si ellos oyeran esta historia matarían a todos los implicados. ¿Es verdad?

Bast asintió con la mirada todavía fija en la chimenea.

– Prenderían fuego a esta posada y luego esparcirían sal sobre los restos.

Cronista agachó la cabeza y la sacudió.

– No entiendo ese miedo que le tienes al Cthaeh -dijo.

– Bueno -replicó Bast-, hay indicios de que no eres tremendamente inteligente.

Cronista frunció el ceño y esperó con paciencia.

Bast dio un suspiro y apartó por fin los ojos de la chimenea.

– Piensa. El Cthaeh sabe todo lo que vas a hacer. Todo lo que vas a decir…

– Pues eso lo convierte en un conversador bastante irritante -dijo Cronista-, pero no…

Bast se enfureció.

– ¡Dyen vehat! ¡Enfeun vehat tyloren tes! -le espetó, casi de manera incoherente. Estaba temblando y abría y cerraba los puños.

El veneno en la voz de Bast hizo palidecer a Cronista, pero no lo amilanó.

– No estás enfadado conmigo -dijo con calma mirando a Bast a los ojos-. Estás enfadado, y resulta que me tienes cerca.

Bast lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada.

Cronista se inclinó hacia delante.

– Solo intento ayudar. Lo sabes, ¿verdad?

Bast asintió con la cabeza sombríamente.

– Por eso necesito entender qué está pasando.

Bast encogió los hombros; su súbito arrebato se había consumido dejándolo otra vez apático.

– Me da la impresión de que Kvothe te cree respecto al Cthaeh -dijo Cronista.

– El conoce los giros ocultos del mundo -dijo Bast-. Y lo que no entiende lo capta rápidamente. -Los dedos de Bast juguetearon distraídamente con el borde de la manta-. Y confía en mí.