– Hola, Aaron -dijo el posadero con serenidad-. Cierra la puerta, ¿quieres? Entra mucho polvo.
Cuando el aprendiz del herrero se dio la vuelta para cerrar la puerta, el posadero y Bast, sin decirse nada y actuando perfectamente coordinados, escondieron con rapidez casi todo el acebo debajo de la barra. El aprendiz del herrero se dio la vuelta de nuevo y vio a Bast jugueteando distraídamente con algo que habría podido ser una pequeña guirnalda inacabada. Algo con que mantener los dedos ocupados para combatir el aburrimiento.
Aaron no dio muestras de haber notado nada raro cuando se apresuró hacia la barra.
– Señor Kote -dijo, emocionado-, ¿podría prepararme unas provisiones de viaje? -Agitó un saco de arpillera vacío-. Cárter me ha dicho que usted sabría a qué me refiero.
El posadero asintió.
– Tengo pan y queso, salchichas y manzanas. -Le hizo una seña a Bast, que agarró el saco y se dirigió a la cocina-. ¿Adónde va Cárter?
– Nos vamos los dos -dijo el chico-. Hoy los Orrison van a vender unos añojos en Treya, y nos han contratado a Cárter y a mí para que los acompañemos, ya que los caminos están muy mal y todo eso.
– Treya -musitó el posadero-. Entonces no volveréis hasta mañana.
El aprendiz del herrero depositó despacio un delgado sueldo de plata sobre la brillante barra de caoba.
– Cárter confía en encontrar también un sustituto para Nelly. Pero dice que si no encuentra ningún caballo, quizá acepte la paga del rey.
– ¿Cárter piensa alistarse? -preguntó Kote arqueando las cejas.
El chico sonrió con una extraña mezcla de regocijo y tristeza.
– Dice que no tiene alternativa si no encuentra un caballo para su carro. Dice que en el ejército se ocupan de ti, que te dan de comer y que ves mundo. -La emoción se reflejaba en la mirada del joven, cuya expresión se debatía entre el entusiasmo de un niño y la seria preocupación de un hombre-. Y ahora ya no te dan un noble de plata por alistarte. Ahora te dan un real. Un real de oro.
El rostro del posadero se ensombreció.
– Cárter es el único que se está planteando alistarse, ¿verdad? -Miró al chico a los ojos.
– Un real es mucho dinero -admitió el aprendiz del herrero, con sonrisa furtiva-. Y la vida es dura desde que murió padre y madre vino a vivir aquí desde Rannish.
– Y ¿qué opina tu madre de que te alistes en el ejército?
El chico se puso serio.
– Espero que no se me ponga usted de su lado -protestó-. Creí que lo entendería. Usted es un hombre, sabe que un hombre debe cuidar de su madre.
– Lo que sé es que tu madre preferiría tenerte en casa, sano y salvo, que nadar en una bañera de oro, muchacho.
– Estoy harto de que la gente me llame «muchacho» -le espetó el aprendiz del herrero, ruborizándose-. Puedo ser útil en el ejército. Cuando los rebeldes juren lealtad al Rey Penitente, las cosas empezarán a mejorar otra vez. No tendremos que pagar tantos impuestos. Los Bentley no perderán sus tierras. Los caminos volverán a ser seguros. -Entonces su expresión se entristeció, y por un instante su rostro dejó de parecer joven-. Y entonces madre no tendrá que esperarme, angustiada, cada vez que yo salga de casa -añadió con voz lúgubre-. Dejará de despertarse tres veces por la noche para comprobar los postigos de las ventanas y la tranca de la puerta.
Aaron miró al posadero a los ojos y enderezó la espalda; al dejar de encorvarse, le sacaba casi una cabeza al pelirrojo.
– Hay veces en que un hombre tiene que defender a su rey y su país.
– ¿Y Rose? -preguntó el posadero con voz suave.
El aprendiz se sonrojó y bajó la mirada, avergonzado. Volvió a dejar caer los hombros y se desinfló como una vela cuando el viento deja de soplar.
– Señor, ¿lo saben todos?
El posadero asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa amable.
– En un pueblo como este no hay secretos.
– Bueno -dijo Aaron con decisión-, esto también lo hago por ella. Por nosotros. Con mi paga de soldado y con lo que tengo ahorrado, podré comprar una casa para nosotros, o montar mi propio taller sin tener que recurrir a ningún prestamista miserable.
Kote abrió la boca y volvió a cerrarla. Se quedó pensativo el tiempo que tardó en inspirar y expirar lentamente, y luego, como si escogiera sus palabras con mucho cuidado, preguntó:
– ¿Sabes quién es Kvothe, Aaron?
El aprendiz del herrero puso los ojos en blanco.
– No soy idiota. Anoche mismo hablábamos de él, ¿no se acuerda? -Miró más allá del hombro del posadero, hacia la cocina-. Mire, tengo que marcharme. Cárter se pondrá furioso si no…
Kote hizo un gesto tranquilizador.
– Te propongo un trato, Aaron. Escucha lo que quiero decirte, y entonces podrás llevarte la comida gratis. -Deslizó el sueldo de plata sobre la barra hacia el muchacho-. Así podrás utilizar esto para comprarle algo bonito a Rose en Treya.
– De acuerdo -dijo Aaron asintiendo con cautela.
– ¿Qué sabes de Kvothe por las historias que has oído contar? ¿Qué aspecto crees que tiene?
– ¿Aparte de aspecto de muerto? -dijo Aaron riendo.
Kote compuso un amago de sonrisa.
– Aparte de aspecto de muerto.
– Dominaba todo tipo de magias secretas -respondió Aaron-. Sabía seis palabras que, susurradas al oído de un caballo, le hacían correr ciento cincuenta kilómetros sin parar. Podía convertir el hierro en oro y atrapar un rayo en una jarra de litro para utilizarlo más tarde. Sabía una canción que abría cualquier cerrojo, y podía romper una puerta de roble macizo con una sola mano…
Aaron se interrumpió.
– En realidad depende de la historia. A veces es un buen tipo, una especie de Príncipe Azul. Una vez rescató a unas muchachas de una cuadrilla de ogros…
Otra sonrisa apagada.
– Ya.
– … pero en otras historias es un cabronazo -continuó Aaron-. Robó magias secretas de la Universidad. Por eso lo echaron de allí, ¿sabe? Y no le pusieron el apodo de Kvothe el Asesino de Reyes por lo bien que tocaba el laúd.
La sonrisa desapareció de los labios del posadero, que asintió con la cabeza.
– Cierto. Pero ¿cómo era?
– Era pelirrojo, si se refiere a eso -dijo Aaron frunciendo un poco el ceño-. En eso coinciden todas las historias. Un diablo con la espada. Era sumamente listo. Y además tenía mucha labia, y la empleaba para salir de todo tipo de aprietos.
El posadero asintió.
– Muy bien -dijo-. Y si tú fueras Kvothe, y sumamente listo, como tú dices, y de pronto pagaran por tu cabeza mil reales de oro y un ducado, ¿qué harías?
El aprendiz del herrero sacudió la cabeza y se encogió de hombros; no sabía qué responder.
– Pues si yo fuera Kvothe -dijo el posadero-, fingiría mi muerte, me cambiaría el nombre y buscaría un pueblecito perdido. Entonces abriría una posada y haría todo lo posible por desaparecer del mapa. -Miró al joven-. Eso sería lo que yo haría.
Aaron desvió la mirada hacia el cabello del posadero, hacia la espada colgada sobre la barra y, por último, de nuevo a los ojos del hombre pelirrojo.
Kote asintió lentamente, y entonces señaló a Cronista.
– Ese hombre no es un escribano como otro cualquiera. Es una especie de historiador, y ha venido a escribir la verdadera historia de mi vida. Te has perdido el principio, pero si quieres, puedes quedarte a oír el resto. -Esbozó una sonrisa relajada-. Yo puedo contarte historias que nadie ha oído nunca. Historias que nadie volverá a oír. Historias sobre Felurian, sobre cómo aprendí a luchar con los Adem. La verdad sobre la princesa Ariel.
El posadero tendió un brazo por encima de la barra y tocó el del chico.
– La verdad es que te tengo aprecio, Aaron. Creo que eres muy espabilado, y no me gustaría nada ver cómo echas a perder tu vida. -Respiró hondo y miró al aprendiz del herrero con intensidad. Sus ojos eran de un verde asombroso-. Sé cómo empezó esta guerra. Sé la verdad sobre ella. Cuando la hayas oído, ya no estarás tan impaciente por marcharte corriendo a pelear y morir en ella.