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Y entonces se dio cuenta de que no sabía dónde estaba su dormitorio. Abandonó el estudio y avanzó unos pasos por el pasillo que supuso llevaba a los dormitorios. No tenía idea de cuál sería la puerta correspondiente al cuarto de Harvey. Volvió la cabeza para cerciorarse de que Berrington no podía verle desde el estudio. Con gesto rápido, abrió la puerta que tenía más cerca, esforzándose desesperadamente en hacerlo en silencio.

Era un cuarto de baño completo, con ducha y bañera. Cerró la puerta con suavidad.

Probo con la que estaba enfrente. Se abría a una amplia alcoba, con cama de matrimonio y numerosos armarios. Un traje a rayas, en una bolsa de lavandería de limpieza en seco, colgaba de un tirador. No le pareció que Harvey vistiera trajes a rayas. Se disponía a cerrar la puerta sin hacer ruido cuando le sobresaltó oír la voz de Berrington, inmediatamente detrás de él.

– ¿Necesitas algo de mi cuarto?

Dio un respingo culpable. Durante un momento se quedó mudo. «¿Qué diablos puedo decir?» Las palabras acudieron luego a sus labios.

– No tengo nada que ponerme para dormir.

– ¿Desde cuándo te ha dado por ponerte pijama?

La voz de Berrington lo mismo podía ser recelosa que simplemente perpleja; Steve no fue capaz de determinarlo. Improvisó a lo loco:

– Pensé que podía ponerme una camiseta grande de manga corta.

– Nada te caerá bien con esos hombros, hijo mío -dijo Berrington, y, ante el alivio de Steve, soltó una carcajada.

Steve se encogió de hombros.

– No importa.

Siguió adelante. Al final del pasillo había dos puertas, una frente a otra: el cuarto de Harvey y el de la criada, presumiblemente. «Pero ¿cuál es de cuál?»

Steve remoloneó un poco, con la esperanza de que Berrington desapareciese dentro de su dormitorio antes de que él, Steve, efectuara su elección.

Cuando llegó al final del pasillo volvió la cabeza. Berrington estaba observándole.

– Buenas noches, papá -dijo Steve.

– Buenas noches.

«¿Derecha o izquierda? No hay forma de adivinarlo. Es cuestión de elegir una a la buena de Dios» Steve abrió la puerta de su derecha.

Camiseta de rugby en el respaldo de una silla, un disco compacto de Snoop Doggy Dog encima de la cama. Playboy sobre la mesa escritorio. «La habitación de un chico. Gracias a Dios.»

Entró y cerró la puerta tras de sí, con el talón. Apoyó la espalda contra el paño de la puerta, débil de puro alivio.

Al cabo de un momento se desvistió y se metió en la cama. Se sentía muy extraño en el lecho de Harvey, en el cuarto de Harvey y en la casa del padre de Harvey. Apagó la luz y yació despierto, mientras escuchaba los ruidos de aquella casa extraña. Durante cierto tiempo oyó rumor de pasos, puertas que se cerraban y grifos que dejaban correr el agua, luego el silencio se enseñoreó del lugar.

Se sumió en un sueño ligero, del que despertó súbitamente. «Había alguien más en la habitación.»

Percibió el olor característico de un perfume de flores, mezclado con el de ajos y especias; luego vio cruzar por delante de la ventana la silueta de la figura menuda de Marianne. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar palabra, la muchacha se había metido en la cama con él.

– ¡Eh! -susurró Steve.

– Voy a hacerte una mamada como a ti te gusta -dijo Marianne, pero Steve captó el miedo en su voz.

– No -replicó Steve, que la rechazó cuando ella se deslizaba bajo la ropa de la cama en dirección a la entrepierna.

– Por favor, no me hagas daño esta noche, por favor, «Arvey» -rogó. Tenía acento francés.

Steve lo comprendió todo. Marianne era una inmigrante y Harvey la había aterrorizado de tal modo que la pobre muchacha no sólo hacía cuanto él le ordenaba sino que incluso se anticipaba también a sus exigencias. ¿Cómo era posible que pudiera pegar impunemente a aquella infeliz cuando Berrington, su padre, estaba en la habitación contigua? ¿Es que la chica no hacía ningún ruido? Entonces Steve recordó las pastillas del somnífero. Berrington dormía tan profundamente que los gritos de Marianne no le despertarían.

– No voy a hacerte ningún daño, Marianne -dijo-. Relájate.

Ella empezó a besarle en la cara.

– Se bueno, por favor, se bueno. Haré todo lo que quieras, pero no me pegues.

– Marianne -dijo Steve en tono severo-. Tranquilízate.

Ella se quedó rígida.

Steve le pasó un brazo por los delgados hombros. La piel de la muchacha era suave y calida.

– Quédate aquí un momento y cálmate -recomendó Steve, al tiempo que le acariciaba la espalda-. Nadie volverá a hacerte daño, te lo prometo.

Marianne seguía tensa, a la espera de los golpes, pero luego fue relajándose poco a poco. Se acercó más a Steve.

El tuvo una erección, no podía evitarlo. Se daba cuenta de que no le costaría nada hacer el amor. Acostado allí, con aquel cuerpo tembloroso entre los brazos, la tentación era muy fuerte. Nadie lo sabría nunca. Sería una verdadera delicia acariciar a aquella chica hasta despertar su libido. Marianne se sentiría sorprendida y complacida de ser amada tan suave y consideradamente. Ambos se besarían y acariciarían durante toda la noche.

Steve suspiro. Pero estaría mal hecho. Ella no actuaba por propia voluntad. Le habían llevado a aquella cama la inseguridad y el miedo, no el deseo.

«Sí, Steve, puedes jodértela… y explotarás a una inmigrante asustada que cree que no tiene otra salida. Y eso sería abyecto. Tú despreciarías a un hombre capaz de cometer tal infamia.»

– ¿Te sientes mejor ya? -preguntó.

– Sí…

Ella le tocó la cara, y luego le besó suavemente en la boca.

Steve mantuvo los labios firmemente apretados, pero le acarició el pelo afectuosamente.

Marianne le miró en la semioscuridad.

– Tú no eres él, ¿verdad? -dijo.

– No -respondió Steve-. No soy él.

Al cabo de unos segundos, la muchacha se había ido. Steve seguía con su erección. «¿Por qué yo no soy él? ¿Por el modo en que me educaron? Diablos, no.» Podía habérmela follado. Podía ser Harvey. Yo no soy él porque opté por no serlo.

Mis padres no tomaron esa decisión en este momento: la tomé yo. Gracias por vuestra ayuda, papá y mamá, pero he sido yo, no vosotros, quien envió a esa chica a su habitación.

»Berrington no me creó, ni tampoco me creasteis vosotros.

«Me hice yo.»

LUNES

62

Steve se despertó sobresaltado. «¿Dónde estoy?»

Alguien le tenía cogido por los hombros y le estaba sacudiendo, un hombre con pijama rayado. Era Berrington Jones. Tras un instante de desorientación, Steve recordó los últimos acontecimientos.

– Haz el favor de vestirte como es debido para la conferencia de prensa -dijo Berrington-. Encontrarás en el armario la camisa que dejaste aquí hace quince días. Marianne se encargó de ponértela a punto. Ve a mi cuarto y elige la corbata que quieres que te deje.

Salió de la habitación.

Berrington hablaba a su hijo como si este fuera un chico difícil y desobediente, reflexionó Steve al tiempo que saltaba de la cama. La frase no pronunciada de No discutas, hazlo y punto, se añadía implícitamente al final de cada manifestación paterna. Pero aquellos modales bruscos facilitaban a Steve la conversación. Podía salir del paso respondiendo con monosílabos sin correr el peligro de delatar su ignorancia.

Eran las ocho de la mañana. En calzoncillos, se dirigió por el corredor hacia el cuarto de baño. Tras tomar una ducha, se afeitó con una maquinilla que encontró disponible en el armario del lavabo. Lo hizo todo muy despacio, para aplazar al máximo el momento en que tendría que arriesgarse a hablar con Berrington.

Con una toalla alrededor de la cintura, entró en el cuarto de Berrington, de acuerdo con las órdenes recibidas. Berrington no estaba allí. Steve abrió el armario. Las corbatas eran señoriales e incluso ostentosas, de rayas y de lunares, todas de seda brillante, ninguna lo que se dice moderna. También había fulares. Cogió una corbata de franjas horizontales. Miró el surtido de calzoncillos de Berrington. Aunque era mucho más alto que éste, tenían la misma talla de cintura. Eligió unos de color azul.