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Nerviosamente, Berrington se bebió una copa de vino blanco de un trago. Steve se hubiera tomado un martini -tenía más razones que Berrington para estar asustado-, pero no le quedaba más remedio que mantener las ideas claras y no podía bajar la guardia un segundo. Consultó el reloj que había retirado de la muñeca de Harvey. Eran las doce menos cinco. «Sólo cinco minutos más. Y cuando esto haya terminado, entonces me tomaré el martini a gusto.»

Caren Beamish dio unas palmadas para reclamar atención y dijo:

– ¿Dispuestos, caballeros? -Se produjo una serie de murmullos aquiescentes e inclinaciones de cabeza-. Entonces les agradeceré que, salvo quienes hayan de ocupar el estrado, se dirijan todos a sus asientos, por favor.

«Eso es. Lo he conseguido. Se acabó.» Berrington volvió la cabeza hacia Steve y dijo:

– Hasta pronto, Moctezuma.

Se le quedó mirando, expectante.

– Claro -repuso Steve.

Berrington sonrió.

– ¿Qué quieres decir con eso de «claro»? Completa la respuesta.

Steve se quedó helado. Ignoraba por completo a que se refería Berrington. Al parecer se trataba de alguna especie de estribillo como «Hasta luego, cocodrilo», pero era una broma privada. Evidentemente, existía una contestación, pero no era «Hasta luego, cocodrilo» ¿qué podría ser? Steve soltó una maldición para sus adentros. La conferencia de prensa estaba a punto de iniciarse… necesitaba mantener su ficción sólo unos pocos segundos más!

Berrington frunció el entrecejo, confundido, con la vista clavada en él.

Steve notó que la frente se le perlaba de sudor.

– No puedes haberlo olvidado -dijo Berrington.

Steve vio surgir la sospecha en sus pupilas.

– Claro que no -respondió Steve precipitadamente…, con demasiada precipitación, porque al instante se dio cuenta de que se había comprometido.

El senador Proust era ya todo oídos.

– Pues completa la frase -instó Berrington.

Steve observó que lanzaba un rápido vistazo al escolta de Proust y que el hombre se ponía visiblemente tenso.

A la desesperada, Steve aventuró:

– Hasta dentro de una hora, Eisenhowver.

Sucedió un momentáneo silencio.

– ¡Esa sí que es buena! -exclamó entonces Berrington, y soltó una carcajada.

Steve se relajó. Aquel debía de ser el juego: dar una respuesta distinta cada vez. Dio gracias al cielo. Para disimular su alivio, se retiró un paso.

– Empieza el espectáculo, todo el mundo a su sitio -manifestó la relaciones públicas.

– Por aquí -le indicó Proust a Steve-. Tú no te sientas en el estrado.

Abrió una puerta y Steve cruzó el umbral.

Se encontró en unos lavabos. Dio media vuelta y dijo:

– No, esto es…

El guardaespaldas de Proust estaba inmediatamente detrás de Steve. Antes de que el muchacho supiese lo que ocurría, el escolta le había aplicado una dolorosa llave de cuello.

– Al menor ruido que hagas, te rompo el jodido brazo -amenazó.

Berrington entró en los servicios detrás del gorila. Jim Proust le siguió y cerró la puerta. El guardaespaldas mantenía inmovilizado al muchacho.

A Berrington le hervía la sangre.

– Joven desgraciado de mierda -siseó-. ¿Quién eres tú? Steve Logan, supongo.

El chico pretendió mantener el engaño.

– Pero ¿qué haces, papá?

– Olvídalo, el juego ha terminado… Veamos ahora, ¿dónde está mi hijo?

El chico no respondió.

– ¿Qué diablos está pasando, Berry? -quiso saber Jim.

Berrington trató de imponer calma.

– Este no es Harvey -le dijo a Jim-. Es alguno de los otros, probablemente el chico de Logan. Debe de haber estado suplantando a Harvey desde ayer por la noche. Y Harvey sin duda está encerrado en alguna parte.

Jim palideció.

– ¿Eso significa que lo que nos dijo acerca de las intenciones de Jeannie Ferrami era un cuento para embaucarnos!

Berrington asintió, torvo.

– Probablemente, Jeannie Ferrami ha proyectado alguna clase de protesta durante la conferencia de prensa.

– ¡Mierda! -exclamó Proust-. ¡Delante de las cámaras no!

– Eso es lo que haría yo en su lugar… ¿tú no?

Proust reflexionó durante un momento.

– ¿No se vendrá abajo Madigan?

Berrington sacudió la cabeza.

– No podría decirlo. Parecería un tanto ridículo, cancelar la absorción en el último minuto. Por otra parte, aun parecería más estúpido pagar ciento ochenta millones de dólares por una empresa a la que van a demandar judicialmente, reclamándole hasta el último penique que tenga. Puede optar por cualquiera de los dos caminos.

– ¡Entonces es cuestión de encontrar a Jeannie Ferrami y cortarle el paso!

– Puede que se haya registrado en el hotel. -Berrington arrebató de la horquilla el teléfono que se encontraba junto al sanitario-. Aquí, el profesor Jones. Llamo desde la Sala Regencia donde se celebra la conferencia de prensa de la Genético -habló con el tono de voz más autoritario de su amplio registro-. Estamos esperando a la doctora Ferrami…, ¿podría decirme qué habitación ocupa?

– Lo siento, señor, pero no se nos permite dar por teléfono el número de las habitaciones. -Berrington estaba a punto de estallar, cuando la telefonista añadió-: ¿Desea que le pase con ella?

– Sí, desde luego. -Oyó el zumbido del tono. Al cabo de un momento le llegó una voz que parecía pertenecer a un hombre de edad. Berrington improvisó.

– La ropa que entregó usted para la lavandería esta lista, señor Blemkinsop.

– No he dado ropa alguna a la lavandería.

– Oh, lo siento, señor… ¿cuál es su habitación?

Berrington contuvo el aliento.

– La ochocientos veintiuno.

– Buscaba la ochocientos doce. Perdone.

– No pasa nada.

Berrington colgó.

– Están en la habitación ochocientos veintiuno -anunció, emocionado-. Apuesto a que encontraremos allí a Harvey.

– La conferencia de prensa está a punto de empezar -dijo Proust.

– Es posible que lleguemos demasiado tarde. -Berrington titubeó, indeciso. No deseaba retrasar un sólo segundo el anuncio de la operación, pero no tenía más remedio que anticiparse a los planes que pudiera haber tramado Jeannie. Al cabo de un momento se dirigió a Jim-. ¿Por qué no vas al estrado y te sientas allí con Madigan y Preston? Yo haré lo posible por encontrar a Harvey y detener a Jeannie Ferrami.

– De acuerdo.

Berrington miró a Steve. -Me sentiría más feliz si pudiese llevar conmigo a tu escolta.

Pero no podemos dejar suelto a Steve.

Terció el guardaespaldas:

– No hay problema, señor. Puedo esposarle a una cañería.

– Magnífico. Hágalo.

Berrington y Proust regresaron a la salita de personalidades. Madigan les contempló con cierta curiosidad en la mirada.

– ¿Ocurre algo malo, caballeros?

– Una insignificante cuestión de seguridad, Mike -dijo Proust-. Berrington se encargará de solucionarla mientras nosotros seguimos adelante con el anuncio de la operación.

Madigan no se sentía satisfecho del todo.

– ¿Seguridad?

– Una mujer a la que despedí la semana pasada, Jean Ferrami, está en el hotel -informó Berrington-. Es posible que intente poner alguna clase de impedimento. Voy a cortarle el paso.

Eso fue suficiente para Madigan.

– Está bien, continuemos con lo nuestro.

Madigan, Barck y Proust pasaron a la sala de conferencias. El guardaespaldas salió de los servicios. Berrington y él apresuraron el paso por el corredor y pulsaron el botón de llamada del ascensor. La aprensión y la inquietud dominaban a Berrington. No era hombre de acción…, nunca lo había sido. La clase de combate a la que estaba acostumbrado era la que tenía lugar en el seno de las comisiones universitarias. Confió en que no tuviera que enzarzarse en una pelea a puñetazo limpio.