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Los futbolistas iban tan entusiasmados discutiendo los lances del partido, celebrando con risotadas un gol de suerte y manifestando su indignación por una falta que les pitaron injustamente, que no repararon en el entrometido.

Éste caminaba con andar despreocupado, pero los ojos no perdían detalle. Al pie de la escalera había un pequeño zaguán con una máquina de Coca-Cola y un teléfono público bajo una cubierta acústica. La mujer del equipo de fútbol se alejó por el largo pasillo, presumiblemente hacia el vestuario femenino, que con toda probabilidad lo habría añadido al final un arquitecto al que, allá por las fechas en las que el término ‹educación mixta› debía representar un concepto escabroso, ni por asomo se le pasaría por la cabeza la idea de que pululasen muchas jóvenes por la Jones Falls.

El intruso descolgó el teléfono y simuló buscarse en el bolsillo una moneda. Los futbolistas masculinos entraron en su vestuario. El hombre observó que la mujer empujaba una puerta y desaparecía. Seguramente aquel era el vestuario de las mujeres. Allí estarían todas, pensó el individuo, excitado, desnudas, duchándose, frotándose con la toalla. Tenerlas tan al alcance de la mano le provoco un calentón. Se enjugó la frente con el borde inferior de la camiseta.

Lo único que tenía que hacer para rematar su fantasía era darles un susto de muerte, aterrorizarlas.

Hizo un esfuerzo para tranquilizarse. No era cosa de estropearlo todo dejándose llevar por la precipitación. Necesitaba unos minutos para planearlo todo bien.

Una vez se perdieron de vista los miembros masculinos del equipo de fútbol, el invasor echó a andar por el pasillo, en pos de la mujer. Había tres puertas en el corredor, una a cada lado y otra en la pared del fondo. La mujer había entrado por la de la derecha. Al probar la del fondo descubrió que daba a una habitación de grandes proporciones, polvorienta y llena de maquinas voluminosas; supuso que se trataba de calderas y filtros para la piscina. Entró en el cuarto y cerró tras de sí. Un zumbido eléctrico, leve y uniforme, ronroneaba en el aire. Se imaginó a una de aquellas mozas delirante de pavor, en ropa íntima -nada más que el sujetador y las bragas con estampado de flores-, tendida en el suelo, mirándole con ojos aterrados mientras él se desabrochaba el cinturón. Saboreó la imagen durante unos segundos, mientras sonreía para sus adentros. Tenía a aquel pimpollo apenas a unos metros. En aquel momento, la chica puede que estuviera pensando en cómo iba a pasar la velada: quizás había quedado con el novio y tenía intención de dejarle llegar a todo aquella noche; o acaso fuese una estudiante novata de primer año, tímida y solitaria, sin otra cosa que hacer la noche del domingo más que mirar el episodio de Colombo; o tal vez tuviera que entregar al día siguiente un ejercicio y proyectaba pasarse la noche trabajando en su redacción hasta acabarlo. Nada de eso, muñeca. Ha sonado la hora de la pesadilla.

No era la primera vez que hacia esa clase de cosas, aunque nunca a tal escala. Que recordara, siempre le había encantado asustar a las chicas. En el instituto nada le gustaba más que encontrarse a solas con una muchachita, aislarla en un rincón más bien apartado y aterrorizarla hasta que rompía a llorar e imploraba clemencia. Ése era el motivo por el que se veía obligado a cambiar de colegio continuamente. A veces salía con alguna moza, sólo para ser como los demás alumnos y tener a alguien con quien entrar en el bar cogido del brazo. Si le parecía que la chavala en cuestión esperaba que se propasara, la complacía, pero eso siempre le pareció algo más bien inútil.

Se figuraba que todo el mundo tenía un capricho especiaclass="underline" a algunos hombres les gustaba vestir a las mujeres, otros disfrutaban obligando a la compañera a vestirse de cuero y a que les pisara con tacones de aguja. Conoció a un fulano que opinaba que la parte más sensual de una mujer eran los pies: para que se le empinara no tenia más que situarse estratégicamente en la sección de zapatería de unos grandes almacenes y dedicarse a observarlas cuando se ponían zapatos y se los volvían a quitar.

El miedo era su capricho, su aberración. Lo que hacía temblar de pánico a una mujer. Sin miedo, no había excitación.

Al examinar metódicamente el lugar observó que fija en la pared había una escala que ascendía hasta una trampilla de hierro que se cerraba por dentro. Trepó rápidamente por la escala, descorrió los pestillos del cerrojo y levantó la trampilla. Sus ojos tropezaron con los neumáticos de un Chrysler New Yorker estacionado en un aparcamiento. Se orientó: sin duda estaba en la parte de atrás del edificio. Cerró de nuevo la trampilla y bajó.

Abandonó el cuarto de máquinas de la piscina. Cuando marchaba por el pasillo, una mujer que iba en dirección contraria le dirigió una mirada hostil. Una angustia momentánea se apodero de éclass="underline" la mujer podía preguntarle qué diablos estaba haciendo por las proximidades del vestuario femenino. Ponerse a discutir no entraba en el guión. Aquel punto podía tirar por tierra todo su plan. Pero los ojos de la mujer subieron hasta la gorra, tropezaron con la palabra SEGURIDAD y desviaron la mirada. La mujer, por fin, entró en el vestuario.

El intruso sonrió. Había comprado la gorra en una tienda de recuerdos; pagó por ella ocho dólares y noventa y nueve centavos. La gente estaba acostumbrada a ver guardias de seguridad vestidos con vaqueros en conciertos de rock, detectives que parecían criminales hasta que sacaban a relucir su placa, policías de aeropuerto embutidos en suéter; era demasiado trastorno solicitar la credencial a cualquier gilipollas que se llame guardia de seguridad.

Probó la puerta situada enfrente de la del vestuario de mujeres. Daba a un pequeño almacén. El hombre accionó el interruptor de la luz y cerró la puerta a su espalda. En los estantes se amontonaban piezas de equipos de gimnasia anticuados y ajados: enormes balones de color negro, raídas colchonetas de goma, mazas de gimnasia, mohosos guantes de boxeo y sillas plegables de madera astillada. También había un potro con el tapizado reventado y una pata rota. El cuarto apestaba a cerrado. Una gran tubería plateada cruzaba el techo y el hombre supuso que proporcionaría ventilación al vestuario del otro lado del pasillo.

Alzó la mano y probó las tuercas que fijaban la tubería a lo que parecía ser un ventilador. No pudo hacerlas girar con los dedos, pero en el Datsun llevaba una llave inglesa. Si lograba separar la tubería, el ventilador tomaría e impulsaría aire del pequeño almacén en vez del exterior del edificio.

Encendería su fogata justo debajo del ventilador. Se agenciaría una lata de gasolina, echaría un poco de combustible en una botella de Perrier vacía y volvería con ella, con la llave inglesa, unos cuantos fósforos y varios periódicos que utilizaría a guisa de astillas para encender la lumbre.

El fuego prendería con rapidez y originaría gran cantidad de humo. Se cubriría la boca y la nariz con un trapo húmedo y aguardaría hasta que la humareda llenase el almacén. Entonces separaría el tubo del ventilador. El conducto atraería el humo y lo llevaría al vestuario de mujeres. Al principio, nadie lo notaría. Después, una o dos olfatearían el aire y preguntarían: «¿Alguien está fumando?». Abriría la puerta del almacén y dejaría que el corredor se llenase de humo. Cuando las chicas comprendiesen que algo grave ocurría, abrirían la puerta del vestuario, pensarían que todo el edificio estaba en llamas y cundiría el pánico general.

Entonces entraría en el vestuario. Habría allí un mar de sostenes y bragas, senos, nalgas y vello púbico al aire. Algunas saldrían corriendo de las duchas, desnudas y empapadas, tantearían en busca de toallas; otras intentarían recuperar sus ropas; la mayoría tratarían de ganar la puerta, medio cegadas por el humo. Chillidos, sollozos y gritos de miedo sonarían por doquier. El continuaría fingiendo ser un guardia de seguridad y les ordenaría a voces: «¡No perdíais tiempo en vestiros! ¡Es una emergencia! ¡Fuera! ¡Todo el edificio está ardiendo! ¡Rápido! ¡Rápido!». Les daría cachetes en las posaderas, las empujaría de un lado a otro, les quitaría la ropa de las manos, las magrearía a placer. Las chicas comprenderían que algo no encajaba, pero casi todas estarían demasiado nerviosas para discernir qué podía ser. Si la fortachona de la capitana del equipo de hockey andaba todavía por allí era posible que tuviese suficiente presencia de ánimo para plantarle cara a él, pero entonces se la quitaría de en medio con un puñetazo bien dado.