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Patty la rescató, le echó el cable de:

– Yo vendré mañana y traeré a los críos para que te vean, eso te gustará.

Pero la madre no estaba dispuesta a dejar que Jeannie se marchase tan fácilmente.

– ¿Vendrás tu también, Jeannie?

Jeannie apenas podía hablar.

– Tan pronto como pueda. -Sofocada por la pena que la asfixiaba, se inclinó sobre la cama y besó a su madre-. Te quiero, mamá. Procura tenerlo presente.

En el momento en que estuvieron en el lado exterior de la puerta, Patty rompió a llorar.

Jeannie también estuvo a punto de estallar en lágrimas, pero era la hermana mayor y hacía mucho tiempo que había adoptado la costumbre de dominar sus emociones mientras cuidaba de Patty. Pasó un brazo alrededor de los hombros de su hermana en tanto avanzaban por el aséptico pasillo. Patty no era débil, pero se sometía más a las circunstancias que Jeannie, la cual era combativa, tenaz y lanzada. La madre siempre criticaba a Jeannie y comentaba que, en carácter, debería parecerse más a Patty.

– Me gustaría tenerla en casa conmigo, pero no puedo -se lamentó Patty, apesadumbrada.

Jeannie asintió. Patty estaba casada con un carpintero llamado Zip. Vivían en una casita adosada de dos habitaciones. El segundo dormitorio lo compartían los tres chicos. Davey contaba seis años, Mel cuatro y Tom dos. No había sitio para la abuela.

Jeannie era soltera. Como profesora auxiliar en la Universidad Jones Falls ganaba treinta mil dólares al año -suponía que una barbaridad menos que el marido de Patty- y acababa de firmar la primera hipoteca sobre un piso de dos habitaciones recién adquirido y amueblado a crédito. Una de las habitaciones era sala de estar con cocina incorporada en un rincón, la otra era el dormitorio, con armario empotrado y baño minúsculo. Si le cedía la cama a su madre, ella tendría que dormir todas las noches en el sofá; y en casa no quedaría nadie para cuidar durante el día a una mujer con la enfermedad de Alzheimer.

– Yo tampoco puedo encargarme de ella -dijo.

Patty mostró su rabia a través de las lágrimas.

– ¿Entonces por qué le dijiste que la sacaríamos pronto de aquí? ¡No podemos!

Salieron al tórrido calor de la calle.

– Iré mañana al banco y pediré un crédito. La ingresaremos en una residencia mejor y pagaré la diferencia. Lo que le falte al seguro médico.

– ¿Y cómo devolverás el préstamo? -Patty fue a lo práctico.

– Me las arreglaré para que me asciendan a profesora adjunta, después obtendré plaza de catedrática, me encargarán la preparación de un libro de texto y conseguiré que tres multinacionales me contraten como asesora.

Patty sonrió a través de las lágrimas.

– Yo te creo, pero ¿te creerá el banco?

Patty siempre había tenido una fe ciega en Jeannie. Patty nunca había sido ambiciosa. En el colegio siempre estuvo por debajo del nivel medio, se casó a los diecinueve años y se dispuso a alumbrar y a criar hijos sin dar señales de lamentarlo. Jeannie era la otra cara de la moneda. Primera de la clase y gran figura de todos los equipos deportivos, había sido campeona de tenis y cursado todos los estudios gracias a becas deportivas. Fuera lo que fuese lo que dijera que iba a hacer, Patty nunca dudaba de que lo cumpliría.

Pero Patty también tenía razón, el banco no le concedería otro préstamo tan inmediatamente después de haberle financiado la compra del piso. Y Jeannie acababa de estrenarse en el cargo de profesora auxiliar: transcurrirían tres años antes de que consideraran la posibilidad de ascenderla. Cuando llegaban a la zona de aparcamiento, Jeannie dijo, a la desesperada:

– Está bien, venderé el coche.

Adoraba su automóvil. Era un Mercedes 230C de veinte años de antigüedad, un sedán rojo de dos puertas con asientos de cuero negro. Lo había comprado ocho años atrás con los cinco mil dólares que obtuvo al ganar el torneo de tenis del Mayfair Lites College. Cosa que ocurrió antes de que se pusiera de moda ser dueño de un viejo Mercedes.

– Probablemente vale ahora el doble de lo que pagué por él -dijo.

– Pero tendrás que comprarte otro coche -observó Patty, aún despiadadamente realista.

– Tienes razón -suspiró Jeannie-. En fin, siempre me queda el recurso de dar clases particulares. Va contra las reglas de la UJF, pero es muy posible que me gane mis buenos cuarenta dólares a la hora dando clases individuales de recuperación de estadística, a estudiantes ricos que suspendieron el examen en otras universidades. Tal vez saque trescientos dólares semanales; libres de impuestos si no los declaro. -Miró a su hermana a los ojos-. ¿Tú puedes aportar algo?

Patty desvió la vista.

– No lo sé.

– Zip gana más que yo.

– Me matará por decírtelo, pero podremos contribuir con unos setenta y cinco u ochenta a la semana. -Patty añadió por último-: Le pincharé un poco para que pida un aumento de sueldo. Es un poco cobardica a la hora de hacerlo, pero me consta que se lo merece, y el Jefe le aprecia.

Jeannie empezó a sentirse algo más optimista, aunque la perspectiva de pasarse los domingos dando clases a estudiantes que no habían logrado superar el examen de licenciatura le resultaba deprimente.

– Con cuatrocientos dólares semanales extra podremos conseguirle a mamá una habitación con cuarto de baño propio.

– En cuyo caso podría tener cerca algunas de sus cosas, adornos y quizás unos cuantos muebles de su piso.

– Preguntaremos por ahí, a ver si alguien sabe de algún lugar bonito.

– De acuerdo. -Patty parecía preocupada-. La enfermedad de mamá es hereditaria, ¿no? Vi algo de eso en la tele.

Jeannie asintió.

– Hay un defecto en el gen AD3, estrechamente relacionado con el inicio del mal de Alzheimer.

Jeannie recordaba que se localizaba en el cromosoma 14q24.3, pero eso sería chino para Patty.

– ¿Significa eso que tu y yo acabaremos igual que mamá?

– Significa que existen muchas probabilidades de que sea así.

Permanecieron en silencio durante un momento. La idea de perder las facultades mentales era algo demasiado funesto para hablar de ello.

– Me alegro de haber tenido a mis hijos siendo muy joven -dijo Patty-. Serán lo bastante mayorcitos para cuidarse por sí mismos cuando me suceda eso a mí.

Jeannie captó un punto de reproche. Lo mismo que la madre, Patty consideraba que había algo reprobable en el hecho de haber cumplido los veintinueve y no tener hijos.

– El hecho de que hayan descubierto el gen es también esperanzador. Eso significa que para cuando nosotras tengamos la edad que tiene ahora mamá, puede que estén en condiciones de inyectarnos una versión alterada de nuestro propio ADN que no tenga el gen fatal.

– Mencionaron eso en la televisión. Tecnología de recombinación del ADN, ¿verdad?

Jeannie sonrió a su hermana.

– Verdad.

– Ya ves que no soy tan tonta.

– Nunca he dicho que lo fueras.

– La cuestión es -articuló Patty pensativamente- que nuestro ADN nos hace lo que somos, de forma que si yo cambio mi ADN, ¿me convierte eso en una persona distinta?

– No es sólo el ADN lo que te hace ser como eres. También influye tu educación, el ambiente en que te has criado. En eso me ocupo.

– ¿Qué tal tu nuevo trabajo?

– Es emocionante. Se trata de mi gran oportunidad, Patty. Un sinfín de personas leyeron mi artículo sobre la criminalidad y las posibilidades de que se encuentre en nuestros genes.

Publicado el año anterior, mientras ella estaba en la Universidad de Minnesota, el artículo llevaba el nombre del profesor que lo había supervisado encima del de Jeannie, pero el trabajo lo había realizado la muchacha.

– No llegué a determinar si decías que la criminalidad se hereda o no.

– Identifiqué cuatro rasgos que conducen a la conducta criminaclass="underline" impulsividad, intrepidez, agresividad e hiperactividad. Pero mi teoría consiste en que ciertos sistemas de educación infantil neutralizan esos rasgos y convierten a criminales potenciales en buenos ciudadanos.