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Jordan se sintió como un intruso por su presencia en el lugar del crimen, aunque atañía de cerca a su vida privada. En cierto modo tenía la sensación de que Burroni pensaba lo mismo.

– Hola, James.

– Hola. Lamento que nos veamos en una ocasión como esta.

Jordan hizo un gesto vago con la mano, para disipar la incomodidad del momento. Ambos sabían cómo estaban las cosas, y que no eran precisamente agradables.

– Entra. Te aviso que el espectáculo es duro.

Mientras seguía al detective, Jordan no pudo evitar echar una rápida ojeada a su alrededor. Además del caos indescriptible que reinaba en el loft, tanto que parecía formar parte de la construcción, había una luz primaveral clara y ajena, extrañamente apacible en aquel lugar en el que Jerry Kho había librado su guerra contra sí mismo y contra el mundo.

Entonces le vio.

Se esforzó por mantenerse impasible y frío ante la enésima representación de la crueldad humana, ante ese muchacho que aún no había cumplido treinta años y que alguien había asesinado y ridiculizado incluso después de la muerte.

Se arrodilló junto al cuerpo de su sobrino, ante aquellos ojos muy abiertos y aquella pintura roja de marioneta infernal que subrayaba el escarnio extremo de su posición. Burroni respondió a la pregunta que podía verse en su mirada.

– Por el examen sumario parece que lo estrangularon y después lo colocaron de esta manera. La muerte ocurrió hace unas horas.

Jordan señaló las zonas claras en las muñecas y los tobillos, donde la pintura se había despegado y se veía la piel.

– Probablemente estas marcas las dejó lo que usaron para inmovilizarle. Tal vez cinta adhesiva.

– Es posible. Ya lo confirmará la autopsia.

– Y de lo demás, ¿qué dice la Científica?

Burroni señaló el piso con un gesto circular.

– ¿Has visto lo que hay aquí dentro? En este lugar hay siglos de historia. La limpieza es bastante deficiente, como ves. Cualquier cosa podría pertenecer a cualquiera y a cualquier época.

– ¿Y esto? ¿Qué son estas cosas?

Jordan señaló el dedo de la víctima metido en la boca y la manta que sujetaba contra la oreja. Burroni entendió el sentido de la pregunta.

– Cola. Ya han cogido una muestra. Algo nos dirá cuando la hayan analizado.

– ¿Y la pintura?

– Se ha pintado él mismo. Su galerista ha dicho que era bastante habitual que usara esta técnica. Ya sabes, todas esas tonterías de la vanguardia y…

Se interrumpió de golpe, como si de pronto hubiera recordado el parentesco de su interlocutor con la víctima.

La llegada de Christopher Marsalis evitó cualquier tentativa de disculpa. Cuando entró en el piso, seguido por el omnipresente factótum Ruben Dawson, su hermano estaba literalmente haciendo pedazos al médico forense.

– ¡… si mi hijo ha decidido esto, entonces lo tendrá! ¡Por Dios, espero que ahora me sirva de algo ser el alcalde de esta maldita ciudad! ¡Hagan lo que deban hacer! Retiren el cuerpo ahora mismo.

Todavía arrodillado, Jordan esperó a que su hermano pasara la estantería y tuviera la espantosa posibilidad de ver a qué estado habían reducido a su hijo.

Y así sucedió.

Mientras Christopher miraba el cadáver, Jordan le miraba la cara y vio cómo se convertía en piedra y luego se desmoronaba. Sus ojos se volvieron absurdamente opacos en aquel luminoso lugar, Jordan ignoraba cuánto viviría aún ese hombre, pero supo sin la menor duda que acababa de morir allí, en aquel momento.

Chris se volvió de repente y desapareció detrás de la estantería. Jordan se levantó, con los ojos fijos en los hombros de su hermano, que se entreveían a través de los estantes cargados de botes de pintura. Vio cómo ocultaba el rostro entre las manos. Su cabello blanco destacaba entre las manchas de color de los aerosoles y los recortes de tela sucios de pintura.

Se acercó y le apoyó una mano en el hombro. Christopher supo que era él aun sin verle.

– Jesús bendito, Jordan, ¿quién pudo hacer algo así?

– No lo sé, Chris, de veras no lo sé.

– No consigo ni siquiera mirarlo, Jordan. No puedo creer que eso sea mi hijo.

Christopher se recostó contra la pared y se apoyó con un brazo; tenía la espalda vuelta, la cabeza baja y el abrigo que colgaba junto a un pie que se movía nerviosamente como si quisiera cavar un agujero hasta el centro de la tierra. Permaneció en esa posición durante todo el tiempo que tardaron en retirar el cuerpo.

Ruben Dawson se aproximó y se quedó de pie junto a su alcalde, atento y en silencio, como siempre. Levantaron el cadáver y lo introdujeron en una bolsa de plástico. Jerry Kho salió de la habitación en una camilla, con un rumor de bisagras y un chirrido de ruedas por marcha fúnebre. En la pared, aquel número epitafio seguía encerrado en su absurda nube, la expresión de un mundo infantil que en aquel sitio y en aquel momento parecía tan fuera de lugar como una canción de cuna.

Quedaron solos los cuatro, cuatro estatuas de sal ante las preguntas que todo crimen plantea. ¿Quién? y ¿por qué? son las preguntas que uno se hace siempre. Y aunque la primera muchas veces tiene respuesta, la segunda sigue, pese a todo, siendo un enigma sin resolver.

El primero en recobrarse fue Christopher Marsalis. En su voz había una rabia interior, y quizá justamente gracias a ella recuperó el control de lo que se veía en la superficie. Se acercó a la pared contra la cual se había estado apoyando, hasta hacía poco, lo que quedaba de su hijo.

– ¿Qué coño significa este número?

La pregunta quedó suspendida sobre las cabezas de todos ellos.

Jordan respiró hondo y se apartó de los demás. Un instante después ya no se hallaba con ellos. Había descubierto, hacía mucho tiempo, que poseía una enorme capacidad de visualización. Cuando todavía estaba en la Academia de Policía, durante las pruebas de aptitud, la psicóloga que realizaba los tests se quedó anonadada por su capacidad de describir todos los conceptos que le proponía con una cantidad y una claridad de detalles impresionante.

Siguiendo ese instinto, fijó los ojos en la pared hasta que esta desapareció.

Ahora veía el cadáver de Gerald, arrastrado y apoyado contra la pared y colocado en esa posición absurda, y la mano que dibujaba la nube y…

– Es un código T9 -dijo como si no pudiera ser de otro modo.

Tres cabezas se volvieron de golpe hacia él. Ruben Dawson recuperó su función oficial de portavoz del alcalde.

– ¿Y qué es un código T9?

Jordan metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Comenzó a marcar velozmente, alzando de vez en cuando la cabeza para mirar los números. Cuando confirmó su intuición, no cambió la expresión ni el tono de voz, para no parecer el primero de la clase.

– Es un sistema de composición de los SMS, los mensajes que se envían con el móvil. El software del teléfono reconoce por las teclas que se pulsan, las diversas palabras que se pueden formar y las recompone, sin que tenga uno mismo que marcarlas letra por letra.

Jordan se acercó a la pared y señaló con el dedo las dos últimas cifras, encuadradas.

– Aquí, ¿veis? Los últimos dos números están en un recuadro. Pensando en la posición del cuerpo…

Jordan logró, con esfuerzo, no llamar a la víctima por su nombre. Llamar a la víctima por el nombre, en las normas de comportamiento de la policía, significaba que el investigador se involucraba excesivamente, y eso perjudicaba la investigación.

– Al ver la posición del cuerpo y lo que está escrito, he pensado que podía haber un nexo entre las dos cosas. He marcado los números en el teléfono de cierta forma, y mirad lo que ha salido.

Jordan les mostró el móvil abierto en dos. En el visor en color había una frase:

the doctor is in.

Un conjunto de cabezas se levantó con sorprendente sincronización. Caras atónitas volvieron sus miradas interrogativas hacia Jordan. Ese instante de silencio fue más elocuente que cualquier pregunta.