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En cuanto a su verdadero nombre, prefería olvidarlo, como toda su vida anterior. En sus vivencias nada había que valiera la pena conservar, y menos aún su recuerdo. Si el arte era casualidad, su destrucción era tan programable como la destrucción de su propia vida.

Percibió un movimiento cerca. El cuerpo de la mujer sin nombre se arrastraba hacia él, entorpecido por la pintura que empezaba a secarse. Notó que una mano le tocaba el hombro y oyó la voz de ella, con el aliento todavía caliente de placer, junto a la oreja.

– Jerry, ha sido fant…

Jerry levantó los brazos y dio una palmada. El sensor apagó todas las luces y los dejó en una penumbra iluminada solo por la ambigua luz de las pantallas de televisión.

Apoyó una mano en el hombro de la mujer y la apartó de sí con un gesto brusco.

«Ahora no», pensó.

– Ahora no -dijo.

– Pero yo…

La voz de la mujer se perdió en un gemido indistinto cuando Jerry, con un nuevo empujón, la apartó aún más.

– Calla y no te muevas -le ordenó secamente.

La mujer sin nombre permaneció inmóvil y Jerry volvió a fijar la mirada en el circuló le la luna, del que la oscuridad ya se había apoderado hasta la mitad. No le importaba que lo que observaba tuviera una sencilla explicación científica. Solo era importante el sentido de lo que veía, solo contaban la alegoría y la mistificación.

Se quedó mirando el eclipse, sintiendo que se hundía en los efectos de la droga y el cansancio físico, hasta que la luna se convirtió en un disco negro ribeteado de luz y colgado en el cielo del infierno.

Entonces cerró los ojos y, mientras se deslizaba en el sueño, Jerry Kho deseó que no volviera nunca.

2

La mujer abrió los ojos y los cerró enseguida, cegada por la luz del día que entraba por los ventanales. La noche anterior había bebido mucho champán y ahora notaba la lengua pastosa y un sabor horrible en la boca.

Se dio cuenta de que había dormido completamente desnuda sobre el suelo y que la había despertado el frío. Tiritaba; se acurrucó buscando calor en la misma posición en que la noche anterior intentó refugiarse de un orgasmo demasiado violento. Había sido una experiencia devastadora. Por primera vez en su vida se había sentido por entero partícipe de algo; había sido protagonista y víctima de un acontecimiento sin igual y del cual quedaría una huella que conservaría para siempre. Mantuvo los ojos cerrados un momento más, para conservar en ellos las imágenes de lo que había vivido; sentía que la carne de gallina cubría todo su cuerpo, debido al frío y a la excitación.

Luego, con un suspiro, entreabrió despacio los ojos, preparada para las luces que los recibirían. Lo primero que vio fue la espalda de Jerry Kho, todavía desnudo y cubierto de pintura roja ya seca, que se agitaba con un movimiento que no conseguía reconocer. El loft estaba iluminado por la claridad azul de las primeras horas de la mañana, a la que se unían los saltos luminosos de las pantallas de televisión. Probablemente habían permanecido encendidas toda la noche. La mujer se preguntó si era ese el módulo que…

Como si hubiera percibido un cambio a sus espaldas, Jerry se volvió y la miró con ojos tan enrojecidos como si hubiera absorbido la pintura con la que se había embadurnado la noche anterior.

Jerry la miró como si no la viera.

– ¿Quién eres?

Aquella pregunta la perturbó. De repente sintió una absurda vergüenza por su desnudez. Se sentó y se encogió, juntando las piernas entre los brazos. Tenía la piel tirante, a causa de la pintura seca que todavía la cubría. Parecía que miles de agujas microscópicas la pincharan al mismo tiempo. El movimiento hizo que su epidermis se arrugara y algunos fragmentos de pintura cayeran sobre la tela blanca.

– Soy Meredith.

– Pues claro, Meredith.

Jerry Kho asintió apenas con la cabeza, como si el nombre de la mujer conllevara el signo de lo ineluctable. Le volvió la espalda y se puso a esparcir los colores sobre la tela mojando directamente las manos en los botes de pintura que se hallaban a su lado. Meredith tuvo la impresión de que con ese simple movimiento el hombre había borrado su presencia de la habitación y del mundo entero.

Su voz ronca la sorprendió mientras trataba de levantarse sin rasparse la piel.

– No te preocupes por la pintura. Es al agua, no tóxica, como las que se dan a los niños para jugar. Basta con que te des una ducha, y desaparece. El cuarto de baño está al fondo, a la izquierda.

Jerry oyó a su espalda los pasos de la mujer que se alejaba. Poco después, el ruido de la ducha.

«Lávate y vete, Meredith-sin-nombre.»

Conocía a ese tipo de mujer. Si le dejara el menor espacio se le pegaría como un tatuaje, y él no era ese tipo de hombre. Ella solo había sido un medio para llegar a la obra que trazaba sobre el suelo, nada más. Ahora que su tarea estaba terminada, debía desaparecer. En su mente, confusa por el bajón de la droga, creía recordar haberla conocido la noche anterior en una inauguración a la que le arrastró LaFayette Johnson, su galerista. En la calle Broadway, le parecía. Una exposición de fotografía de una reportera que había vivido unos años en algún recóndito lugar de África, en la que mostraba a los integrantes de una tribu en un hábitat que pretendía hacer pasar por natural e incontaminado. Jerry observó la curiosa semejanza que tenían los ornamentos, los amuletos y los fetiches africanos con los de los nativos de América, vinculados por el uso forzoso de los mismos materiales.

Piel, huesos, piedras de colores. También allí, la esencia y la vanidad.

La única diferencia era la ausencia de flecos en los atuendos. Aunque, no tenían razón de ser. ¿Por qué usar un artificio ideado para escurrir de la ropa las gotas de lluvia, en un lugar donde no llueve casi nunca?

Dio vueltas durante un rato entre esos rostros, esas voces y esos vestidos sin la menor curiosidad por saber quién era quién y qué era qué. Atravesó, sintiéndose impermeable, ese muro invisible hecho de palabras que los seres humanos erigen entre ellos cuando creen comunicarse. Al cabo de un rato el aburrimiento comenzó a imponerse al efecto de la pastilla de éxtasis que había tomado antes de salir de su casa. Para Jerry era una de esas noches en las que se arrastraba por todos los lugares de Manhattan en los que hubiera un modo de alterar su realidad. Y sin duda ese no era uno de ellos.

– ¿Usted es Jerry Kho?

Se volvió hacia la voz que le hablaba a sus espaldas y se encontró frente a un ser de sexo femenino de apariencia gris. Solo el pintalabios aportaba una mancha de rojo encendido. Le recordó uno de esos cortos en blanco y negro en los que, por elección estilística, hay un único detalle de color. La adoración que reflejaban los ojos de la mujer hacía que estos brillaran como el pintalabios; era el segundo detalle de color en esa gama de grises que debía de ser su vida.

– ¿Tengo alternativa? -respondió, apartando la mirada.

La mujer no captó la despedida implícita que contenía su actitud. Siguió hablando, quizá enamorada de su propia voz, como todos.

– Conozco sus obras. He visto su última exposición. Era tan…

Jerry no supo nunca «tan…» qué había sido su última exposición. Siguió mirando fijamente los labios rojos de la mujer sin oír las palabras que salían de ellos, y allí, en esa especie de encuadre de la película muda que estaban rodando sus ojos, nació la idea. Y la idea, como todas las bendiciones, obedecía a un ritual.

La cogió por un brazo y la arrastró hacia la puerta.

– Si te gustan mis obras, ven conmigo.

– ¿Adónde?

– A formar parte de la próxima.