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Habíamos contratado a unos mensajeros especiales para repartir las invitaciones; cada uno de estos hombres montaba un caballo pura sangre.

Cada uno llevaba en la mano derecha una especie de bastón hendido en el extremo superior y en esa hendidura iba fijada la invitación para que la vieran todos. El bastón estaba adornado alegremente con cintas donde figuraban impresas algunas plegarias. Ondeaban al viento. Mientras los mensajeros se preparaban en nuestro patio para salir a cumplir su cometido, había gran algazara. Los lacayos gritaban con todas sus fuerzas, los caballos relinchaban y los enormes mastines negros ladraban como locos. A última hora les daban a los mensajeros un buen trago de cerveza tibetana. Luego, los criados ponían todas las jarras a la vez en el suelo, con un gran ruido, y abrían la puerta principal. La tropa de mensajeros salía al galope con un salvaje griterío.

En el Tíbet los mensajeros entregan un mensaje escrito, pero también dan una versión oral que puede ser completamente distinta. Hace muchos años, los bandidos apresaban a los mensajeros y cometían sus fechorías basándose en las noticias que leían.

Así, atacaban una casa mal defendida o una procesión. De ahí la costumbre de escribir un mensaje falso para despistar a los bandidos. Todavía perdura esa antigua costumbre del doble mensaje: oral y escrito, de contenido diferente. Incluso ahora, la versión que se acepta como verdadera es la oral.

Dentro de la casa todo era un puro torbellino. Limpiaban o volvían a pintar las paredes, raspaban los suelos de madera y les sacaban brillo hasta que resultaba peligroso andar por ellos. Los altares de madera labrada que había en las habitaciones principales eran pulidos y se les daban nuevas capas de baca. Se traían muchas lámparas alimentadas con manteca. Algunas de estas lámparas eran de oro y otras de plata, pero les sacaban tanto brillo que no se podía distinguir entre ambas clases. Mamá y el mayordomo corrían sin cesar de un lado a otro, criticando una cosa, ordenando otra y, en general, haciéndoles la vida imposible a los pobres criados. Teníamos más de cincuenta servidores por entonces, pero hubo que aumentar el número para la fiesta. Trabajaban dos ellos afanosamente y con buena voluntad. El patio lo limpiaron tan concienzudamente que las losas de piedra quedaron relucientes y parecían recién puestas. Llenaron los intersticios con una pasta de color y el efecto era muy bonito y alegre. Terminada toda esta labor, los pobres criados, llamados a presencia de mi madre, recibieron la orden de limpiarse los trajes hasta dejarlos como nuevos.

En las cocinas había una tremenda actividad: prepararon enormes cantidades de alimentos. El Tíbet es un refrigerador natural, de modo que es posible preparar la comida y conservarla en excelente estado durante un tiempo indefinido. El clima es extraordinariamente frío y seco. Pero incluso cuando sube la temperatura, la sequedad de la atmósfera conserva muy bien los alimentos. La carne puede guardarse durante un año entero sin que se estropee y los cereales duran siglos.

Los budistas no matan; así que la única carne disponible es de animales muertos de muerte natural, que se han caído por precipicios o a los que han matado accidentalmente. Nuestra despensa estaba bien provista de carne de tal procedencia. Hay carniceros en el Tíbet, pero son de una casta "intocable" y las familias más ortodoxas consideran como una deshonra tratar con ellos.

Mi madre había decidido ofrecerles a los invitados las cosas más raras y costosas. Se propuso darles flores de rododendros en conserva. Con varias semanas de antelación, nuestros criados fueron a las estribaciones del Himalaya donde se encuentran los mejores rododendros. En nuestro país estos árboles crecen a enorme altura y dan una asombrosa variedad de tonos y aromas.

Los capullos que no han florecido del todo son arrancados y lavados cuidadosamente. Este cuidado se debe a que la menor arañadura impide que se conserven. Luego sumergen cada flor en una mezcla de agua y miel en un gran jarro de cristal y lo cierran herméticamente. Los jarros de cristal quedan expuestos al sol durante varias semanas, dándoles vueltas para que todas las partes de la flor reciban la luz por igual. La flor va creciendo lentamente y se impregna del néctar fabricado con el agua y la miel. A alguna gente le gusta exponer las flores al aire durante unos días antes de comérselas para que se sequen y se ricen un poco, pero sin perder su sabor ni su aspecto.

También suelen espolvorear con azúcar los pétalos para imitar la nieve. A mi padre le parecía esto un dispendio inútil. Decía: "Con lo que hemos gastado en esas flores teníamos para comprar diez yaks con sus hembras”. La respuesta de mi madre era típicamente femenina: "¡No seas estúpido! Tenemos que quedar bien ante la gente y, además, esto es cuestión mía. Soy yo quien lleva la casa, ¿no?”

Otro bocado exquisito era la aleta de tiburón. Las traían de China y, desmenuzándolas, hacían con ellas una sopa. Alguien ha dicho que "la sopa de aleta de tiburón es el plato más exquisito que pueda concebir el gastrónomo más exigente". A mí me parecía horrible, sobre todo teniendo en cuenta que cuando llegaba de China estaba ya en malas condiciones. Para decirlo delicadamente, estaba un poco "pasado". Pero a mucha gente le gustaba más así.

En el Tíbet son los hombres quienes llevan la cocina. Las mujeres no saben mover la tsampa ni hacer las mezclas adecuadas. Las mujeres toman un puñadito de esto, una cucharada de lo otro, y lo sazonan al buen tuntún con la esperanza de que les salga bien. En cambio, los cocineros son más conscientes, se toman un mayor trabajo y los platos les salen incomparablemente mejor. Las mujeres sirven para barrer, charlar y, naturalmente, para otras cosas, aunque no muy variadas. Pero no sirven para hacer tsampa La tsampa es el alimento nacional del Tíbet. Muchos tibetanos se alimentan toda su vida exclusivamente con tsampa y té. Se hace con cebada que se tuesta hasta darle un tono dorado oscuro. Luego se tritura el grano para sacarle la harina y se vuelve a tostar. La harina se coloca entonces en una escudilla y se le añade té caliente con manteca. Se remueve esta mezcla hasta que adquiere la consistencia de una pasta. Se añade, a gusto de cada cual, sal, bórax y manteca de yak. De todo ello resulta la tsampa, que puede presentarse en tortas o como pasteles y dársele las formas más decorativas.

La tsampa puede parecer monótona si se toma sola, pero en realidad es un alimento muy compacto y concentrado capaz de sostener a una persona en todos los climas y bajo cualesquiera circunstancias.

Mientras un grupo de nuestros criados hacía la tsampa, otros hacían la manteca. El sistema tibetano para fabricar la manteca no es muy recomendable desde el punto de vista de la higiene. Nuestras mantequerías eran grandes bolsas de piel de macho cabrío con los pelos hacia dentro. Se llenaban de leche de yak o de cabra y se les retorcía el cuello para atarlo luego con fuerza y lograr así que no se saliese ni una gota. Después se les daban grandes golpes y se les zarandeaba violentamente hasta que se formaba la manteca. Disponíamos de un suelo especial para hacerla, con salientes de piedra de unos cincuenta centímetros de altura. Las bolsas llenas de leche eran levantadas para dejarlas caer luego sobre esas protuberancias que servían para batir el líquido. Resultaba monótono ver y oír a unos diez criados levantando y dejando caer continuamente las bolsas hora tras hora. Al levantarlas tomaban aliento con un aaaab unánime y luego sonaba el ruido sordo de la bolsa al caer. A veces estallaba alguna bolsa por estar ya demasiado vieja o porque la manejaban sin cuidado. Recuerdo a un tipo muy forzudo que presumía de sus músculos. Trabajaba con doble rapidez que sus compañeros y se le hinchaban las venas con el esfuerzo. Uno le dijo: