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– ¿Su descripción no significó nada para ellos?

– Nada. No encaja con nadie de su personal, ni con su lista de personas desaparecidas. Al parecer, no pueden ayudarnos.

Sin embargo, había en él un aire satisfecho que no tenía el día anterior. Temí por Rose.

– ¿La policía francesa ha encontrado algo más?

Sonrió.

– Un poco. De hecho, están siguiendo una pista muy prometedora.

– ¿Una pista? -Intenté mostrarme indiferente.

– Han descubierto de dónde vino su disfraz, o al menos una parte. ¿Se acuerda que me dijo que llevaba pantalones abombados que parecían patas de oso? Cuando la policía los secó y los examinó a fondo encontraron una etiqueta escrita con tinta indeleble.

– ¿Su nombre?

– No; el del circo.

Lo miré fijamente.

– ¿Circo?

– Sí, hay un circo en las afueras de la ciudad. Apuesto a que pertenecían a uno de los payasos, así que esta mañana el jefe de policía vino a preguntarme si sé de algún súbdito británico que trabaje en el circo.

– ¿Y sabe de alguno? -Seguía intentando dar la impresión de interesarme en lo que decía por mera cortesía, pero mi mente saltó hacia Sidney Greenbow.

– Le dije que la gente del circo no suele firmar en el libro del consulado. De todos modos, eso explica lo que estaba haciendo en la fiesta de mademoiselle Tourelle.

– ¿Ah, sí?

– Supongo que el pobre tipo decidió entrar y mezclarse con los invitados, para ver lo que podía conseguir. Supongo también que se comportó de modo extraño y usted llegó a la conclusión de que la estaba siguiendo.

– ¿Ha preguntado usted a la gente del circo si lo conocían?

– Eso se lo dejamos a la policía. Creo que tarde o temprano tendré que encargarme del traslado del cuerpo a Inglaterra, si alguien allí lo reclama.

Le dije que entendía las dificultades inherentes a su cargo y que estaba segura de que sus responsabilidades lo mantenían muy ocupado.

– Sin embargo, para ser sincero, no ha ocurrido gran cosa últimamente. De hecho, el pobre patas de oso es lo más excitante que nos ha pasado en varias semanas.

No estaría hablando tan a la ligera si la policía hubiese detenido a una inglesa, acusándola de asesinato.

– ¿La policía tiene una mejor idea de cómo se mató?

– No lo creo. Parece un caso bastante claro de muerte accidental, aparte del problema que supone identificarlo. Quizá logró conseguir una copa o dos de champán y no se sentiría muy seguro en sus pezuñas, o patas, o lo que fuera. Por lo que me han dicho, había mucho champán.

Parecía lamentar no haber sido invitado. Decidí que no averiguaría nada más con él y me marché. En cuanto me aseguré de que no me observaba, doblé por el camino que llevaba al Champ de Pioche.

Apenas pude controlarme para no echar a correr. Había estado tan segura de que nos seguían por razones políticas que ni siquiera se me habían ocurrido otros motivos. Si podía equivocarme en eso, podía equivocarme en otras cosas. Fue esa esperanza la que me empujó a buscar a Sidney Greenbow, sin saber exactamente qué le diría al encontrarlo.

El campo del circo estaba más bullicioso y resuelto que en mi primera visita porque era media tarde cuando llegué y la primera función empezaba a las cinco. En un rincón alejado vi cuatro caballos de Sid trotando en círculo; sus jinetes vestían camisa y pantalón corrientes y nadie me detuvo cuando me dirigí hacia ellos. Al principio Sid, de pie en medio del círculo, no se fijó en mí, tan concentrado estaba en caballos y jinetes.

– Mantenle la cabeza alta. No, no tires de su boca, no es un maldito burro de playa. Utiliza tu muñeca, maldita sea.

Me acerqué más. Me vio y con una señal me ordenó que me quedara quieta. Pasados unos minutos despidió a dos caballos e hizo que los otros dos ensayaran la pelea con sables del final de la función. Ya sin la música y los vistosos disfraces resultaba mucho más impresionante, tan bien coreografiada como un ballet. Los hizo repetir varias veces los mismos movimientos, maldiciendo a los jinetes -nunca a los caballos- cuando se equivocaban. Finalmente, apenas satisfecho, los dejó ir y se acercó a mí, limpiándose las manos en el pantalón.

– ¿Conocía al hombre que encontraron ahogado? -le pregunté a bocajarro.

– ¿A Bobsworth? ¿Por el que preguntaba la policía esta mañana?

– ¿Se llamaba Bobsworth? [5]

– No sé su verdadero nombre. Nuestros chicos ingleses lo llamaban así.

Estudié su rostro, pero no vi nada, ni siquiera curiosidad. Se mostraba cortés, aunque se habría comportado igual si le hubiese preguntado por el precio de la paja.

– ¿Era amigo suyo?

– No; era uno de esos tipos que se pegan a los circos.

– ¿Uno de su equipo?

– ¡Qué dice! No dejo que cualquiera toque a los dones. Ayudaba con la carpa, conducía el carromato, vendía entradas y cosas así. Se unió a nosotros en invierno, en París.

Lo miré fijamente y él me devolvió la mirada con los brazos en jarra y la cabeza ladeada.

– ¿Por qué le interesaba Bobsworth?

– Me estaba espiando y antes de eso pudo haber espiado a Topaz. ¿Sabe algo de eso?

Sid negó con la cabeza. Detrás de él alguien paseaba a los caballos. Se volvió y gritó una orden. Tuve la sensación de que al menos parte de su atención estaba centrada en ellos.

– ¿Está seguro?

Volvió a mirarme.

– Claro que lo estoy. No intentará acusarme de nada, ¿verdad?

Al menos había conseguido una reacción.

– Es una curiosa coincidencia, ¿verdad? Usted es amigo de Topaz y trabaja con ese hombre. Luego él la espía a ella y después a mí.

– Se lo he dicho. Nunca he trabajado con él. Era parte de la chusma rabicorta. Además, ¿para qué iba a querer que alguien espiara a Topaz o, puestos a suponer, a usted?

– ¿Alguien de aquí lo conocía bien?

– Me parece que no le caía bien a nadie. Supongo que Joe era lo más cercano a un amigo, pero ni siquiera él era lo que se dice un amigo íntimo.

– ¿Podría hablar con Joe?

– Lo encontrará en el vagón de los hombres. La acompañaré hasta allí. Después tendré que ir a prepararme.

Me acompañó al otro lado del campo, hasta un par de vagones de tren verdes situados bajo un árbol.

– La policía ha estado hablando con él toda la mañana, así que probablemente esté harto de todo esto. De todos modos no podrá hablar mucho, porque tiene que cambiarse para su número.

Del primer vagón llegaba cháchara en varias lenguas. Sidney llamó a la puerta con la palma de la mano y gritó a Joe.

– Saldrá en un minuto. Quédese aquí, yo tengo que encargarme de Grandee.

Se alejó con paso largo, dejándome junto a la escalerilla del vagón. Pasados unos minutos la puerta se abrió y una cara joven y lúgubre se asomó. Tenía rizos castaño rojizos, boca ancha y la expresión de alguien que espera lo mejor pero anticipa lo peor.

– ¿Es usted Joe?

– Sí. ¿Quién lo pregunta?

– Me llamo Nell. ¿Puede decirme algo del hombre al que llaman Bobsworth?

Parpadeó varias veces.

– ¿Es usted su esposa?

No pude evitar sonreír.

– No, no lo soy. ¿Tenía esposa?

– No lo sé.

Joe salió con cautela y cerró la puerta a sus espaldas. En los escalones, sus pies se encontraban al mismo nivel que mis ojos. Llevaba calcetines verdes, de los que sobresalía el dedo gordo, un pantalón de ante y una camisa rusa muy parecida a la del sátiro astroso. Se sentó en un escalón.

– Creo que lo conocí, pero no estoy segura.

Agitó lentamente la cabeza con perplejidad.

– ¿Qué quiere saber?

– Cualquier cosa que pueda decirme. Por ejemplo, lo que hacía antes de unirse al circo.

– No lo sé, nunca se lo pregunté. En enero, cuando estábamos en París, uno de los hombres se rompió una pierna. Conocí a Bobsworth en un bar, como ocurre cuando uno se encuentra con alguien que habla inglés. Le iba mal, así que le pregunté si quería unirse a nosotros y eso hizo.

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[5] Bobsworth: literalmente, el valor de un chelín. (N. de la T.)