Sin poder evitar susurrar, pregunté dónde habían encontrado la botella de vino. Jules señaló una mesita redonda junto a la tarima y las marcas dejadas por la copa y la botella. En el suelo, cerca de la mesita, había un camisón rosado, el que tanto había ofendido a Tansy, supuse. Al levantarlo olí el aroma a sándalo, pero seguía percibiendo aquel otro olor que aún no había identificado.
Traté de pasar por alto la mirada desaprobadora de Tansy y subí por los bajos escalones de la tarima hasta la cama. Una de las almohadas doradas mostraba todavía la depresión producida por la cabeza de Topaz. Con la intención de ahorrar al menos eso a Tansy, la sacudí para devolverle su forma.
– ¡Señor Estevan!
Mi susurro lo obligó a cruzar la habitación y subir en dos zancadas. Tansy, celosa, lo seguía.
– ¿Nadie vio esto?
Debajo de la almohada había una hoja de papel blanco, cuidadosamente doblada.
– ¡Ay, Dios! Me pareció raro que no dejara una nota.
Se estremeció y me fijé que cerraba con fuerza el puño derecho. Creo que ninguno de los dos deseaba coger el papel.
– ¿Qué es? -la voz de Tansy sonó brusca.
Cogí el papel y lo desdoblé. Papel de buena calidad, con el nombre y el escudo del Hôtel des Empereurs impreso en relieve en la parte superior. La nota era corta y extrañamente dispuesta.
Demasiado tarde.
Ocho de la tarde. Devolución de pagaré por una carrera.
Vin Poison. [1]
Seguía una firma garabateada: «Topaz Brown.»
Se la enseñé a Tansy.
– ¿Es su escritura?
– Sí, pero ¿qué significa?
Estaba pálida y le temblaban los labios. Tan gentilmente como pude le expliqué:
– Creo que quiere decir que ya no quería continuar con la existencia que llevaba… con su profesión como la veía.
– Pero no es así. Ya se lo dije, pensaba dejarla.
– Dice: «Demasiado tarde.»
– Y «pagaré», eso es cuando uno debe dinero.
– Tal vez creyera deberle algo al mundo.
– Topaz no debía nada a nadie -afirmó Tansy categóricamente.
Jules volvió a leer la nota por encima del hombro de Tansy.
– No entiendo por qué escribió eso de vino y veneno. Debió de saber que la policía sabría que se trataba de vino envenenado.
– Además, lo escribió en francés. ¿Sabía francés?
– Lo hablaba un poco, de hecho lo estaba aprendiendo rápidamente. Pero en cuanto a leerlo y escribirlo, no iba más allá de lo que necesitaba para entender un menú o la factura de un modisto.
Tansy me devolvió la nota, como si no quisiera tener nada que ver con ella.
– Supongo que hemos de enseñársela a la policía -comenté.
– De todos modos, saben que es un suicidio -replicó Jules con aparente indiferencia.
Sugerí que como vería de nuevo al abogado de Topaz le entregaría la nota. Me pareció que eso ayudaría más a nuestra causa. Tras una última mirada a la cama desordenada, Tansy regresó al salón y la seguimos.
Caminó de un lado a otro, jugueteando con montones de notas, papeles y esos rígidos sobres con olor a caballero extranjero.
– Tendré que hacer algo con todo esto.
– Déjaselo a los abogados -aconsejó Jules.
– Ella no querría eso. ¿Saben?, el abogado tuvo la desfachatez de enviar a un hombre el viernes, el día después de su muerte; quería llevarse sus papeles. Lo saqué de aquí sin miramientos. Ni siquiera estaba enterrada y ya querían curiosear, remover todas sus cosas. No iba a aceptar eso.
Nos dio la espalda, a punto de echarse a llorar. Jules y yo nos miramos. En algún momento alguien tendría que quitarle la custodia de los tesoros de Topaz, pero no era nuestra responsabilidad. Por lo visto, Jules adivinó lo que yo estaba pensando.
– Supongo, señorita Bray, que todo esto le pertenece legalmente… bueno, quiero decir a su organización.
Su sonrisa me pareció maliciosa, teñida de esa superioridad masculina que lo definía como «enemigo».
Observé los cuadros y los adornos, los montones de bufandas de muselina y estolas.
– No sé qué haríamos con ello.
– Claro, es el dinero lo que importa, ¿verdad? Es una pena que eso no fuera lo que ella deseaba. Supongo que le gustaría creer que recibía a sus visitantes con un símbolo de su organización prendido secretamente sobre el corazón, o en otro sitio.
Esta vez me tocó a mí mirarlo airadamente, pero una llamada a la puerta que daba al salón desde el descansillo me ahorró darle una respuesta. Tansy fue a abrir.
– Ah, eres tú.
Casi siseó al pronunciar estas palabras, pero abrió la puerta y la mujer más bella que hubiese visto entró majestuosamente. Era delgada como un tallo de dedalera, y alta, de cutis pálido y cremoso y enormes ojos oscuros. Llevaba un vestido de tarde de seda color café claro y, en el cinturón, auténticos capullos de rosa blanca; su expresión era de tragedia pura. Jules se adelantó para saludarla sin abandonar su maliciosa sonrisa.
– Señorita Bray, permítame presentarle a mademoiselle Marie de la Tourelle. Marie, ésta es la señorita Bray de la Unión Social y Política de Mujeres.
Una mano, ligera como el ala de mariposa, rozó la mía. A continuación Marie pasó silenciosamente de largo y se dejó caer en un diván, cual un cisne malherido.
– ¡Qué horror…! Tanta desesperación… Me culpo a mí misma.
Tansy la miró con expresión de repugnancia, y Jules tuvo que ir por otra copa para servirle lo que quedaba del tokay. [2] Marie tomó unos breves sorbos y se llevó una mano a la frente, con la palma hacia fuera, pose que yo nunca había visto, salvo en las pinturas de la Royal Academy. En su frágil muñeca lucía un hermoso brazalete de perlas y diamantes.
– ¿Por qué se culpa a sí misma? -inquirí.
– Los celos son terribles.
Su inglés era bueno, pero tenía un ligero acento.
– ¿Los celos de quién? -preguntó Jules.
Al menos era coherente en su deseo de experimentar: no se limitaba a mi persona. Me había fijado que al traer la copa buscó la mirada de Tansy, desafiándola literalmente a causar problemas. Hasta ahora ella había permanecido muda pero rebelde, vigilando cada movimiento de Marie.
Ésta dirigió una mirada dolorida a Jules.
– De mí, por supuesto. ¿De quién, si no?
– ¿Por qué?
Marie suspiró.
– Por lo de lord Beverley.
Tansy explotó.
– Él te había abandonado por ella, eras tú la celosa.
El contraste entre aquella mujer cita enfurecida y enfundada en ropas negras, y Marie, larga y sedosa sobre el diván, resultaba casi risible. Si las miradas mataran, Tansy se encontraría junto a su señora en el depósito de cadáveres. Después de esa única mirada, Marie la ignoró y habló con Jules.
– Según lord Beverley, Topaz era vulgaire. Me lo dijo, el pobre, cuando me rogó que lo aceptara de nuevo.
– ¡Eso dices tú! -exclamó Tansy, pero Marie siguió ignorándola.
– Está muy arrepentido. Todas esas azucenas blancas; ustedes las vieron.
– Esas azucenas te las envió ese sátiro, el archiduque. Todos están enterados de lo tuyo con él.
– El miércoles por la tarde me encontraba yo con lord Beverley en su automóvil, cuando Topaz nos pasó en su carruaje. Creo que fue entonces cuando decidió hacer esa cosa horrible.
– ¿No viste que él le guiñó el ojo? -preguntó Tansy-. Si quieres saber lo que ella pensó, te diré que se moría de risa.