Pensábamos de nuevo en la mentalidad francesa cuyo misterio nos esforzábamos en penetrar. Y Charlotte, como si quisiera apasionamos todavía más en nuestra investigación, nos hablaba del restaurante Paillard, en la Chaussée-d’Antin. Allí había sido raptada una noche la princesa de Caraman-Chimay por el pianista cíngaro Rigo…
Sin atreverme aún a creerlo, meditaba para mis adentros: ¿no sería el amor la raíz de esa quintaesencia francesa? Porque todos los caminos de nuestra Atlántida parecían cruzarse en le pays du Tendre. [11]
Saranza se sumergía en la aromática noche de las estepas y sus fragancias se confundían con el perfume que embalsamaba un cuerpo femenino cubierto de pedrerías y de armiño. Charlotte contaba las calaveradas de la divina Otero. Yo contemplaba con incrédulo asombro a esa última gran cortesana, veía su torneado cuerpo recostado en su canapé de caprichosas formas. Una vida extravagante consagrada exclusivamente al amor. Y alrededor de ese trono se agitaban hombres: unos contaban los parvos napoleones de su fortuna disipada, otros se acercaban lentamente a la sien el cañón de su revólver. Y aun en ese gesto postrero, sabían hacer gala de una elegancia digna del racimo de Proust: ¡uno de los desdichados amantes se había suicidado en el mismo lugar en que se le apareciera Carolina Otero por primera vez!
Por otra parte, en ese exótico país el culto al amor no conocía fronteras entre las clases sociales, y lejos de aquellos boudoirs desbordantes de lujo, en los barrios populares, veíamos cómo dos bandas rivales de Belleville se mataban por una mujer. Única diferencia: los cabellos de la Bella Otero tenían el lustre de un ala de cuervo, en tanto que la melena de la amada en litigio brillaba cual trigo maduro a la luz del crepúsculo. Los delincuentes de Belleville la llamaban Casque d’Or.
Llegado ese momento, nuestro sentido crítico se sublevaba. Estábamos dispuestos a creer en la existencia de devoradores de ranas, ¡pero imaginar a gángsteres degollándose por los ojos de una mujer!
A todas luces, eso no tenía nada de sorprendente en nuestra Atlántida: ¿no habíamos visto ya al tío de Charlotte apearse trastabillando de un coche de punto, con la mirada turbia y el brazo envuelto en un pañuelo ensangrentado? Acababa de batirse en duelo, en el bosque de Marly, por defender el honor de una dama… ¿Y acaso Boulanger, el dictador derrocado, no se había saltado la tapa de los sesos sobre la tumba de su amada?
Un día, al regresar de un paseo, nos sorprendió a los tres un chaparrón… Caminábamos por las viejas calles de Saranza, compuestas únicamente por grandes isbas renegridas por los años. Buscamos cobijo bajo el saledizo de una de ellas. La calle, donde un minuto atrás reinaba un calor sofocante, se sumió en un frío crepúsculo, barrido por ráfagas de granizo. Estaba pavimentada al modo antiguo, con gruesos cantos redondos de granito. Tras la lluvia, de ellos emanaba un intenso olor a piedra mojada. La perspectiva de las casas se difuminó tras una cortina de agua, y por obra de ese olor pudimos imaginarnos en una gran ciudad, de noche, bajo un aguacero de otoño. La voz de Charlotte, destacando apenas del ruido de las gotas, semejaba un eco amortiguado por las rachas de lluvia.
– También una lluvia me permitió descubrir aquella inscripción grabada en la pared húmeda de una casa, en L’Allée des Arbalétriers, en París. Mi madre y yo nos habíamos cobijado bajo un porche y, mientras esperábamos a que amainase el aguacero, descubrimos un escudo conmemorativo. Me aprendí la leyenda de memoria: «En este callejón, al salir del palacio de Barbette, el duque Luis de Orleans, hermano del rey Carlos VI, fue asesinado por Juan sin Miedo, duque de Borgoña, la noche del 23 al 24 de noviembre de 1407»… Salía de casa de la reina Isabel de Baviera…
Nuestra abuela enmudeció, pero en medio del rumor de las gotas seguíamos oyendo aquellos nombres fabulosos que se entretejían formando un trágico monograma de amor y de muerte: Luis de Orleans, Isabel de Baviera, Juan sin Miedo.
De pronto, sin saber por qué, me acordé del presidente. Un pensamiento muy claro, muy sencillo, palmario: que durante todas aquellas ceremonias en honor de la pareja imperial, sí, cuando el cortejo recorría los Campos Elíseos, y ante la tumba de Napoleón, y en la Opera, el presidente no había dejado de soñar con ella, con su amante, con Marguerite Steinheil. El presidente se dirigía al zar, pronunciaba discursos, contestaba a la zarina, intercambiaba una mirada con su esposa. Pero Marguerite se hallaba presente en todo instante.
La lluvia chorreaba por el tejado musgoso de la vieja isba bajo la que habíamos buscado cobijo. Yo olvidé dónde estaba. La ciudad que había visitado en compañía del zar se transfiguraba por momentos. La observaba ahora con los ojos del presidente enamorado.
Aquella vez, al abandonar Saranza, sentí como si regresara de una expedición. Me llevaba conmigo un cúmulo de conocimientos, un compendio de usos y costumbres, una descripción, todavía con lagunas, de la misteriosa civilización que cada noche renacía en el fondo de la estepa.
Todo adolescente tiende a clasificar: reacción de defensa ante la complejidad del mundo de los adultos, que lo aspira cuando se halla en el umbral de la infancia. Yo caía en ello quizá más que los demás. Porque el país que exploraba ya no existía, y me veía obligado a reconstruir sus enclaves y sus lugares sagrados a través de la espesa niebla del pasado.
Me enorgullecía sobre todo de la galería de tipos humanos con que contaba mi colección. Amén del presidente-amante, los diputados en barca y el dandi con su racimo de uvas, había personajes mucho más humildes aunque no menos insólitos. Aquellos niños, por ejemplo, jovencísimos mineros, con su sonrisa enmarcada en negro. Un voceador de periódicos (no nos atrevíamos a imaginar a un loco que corriera por las calles gritando: «¡Pravda! ¡Pravda!»). Un esquilador de perros que ejercía su oficio en los muelles. Un guarda forestal con su tambor. Unos huelguistas congregados en torno a un «rancho comunista». E incluso un vendedor de cacas de perro. Sí, me enorgullecía saber que esa extraña mercancía se utilizaba, por aquel entonces, para ablandar el cuero…
Pero mi aprendizaje fundamental, aquel verano, consistió en entender cómo se podía ser francés. Las innumerables facetas de tan huidiza identidad se habían aunado y formaban ya una totalidad viva. Era una manera de existir muy ordenada, pese a ciertos aspectos excéntricos.
Francia no era ya sólo para mí un simple museo de curiosidades, sino un ser sensible y denso, y yo llevaba dentro, injertada, una de sus parcelas.
2
– No, lo que no entiendo es que quisiera enterrarse en Saranza. Hubiera podido perfectamente vivir aquí, con vosotros…
A punto estuve de pegar un brinco en mi taburete junto al televisor. Y es que entendía tan bien las razones de que Charlotte se sintiese apegada a su ciudad de provincias… Me hubiera sido tan fácil explicar su elección a los adultos reunidos en nuestra cocina… Les habría evocado el aire seco de la gran estepa, que en su muda transparencia, destilaba el pasado. Les habría hablado de esas calles polvorientas que no conducían a ningún sitio y abocaban, todas ellas, en la misma llanura infinita. De esa ciudad a la que la historia, decapitando iglesias y arrancando «excesos arquitectónicos», había despojado de toda noción de tiempo. La ciudad donde vivir significaba revivir de continuo el pasado sin dejar de realizar maquinalmente los gestos cotidianos.
Pero no dije nada. Temía que me echasen de la cocina. Los adultos, según tenía observado desde hacía algún tiempo, toleraban ahora más fácilmente mi presencia. Parecía haber conquistado, a mis catorce años, el derecho a asistir a sus conversaciones nocturnas. Siempre que permaneciera invisible. Encantado con ese cambio, de ningún modo quería comprometer semejante privilegio.