La imagen de nuestra abuela estaba tejida con esas anodinas rarezas: originalidad a los ojos de algunos, extravagancias para otros. Hasta el día en que descubrimos que una piedrecita cubierta de óxido podía perlar sus pestañas de lágrimas y que el francés, nuestra jerga doméstica, podía -por la magia de los sonidos- arrancar de las negras aguas tumultuosas una ciudad fantasmagórica y devolverla lentamente a la vida.
Aquella noche, Charlotte, de ser una señora de oscuros orígenes no rusos, pasó a ser mensajera de una Atlántida sepultada por el tiempo.
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Neuilly-sur-Seine se reducía a una docena de casas de rollizo. Auténticas isbas con tejados cubiertos de delgadas traviesas plateadas por las intemperies invernales, ventanas embutidas en marcos de madera finamente cincelados, cercas en las que se secaba la ropa. Las jóvenes acarreaban, con ayuda de una pértiga, cubos llenos de agua de los que caían algunas gotas en el polvo de la calle principal. Los hombres cargaban pesados sacos de trigo en una telega. Un rebaño desfilaba, con perezosa lentitud, camino del establo. Oíamos el sordo tintineo de las esquilas, el canto ronco de un gallo. En el aire flotaban los gratos efluvios de un fuego de leña: el olor de la cena ya próxima.
Y es que nuestra abuela ya nos había dicho un día, hablando de su ciudad nataclass="underline"
– Bueno, Neuilly por entonces era un simple pueblo…
Lo había dicho en francés, pero nosotros sólo conocíamos los pueblos rusos. En Rusia un pueblo es necesariamente un rosario de isbas -la misma palabra derevnia procede de derevo, «el árbol, la madera»-. La confusión duró tiempo pese a las aclaraciones de los relatos posteriores de Charlotte. Al oír el nombre de Neuilly, de inmediato se nos aparecía el pueblo, con sus casas de madera, su rebaño y su gallo. Y cuando Charlotte, al verano siguiente, nos habló por vez primera de un tal Marcel Proust, «por cierto, lo veíamos jugar al tenis en Neuilly, en el Boulevard Bineau», nos imaginábamos a aquel dandi de lánguidos ojazos (la abuela nos había enseñado la foto)… ¡en medio de las isbas!
La realidad rasa se transparentaba con frecuencia bajo la frágil pátina de nuestros vocablos franceses. El presidente de la República no escapaba a un toque estaliniano en el retrato que de él trazaba nuestra imaginación. Neuilly aparecía poblado de koljosianos. Y en el París que se liberaba lentamente de las aguas latía una emoción muy rasa: ese fugaz respiro tras un cataclismo histórico más, ese júbilo por haber concluido una guerra, por haber sobrevivido a sanguinarias represiones. Erramos por sus calles aún húmedas, cubiertas de arena y de fango. Los habitantes apilaban ante sus puertas muebles y ropas para que se secasen, como hacen los rasos a finales de un invierno que comienza a parecerles eterno.
Y luego, cuando París resplandeció de nuevo en el frescor de su aire primaveral, cuyos efluvios adivinábamos intuitivamente, un mágico convoy arrastrado por una locomotora enguirnaldada aminoró la marcha y se detuvo a las puertas de la ciudad, ante el pabellón de la estación de Ranelagh.
Un hombre joven vestido con una sencilla guerrera se apeó del tren y avanzó por la alfombra púrpura extendida a sus pies. Le acompañaba una mujer, también muy joven, con un vestido blanco y una boa de plumas. Un hombre de más edad, con traje de ceremonia, soberbio bigote y una hermosa banda azul cruzada en el pecho, se separó de un impresionante grupo congregado bajo el pórtico del pabellón y se dirigió al encuentro de la pareja. El suave viento acariciaba las orquídeas y los amarantos que adornaban las columnas, haciendo ondular las plumas del sombrero de terciopelo blanco que lucía la joven. Los dos hombres se estrecharon la mano…
El señor de la Atlántida emergida, el presidente Félix Faure, recibía al zar de todas las Rusias, Nicolás II, y a su esposa.
La pareja imperial, rodeada de la élite de la República, nos guiaba a través de París… Varios años más tarde nos enteraríamos de la auténtica cronología de tan augusta visita: Nicolás y Alejandra habían viajado allí no durante la primavera de 1910, después del diluvio, sino en octubre de 1896, es decir mucho antes del renacer de nuestra Atlántida francesa. Pero poco nos importaba ese dato real. Para nosotros sólo contaba la cronología de los largos relatos de nuestra abuela: un día, en el tiempo legendario en que éstos transcurrían, París emergía de las aguas, brillaba el sol, y en el mismo momento oíamos el lejano pitido del tren imperial. Este orden de los acontecimientos nos parecía tan legítimo como la aparición de Proust entre los campesinos de Neuilly.
El estrecho balcón de Charlotte planeaba en el aromático hálito de la llanura, en la linde de una ciudad dormida, escindida del mundo por la silenciosa eternidad de las estepas. Cada noche se asemejaba a un fabuloso matraz de alquimista en el que el pasado experimentaba una asombrosa transmutación. Los elementos de esa magia nos resultaban no menos misteriosos que los componentes de la piedra filosofal. Charlotte desplegaba un viejo periódico, lo acercaba a la lámpara de pantalla color turquesa y nos leía el menú del banquete celebrado en honor de los soberanos rusos a su llegada a Cherburgo:
Potage
Bisque de crevettes
Cassolettes Pompadour
Truite de la Loire braisée au sautemes
Filet de Pré-SaU aux cépes
Cailles de vigne a la Lucullus
Poulardes du Mam Cambacérés
Granités au Lunel
Punche a la romaine
Bartavelles et ortolans truffés rótis
Pâté de foie gras de Nancy
Salade Asperges en branches sauce mousseline
Glaces Succés
Dessert [1]
¿Cómo podíamos descifrar tan cabalísticas fórmulas? ¡Bartavelles et ortolans! ¡Caiües de vigne a la Lucullus! Nuestra abuela, comprensiva, buscaba equivalentes citándonos productos, muy rudimentarios, que todavía se encontraban en las tiendas de Saranza. Nosotros paladeábamos fascinados esos manjares fabulosos realzados por el brumoso frescor del océano (¡Cherburgo!), pero había que partir ya en pos del zar.
Al igual que él, cuando entramos en el palacio del Elíseo nos dejó sobrecogidos el espectáculo de aquella masa de fracs negros que se petrificaron a su llegada: ¡pensar que eran más de doscientos senadores y trescientos diputados! (Los mismos que apenas unos días atrás, según nuestra cronología, acudían a la sesión de la Asamblea en barca…) La voz de nuestra abuela, siempre sosegada y un tanto soñadora, cobró en ese momento un timbre dramático:
– Como podéis imaginar, allí se encontraron frente a frente dos mundos contrapuestos. Mirad la foto; lástima que el periódico lleve tanto tiempo doblado… ¡Sí, el zar, un monarca absoluto, reunido con los representantes del pueblo francés, los representantes de la democracia!…
A nosotros se nos ocultaba el sentido profundo de esa confrontación. Pero distinguíamos ya, entre las quinientas miradas fijas en el zar, aquellas que, sin ser malévolas, se negaban a participar del entusiasmo general, y que, sobre todo, en virtud de esa misteriosa «democracia», podían permitírselo. Pero nos consternaba tamaña indiferencia. Escrutábamos las jerarquías entre los fracs negros para descubrir potenciales aguafiestas. ¡El presidente debería haberlos expulsado echándolos de la escalinata del Elíseo!
La noche siguiente, la lámpara de nuestra abuela se encendió de nuevo en el balcón. Vimos en sus manos las páginas de unos periódicos que acababa de sacar de la maleta siberiana. Habló, y el balcón se separó lentamente de la pared y planeó hundiéndose en la fragante oscuridad de la estepa.
[1] Sopa de verduras, Crema de gambas, Cassolettes Pompadour, Tmcha del Loira braseada con Sautemes, Filete de Pré-Salé con setas, Codornices de viña estilo Lúculo, Pulardas del Mans Cambacérés, Granizado de Lunel, Ponche a la romana, Ortegas y hortelanos trufados y asados, Paté de foie gras de Nancy, Ensalada, Espárragos con salsa mousseline, Helados Succés, Postres. (N. del T.)