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—Dígame —le dire, mirando su cabeza todavía Inclinada pare ver lo que yo tenía— ¿qué hace uno con los Servicios Especiales? Parece que me siguen los pasos.

La cabeza se levantó. La sorpresa se transformó lentamente en una mueca escabrosa.

—¡Qué me dice, señor Cadwaliter-Erickson!—Me miró abiertamente de arriba abajo.—Mantenga sus ingresos a un nivel parejo. Manténgalos a un nivel parejo, eso es algo que puede hacer.

—Si usted me compra éstas por un valor cercano al que tienen, me va a ser un poquito difícil.

—Me lo imagino. Siempre queda el recurso de darle menos…

La tapa volvio a tracer tsk.

—O, a falta de eso, podria tratar de usar la cabeza y ganarles la mano.

—Usted ha de haberles ganado la mano alguna que otra vez. Ahora está a flote, pero no siempre habrá sido asi.

El gesto de asentimiento de Arty el Halcón fue abiertamente astuto.

—Parece que usted tuvo un encontronazo con Maud. Bueno, supongo que las felicitaciones son de rigor. Y las condolencias. A mi siempre me gusta hacer lo que es de rigor.

—Me da la impresión de que usted sabe cómo cuidarse. Qulero decir que me he dado cuenta que usted no se mezcla con los invitados.

—Hay dos fiestas aqui esta noche —diio Arty—. ¿Dónde supone que desaparece Alex cada cinco minutos?

Arrugué el ceño.

—Ese juego de luces entre las rocas —señaló a mis pies— es un mandala de matices cambiantes en nuestro cielorraso. Alex se rió entre dientes —se escurre bajo las rocas donde hay un pabellón de un lujo asiático…

—¿Y otra lista de invitados en la puerta?

—Regina figure en las dos. Y yo también. Y también el chico, Edna, Lewis, Ann…

—¿Se supone que yo debo enterarme de todo esto?

—Bueno, usted vino con una persona que está en ambas listas. Pensé…

Hizo una pausa.

Yo andaba en la mala. Bueno. Un bululú aprende con rapidez que el factor de verosimilitud al imitar a alguien de las altas esferas estriba en la confianza que uno tiene en su inalienable derecho de equivocarse.

—Le propongo una cosa —le dije—: ¿Qué le parece si me cambia éstas —levanté el maletin— por información?

—¿Quiere saber cómo escapar de las garras de Maud? —En seguida meneó la cabeza.— Seria muy estúpido de mi parte decirselo, aun cuando pudiera. Además, usted tiene la fortuna de su familia en la que respaldarse. —Se golpeó la pechera con el pulgar.—Créame, muchacho. Arty el Halcón no tuvo eso. Yo no tuve nada parecido a eso. —Sus manos se hundieron en los bolsillos.—Déjeme ver lo que tiene.

Yo volvi a abrir el maletin.

El Halcón miró durante un rato. Al cabo de unos minutos levantó un par, las hizo girar, las volvió a dejar en el maletin y se metió las manos en los bolsillos.

—Le daré sesenta mil, en tabletas de crédito aprobadas.

—¿Y qué me dice de la información que le pedi?

—No le diré una sola palabra. —Sonrió.— A usted no le diria ni la hora.

Hay muy pocos ladrones exitosos en este mundo. Y todavia menos en los otros cinco. El deseo de robar es un impulso hacia lo absurdo y el mal gusto. (Los dones son poéticos, teatrales y cierto carisma a la inversa…) Pero es una ambición, como la ambición de mando, de poder, de amor.

—Está bien —le dije.

En alguna parte, por sobre nuestras cabezas oi un leve zumbido.

Arty me mlró con simpatía. Metió la mano bajo la solapa de su chaqueta y saco un puñado de tabletas de crédito…las tabletas orladas de escarlata cuyos talones valen diez mil cada uno. Arrancó uno. Dos. Tres. Cuatro.

—¿Puede depositar todo esto sln problema…?

—¿Por qué supone que Maud me anda siguiendo?

Cinco. Seis.

—Está bien —le dije.

—¿Qué le parece si incluye el maletín? —preguntó Arty.

—Pídale a Alex una bolsa de papel. Si usted quiere, se las puedo mandar.

—Traiga para acá.

El zumbido se oía cada vez más cerca.

Levanté el maletín abierto Arty se metió con ambas manos. Las guardó apresuradamente en los bolsillos de la chaqueta del pantalón, bultos angulosos distendían la tela gris. Miró a derecha e izquierda.

—Gracias —dijo—. Gracias.

Dio media vuelta y bajó de prisa la cuesta con los bolsillos llenos de cosas que ahora no eran de él.

Levanté la vista para buscar a través del follaje la causa del ruido pero no pude ver nada.

Me agaché y abrí mi maletín. Di un tirón al cierre del compartimiento secreto donde guardaba las cosas que si me pertenecían y hurgué entre ellas apresuradamente.

* * *

Alex le estaba ofreciendo otro whisky a ojos-hinchados, mientras el caballero decía:

—¿Alguien ha visto a la señora Silem? ¿Qué es ese zumbido allá arriba…? —cuando una mujer voluminosa envuelta en un velo de tela evanescente avanzó a los tropezones por entre las rocas, gritando a voz en cuello.

Con manos como zarpas se arañaba la cara velada.

Alex se derramó soda en la manga y el hombre dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¿Quién es ésa?

—¡No! —chilló la mujer—. ¡Oh, no! ¡Auxilio!—agitando los dedos arrugados brillantes de anillos.

—¿No la reconoce? —Este era Halcón hablando en un susurro al oído de alguien.—Es Henrietta, condesa de Effingham.

Y Alex, el oído siempre alerta, se apresuró en acudir en su ayuda. La condesa, mientras tanto, se agachaba entre dos cactus, y desaparecía entre los pastos altos. Pero toda la concurrencia fue tras ella. Estaban removiendo la maleza cuando un caballero de calva incipiente, vestido de frac, con corbata y moño y faja, tosió y dijo, con una voz muy angustiada.

—Discúlpeme. ¿El señor Spinnel?

Alex giró sobre sus talones.

—Señor Spinnel, mi madre.

—¿Quien es usted?

La interrupción trastornó terriblemente a Alex.

El caballero se irguió para anunciar:

—El Honorable Clement Effingham —y las perneras de sus pantalones se sacudieron como un terremoto en el momento en que se disponía a entrechocar los talones. Pero la articulación falló La expresión se diluyó en su cara.

—Oh, yo… mi madre, señor Spinnel. Estábamos abajo en la otra mitad de su reunión, cuando se puso muy nerviosa. Corrió aquí, escaleras arriba… ¡oh, le pedí que no lo hiciera! Sabía que a usted le molestaría. ¡Pero usted debe ayudarme! —y entonces miró para arriba.

Los otros también miraron.

El helicoptero oscurecia la luna, meciéndose entre sus dos parasoles gemelos.

—Oh, se lo suplico —dijo el caballero—. Usted busque por alli. Tal vez haya vuelto a bajar. Tengo que —miró rápidamente a ambos lados— encontrarla.

Corrió en una dirección mientras todos los demás corrían en otras.

Un estallido sincopó repentinamente el zumbido. Ahora en un rugido, mientras los fragmentos de plástico del techo transparente caían por entre las ramas con un castañeteo, chocaban contra las rocas.

* * *

Pude meterme en el ascensor y ya había presionado el borde del cierre del maletín, cuando Halcón se zambulló por entre los pétalos. El ojo eléctrico empezó a desplegarlos. Di un puñetazo al botón de CERRAR PUERTA.

El muchacho se tambaleó, rebotó de hombros en dos paredes, luego recuperó el aliento y el equilibrio.

—Ojo, hay policías bajando de ese helicóptero.

—Elegidos uno a uno por Maud Hinkle en persona sin duda.

Me arranqué de la sien el otro mechón de pelo blanco. Lo metí en el maletín arriba de los guantes de plastiderm (arrugas, gruesas venas azules, largas uñas de cornalina) que habían sido las manos de Henrietta, y que ahora descansaban entre los pliegues de gasa de su sari.