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Pudo haber entrado un par de minutos en el dimensino; pero aquello resultaba peligroso, podía ser identificado demasiado rápidamente y abstraerse con el encanto fascinante del dimensino.

Intercambió rápidos saludos con algunos conocidos y tuvo que charlar un momento con cierto caballero a quien no veía hacía diez días solamente, se vio obligado también a soportar dos o tres chistes subidos de color, e incluso tuvo que defenderse del asalto de una chica joven dispuesta a tenderle una clara emboscada.

Por fin, moviéndose gradual y lentamente, llegó a la cocina.

Entró en el interior y siguió hacia la escalera. La estancia se hallaba completamente vacía, una estancia fría, metálica y reluciente con el resplandor del cromo y el brillo de su calidad de fabricación. Un reloj de parea corría los segundos lentamente, colgado de un lateral, y el susurro resultaba imponente en el completo silencio de la cocina.

Blaine dejó el vaso que llevaba en la mano, todavía medio lleno de whisky, en la mesa más próxima. A seis pies de distancia, se hallaba la puerta de escape al exterior. Echó los dos primeros pasos y al bajar el tercero algo le rebulló instantáneamente en el cerebro, Volviéndose con rapidez. Freddy Bates permanecía erecto junto al refrigerador, con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta.

—Shep — dijo Bates —, si yo fuera tú ahora mismo, no lo intentaría. El Anzuelo lo tiene todo copado. No tienes ninguna oportunidad.

VI

Blaine permaneció helado por la sorpresa durante un instante. Era una aplastante sensación de sorpresa y frustración, más bien que de rabia o da temor, lo que le había dejado atónito. Era la sorpresa de ver que entre toda la gente posible de quien hubiera podido sospechar, fuese Freddy Bates el que se encontrase allí, en tales circunstancias. Y había otra cosa: Kirby Rand lo conocía, lo sabía todo, le había permitido entrar en su oficina y tomar el ascensor. Estaba claro que, al salir, había bastado una simple llamada telefónica para poner el dispositivo de caza y espionaje en marcha. Había sido muy listo — tuvo Blaine que admitir —, mucho más listo de lo que él lo había sido. Nada había sospechado, ni en la presencia de Freddy, ni en la gentil invitación a la fiesta, ni en su conversación por el camino.

Una rabia feroz empezó a subírsele a la cabeza, sustituyendo el estupor del primer momento. Era la rabia de haber sido atrapado por un tipo como Freddy Bates.

—Iremos a darnos un paseo al exterior — dijo Bates —, como buenos amigos que somos, y te llevaré a conversar un poco con Rand. Nada de gestos ni de luchas; sino muy caballerosamente. No podríamos hacer nada, como comprenderás, ni tú ni yo, que causara a Charline la menor molestia…

—No, claro — repuso Blaine.

Su mente había emprendido una carrera alocada, a la busca de una salida de aquella situación, ya que no estaba dispuesto a volver atrás. No importaba lo que sucediera, él jamás volvería vivo con Freddy. Sintió removerse en su cerebro la cosa Color de Rosa.

—¡No! — gritó Blaine —. ¡No!

Pero ya era demasiado tarde. El Color de Rosa había salido de su escondrijo y rellenado todo su cerebro, siendo todavía él mismo, más algo, además, por añadidura. Era dos cosas al mismo tiempo, era lo más confuso y lo más extraño de cuanto había experimentado hasta ahora en su vida.

La habitación se hizo silenciosa de nuevo, excepto el sonar rítmico del reloj de pared. Pero lo sorprendente era que el reloj dejó también de funcionar; se oía el zumbido de su maquinaria, pero sin el ritmo preciso del correr del tiempo. Blaine se lanzó hacia delante y Freddy no se movió. Continuaba en el mismo sitio, con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta.

Dio el paso siguiente, y Freddy apenas se movió del lugar que ocupaba. Tenía los ojos abiertos por completo, sin parpadear. Pero el rostro comenzó a retorcérsele en un lento y torturante retorcimiento y la mano del bolsillo se movió también; pero de una forma tan lenta, que apenas podía distinguirse, como si la mano y el arma que oprimía se despertaran de un profundo sueño.

Otro paso más y Blaine casi se hallaba sobre Bates, con el puño lanzado a la cabeza de su enemigo como un martillo pilón. La mandíbula de Freddy colgó de la boca y los párpados se le cerraron. Y el puño de Blaine explotó sobre la mandíbula de su enemigo. Blaine le dio en el punto preciso en que quería golpearle, con toda su fuerza concentrada en aquel mazazo. Sintió el impacto en sus propios nudillos y el dolor en la muñeca. Freddy apenas se había movido, ni siquiera parecía que hubiese tratado de defenderse.

Freddy cayó; pero no como podía caer cualquier cuerpo en su caso. Caía lenta, deliberadamente, como el árbol a quien acaban de serrarle la última brizna de madera en el corte final. En un movimiento retardado, cayó pesadamente sobre el suelo de la cocina y entonces saco con lentitud extrema la mano del bolsillo, apareciendo en ella la pistola que empuñaba. El arma se le escapó de los dedos y se deslizó por el brillante pavimento.

Blaine se amagó para recogerla. Al levantarse, tuvo que mirar el extraño comportamiento del reloj. Continuaba el zumbido de su maquinaria, pero las manecillas estaban detenidas, sin tiempo alguno, como si la máquina se hubiera vuelto loca.

Algo de extraño ocurría con el tiempo. La manecilla del reloj de marcar los segundos y la reacción de tiempo retardado de Freddy, lo demostraban.

El tiempo se había acortado.

Y aquello debía ser imposible.

El tiempo no se acorta, el tiempo es una constante universal. Pero si el tiempo, de alguna forma, se había acortado, ¿por qué él, Blaine, no era también un partícipe de tal fenómeno misterioso?

A menos que…

Por supuesto, a menos que el tiempo no hubiese permanecido en la forma que se había mostrado y para él hubiese acelerado de tal forma que Freddy no hubiera tenido tiempo para actuar, capacidad para defenderse a sí mismo, ni de haber podido sacar la pistola fuera del bolsillo.

Blaine miró la pistola que acababa de recoger: un arma temible y mortal. Freddy no había hecho el tonto, ni tampoco el Anzuelo. Nadie pone una pistola como aquélla en manos de un individuo que sabe cómo usarla, y prepara una comedia rellena de ligereza y cortesía inútilmente. Blaine se volvió nuevamente sobre Freddy, que continuaba tirado por el suelo y, en apariencia, totalmente ausente. Sin duda alguna, transcurriría bastante tiempo hasta que Freddy recobrase el conocimiento. Blaine se puso la pistola en el bolsillo y se volvió hacia la puerta, y mientras lo hacía, echó un vistazo al reloj de pared de la cocina. La manecilla apenas se había movido de la última posición en que la vio. Alcanzó la puerta, la abrió y se volvió para echar el último vistazo al interior de la cocina.

La habitación seguía tan reluciente con sus cromados brillantes y nuevos. La única cosa que contenía era el cuerpo inconsciente de Freddy Bates tumbado en el suelo, como un muñeco descoyuntado. Blaine salió al exterior y se dirigió de prisa por la cornisa volada sobre el acantilado, hasta la escalera de piedra, incrustada en la pared rocosa, que descendía serpenteando hasta la base, en un largo recorrido. La luz de una de las ventanas brilló unos instantes sobre la ruda faz de un hombre que se dirigía hacia él, en el que se notaban los gestos de una tremenda sorpresa, como si fueran unas facciones talladas en piedra.

—Lo siento, muchacho — dijo Blaine.

Y disparó el brazo derecho, con la mano abierta, que cogió de plano la cara del individuo. El hombre comenzó a recular lentamente, paso tras paso, hasta caer limpiamente al suelo de espaldas.

Blaine no esperó a ver el efecto. Se lanzó en una loca carrera, escaleras abajo. Más allá de las oscuras filas de vehículos aparcados se veía un coche solitario con las luces de cola encendidas y el motor en marcha. «Será el coche de Harriet», se dijo Blaine para sí. Pero estaba enfilando la dirección equivocada, no hacia abajo, hacia la boca del cañón, sino hacia el interior del mismo, y por aquella parte el camino quedaba a más de dos millas más lejos.