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– Seguro que es una maldita broma -dijo Jude.

– No me lo parece -replicó Danny. Y continuó leyendo-: «A poco de celebrado su funeral, mi hijita lo encontró sentado en la habitación de huéspedes, que está justo frente a su dormitorio. Después de verlo, la niña ya no quiso quedarse sola en su habitación nunca más, y ni siquiera acepta ir sola al piso de arriba. Le dije que su abuelo jamás le haría daño alguno, pero ella me respondió que sus ojos le daban miedo. Aseguró que estaban cubiertos de garabatos negros y ya no servían para ver. De modo que desde entonces duerme conmigo. Al principio pensé que se trataba de un cuento de terror que se estaba contando a sí misma, pero es algo más que eso. La habitación de los huéspedes está siempre fría. Revisé el lugar y noté que era peor en el armario en que estaba colgada su ropa de los domingos. Él había dispuesto que lo enterraran con ese traje, pero cuando se lo probamos en la funeraria no le quedaba bien. Las personas encogen un poco cuando mueren. El agua que hay en ellas se seca. Su mejor traje era demasiado grande para él, de modo que la gente de la funeraria nos convenció de que era mejor comprar uno de los que ellos tenían. No sé por qué les hice caso. La otra noche me desperté y escuché que mi padrastro caminaba por el piso superior. La cama, en su habitación, siempre está deshecha, y la puerta se abre y se cierra a todas horas. La gata tampoco quiere ir arriba y, a veces, se sienta al pie de la escalera, mirando cosas que yo no puedo ver. Observa algo fijamente un rato, luego maulla como si le pisaran la cola y sale corriendo».

El secretario tomó aire. La carta de la vendedora era, desde luego, larga y detallada. Luego siguió con la lectura.

– «Mi padrastro fue espiritista toda la vida, y creo que sólo está aquí para enseñarle a mi hija que la muerte no es el final. Pero ella tiene once años y necesita una vida normal, y dormir en su propia habitación, no en la mía. Lo único que se me ocurre es tratar de conseguir un nuevo hogar para papá. El mundo está lleno de personas que quieren creer en la vida después de la muerte. Bien, mi padrastro es la prueba que necesitan. Venderé el fantasma de mi padrastro al mejor postor. Por supuesto, un alma no puede venderse realmente, pero creo que irá a la casa del comprador a vivir con él si se le hace saber que es bienvenido. Como ya he dicho, cuando murió estaba con nosotros sólo temporalmente y no tenía ningún hogar que pudiera considerar como propio, de modo que tengo la seguridad de que irá allí donde se sienta querido. Que nadie piense que esto es un truco publicitario o una broma ni que cogeré su dinero para luego no enviarle nada. El mejor postor tendrá algo concreto a cambio de su inversión. Le haré llegar su traje de los domingos. Creo que si su espíritu está aferrado a algo, tiene que ser a eso. Es un traje pasado de moda muy bonito, hecho por las Sastrerías Great Western. Tiene unas finas rayas de color gris plata, forro de raso…», etcétera, etcétera. -Danny dejó de leer y señaló la pantalla con el dedo-. Mire las medidas del traje, jefe. Es de su tamaño. La puja de partida es de ochenta dólares. Si usted quiere tener un fantasma, parece que podría conseguirlo por cien.

– Comprémoslo -dijo Jude.

– ¿En serio? ¿Hacemos una oferta de cien dólares?

Jude entornó los ojos, mirando algo en la pantalla, precisamente debajo de la descripción del artículo subastado. Había allí un botón que decía: «Suyo ahora mismo: 1.000 dólares». Y debajo de eso podía leerse: «Haga clic para comprar y suspenda de inmediato la subasta». Puso un dedo sobre la pantalla y apretó con energía.

– Que sean mil, y cerremos el trato -proclamó.

Danny giró en su silla. Sonrió y alzó las cejas, que eran altas, arqueadas, como las de Jack Nicholson. Las usaba con habilidad, logrando siempre gran efecto. Tal vez esperaba una explicación, pero Jude no estaba seguro de poder explicar, ni siquiera a sí mismo, por qué era razonable pagar mil dólares por un traje viejo que probablemente no valía ni siquiera la quinta parte de esa cantidad.

Luego pensó que podría ser una buena publicidad: «Judas Coyne compra un fantasma travieso». Los admiradores devoraban historias de ese tipo. Pero esa idea se le ocurrió más tarde. En ese mismo momento, sólo supo que quería ser el comprador del fantasma.

Jude hizo ademán de retirarse, pensando ir arriba para ver si Georgia ya estaba preparada. Le había dicho que se vistiera hacía ya media hora, pero estaba seguro de que iba a encontrarla todavía en la cama. Tenía la sensación de que planeaba quedarse allí hasta provocar la pelea que andaba buscando. Se la encontraría sentada, en ropa interior, pintándose cuidadosamente de negro las uñas de los pies. O tendría abierto su portátil y estaría navegando en la Red, en busca de accesorios góticos, del adorno adecuado para atravesarse la lengua, como si necesitara más de esos malditos… Al pensar en la navegación por la Red, una asociación de ideas hizo que Jude se detuviera y se preguntara algo. Se volvió para mirar a Danny.

– A propósito, ¿cómo has encontrado eso? -le preguntó, señalando hacia el ordenador con la cabeza.

– Ha llegado por correo electrónico.

– ¿De quién?

– Del sitio de subastas. Nos han mandado un correo electrónico que decía: «Sabemos que usted ha comprado antes artículos como éste y pensamos que podría interesarle».

– ¿Hemos comprado artículos iguales antes?

– Se refieren a productos relacionados con el ocultismo, supongo.

– Nunca he comprado nada en ese sitio.

– Tal vez sí que ha comprado algo y no lo recuerda. O quizá haya sido yo quien haya encargado algo para usted.

– Malditos ácidos -exclamó Jude-. Antes tenía buena memoria. Yo pertenecía al club de ajedrez en el instituto. Se me daba bien.

– ¿En serio? Eso es fantástico.

– ¿El qué? ¿Que estuviera en el club de ajedrez?

– Supongo que sí. Me parece tan… excéntrico.

– Sí. Pero usaba dedos amputados en lugar de piezas normales.

Danny se rió con demasiada intensidad, tembló como si tuviera convulsiones y secó lágrimas imaginarias en el rabillo de sus ojos. Ah, pequeño y servil adulador.

Capítulo 2

E1 traje llegó el sábado por la mañana, temprano. Jude estaba levantado y jugaba fuera con los perros.

En cuanto Angus vio que se detenía el coche, la correa se soltó de la mano de su amo. El perro se lanzó sobre el lateral del vehículo ya parado. La saliva le colgaba de la boca, mientras arañaba furiosamente con las patas la puerta del conductor. Éste permaneció sentado al volante, mirándolo con la expresión tranquila pero atenta del médico que analiza una nueva variedad de virus ébola en el microscopio. Jude recogió la correa del perro y tiró con más fuerza de la que tenía intención de usar. Angus cayó de lado sobre el polvo, luego giró sobre sí y volvió a saltar y a ladrar. Para entonces Bon también se hacía notar, tirando de la correa que la sujetaba y que Jude tenía en la otra mano. Aulló con tanta estridencia que provocó dolor de cabeza a su amo.

Como estaba demasiado lejos para arrastrarlos de regreso a su caseta del cobertizo, Jude los llevó por el jardín hasta el porche de entrada, mientras ambos animales luchaban contra él, resistiéndose. Los hizo entrar a empujones y cerró la puerta tras ellos, de golpe. De inmediato comenzaron a lanzarse contra la puerta, ladrando histéricamente. Ésta temblaba cada vez que los animales embestían. Perros de mierda.