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– Lo dejaré arriba hasta que decida qué voy a hacer con él -dijo, tratando de mantener un tono displicente, pero sin lograrlo del todo.

Ella le miró a los ojos, intrigada por el sorprendente abandono de su acostumbrado autodominio, y luego quitó la bolsa de plástico de la tintorería. Los botones de plata de la chaqueta brillaron con la luz de la estancia. El traje era sombrío, tan oscuro como las plumas de un cuervo, pero los botones, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, le daban algo así como un carácter rústico. Con una corbata de cordón, habría sido el tipo de vestimenta que Johnny Cash usaba en el escenario.

Angus empezó a emitir ladridos agudos, estridentes, asustados. Se encogió sobre sus patas traseras y escondió el rabo, apartándose de la prenda.

Georgia se rió.

– Está embrujado -dijo.

Sostuvo el traje delante de ella y lo agitó de un lado a otro, moviéndolo en el aire hacia Angus, fingiendo que invitaba al perro a que arremetiese contra él, como hace un torero con el capote. La chica, encantada, gimió a medida que se acercaba al perro. Imitaba a un fantasma errante, mientras sus ojos brillaban de placer.

Angus retrocedió arrastrándose, golpeó un taburete que había junto a la encimera y lo tiró ruidosamente. Bon miraba desde debajo de la vieja plataforma de madera para cortar carne, con las orejas aplastadas contra el cráneo. Georgia volvió a reírse.

– Deja de molestarlos -ordenó Jude.

Ella le lanzó una mirada triunfal y perversamente feliz, con la expresión del niño travieso que está quemando hormigas con una lupa… y de repente puso cara de dolor y gritó. Soltó varias palabrotas y se agarró la mano derecha. Arrojó el traje a un lado, sobre la encimera.

Una brillante gota de sangre crecía en la punta de su dedo pulgar, y acabó cayendo, toc, sobre el suelo de mosaico.

– Mierda -dijo-. Alfiler de mierda.

– Ya ves lo que has logrado.

Le dedicó una mirada furiosa, le hizo un gesto obsceno con el dedo corazón de la mano y se fue. Cuando ella estuvo lejos, Jude se levantó y puso el zumo en el frigorífico. Luego dejó caer el cuchillo en el fregadero, buscó un paño de cocina para limpiar la sangre del suelo… y finalmente su mirada se detuvo en el traje. Observándolo, olvidó lo que tenía pensado hacer en ese momento, fuera lo que fuese.

Lo estiró, cruzó las mangas sobre el pecho, lo palpó cuidadosamente por todas partes. Jude no encontró ningún alfiler, y fue incapaz de imaginar con qué se había pinchado la chica. Finalmente, colocó suavemente el traje otra vez en su caja.

Un olor acre atrajo su atención. Miró la sartén y maldijo. El tocino se había quemado.

Capítulo 3

Puso la caja sobre el estante situado detrás del ropero y decidió dejar de pensar en todo aquello.

Capítulo 4

Un poco antes de las seis regresó a la cocina, en busca de salchichas para la parrilla. Al pasar oyó que alguien cuchicheaba en la oficina de Danny.

El murmullo le sorprendió e hizo que se detuviera. Danny se había marchado a su casa hacía más de una hora, y la oficina estaba cerrada con llave. Debería estar vacía. Inclinó la cabeza para escuchar, concentrándose intensamente en la voz baja y sibilante que sonaba tras la puerta… y un momento después identificó lo que estaba oyendo. Entonces su pulso comenzó a tranquilizarse.

No había nadie allí. Se trataba de la radio. Era obvio. Los tonos bajos no eran tan bajos y la voz se desvanecía sutilmente. Los sonidos pueden sugerir siluetas, producir una imagen del espacio de aire en el que toman forma. Una voz en un pozo tiene un eco redondeado y profundo, mientras que una voz en un ropero parece condensada, despojada de su propia plenitud. La música es también geometría. Lo que Jude estaba escuchando en ese momento era una voz metida en una caja. Danny se había olvidado de apagar la radio.

Abrió la puerta de la oficina y metió la cabeza dentro. Las luces estaban apagadas y, con el sol en el otro lado del edificio, la habitación se sumergía en una sombra azul. El equipo de música de la oficina era el tercero por orden de calidad que había en la casa, lo que no quería decir que no fuera mejor que la mayoría de los equipos de música domésticos. Consistía en un montón de componentes Onkyo metidos en un armario de vidrio, junto al depósito de agua fresca. Los indicadores digitales estaban todos encendidos, con un color verde muy poco natural, del tono propio de objetos vistos a través de un aparato de visión nocturna. Había una línea vertical de color rojo brillante que indicaba la frecuencia en que la radio estaba sintonizada. La línea era una especie de estrecha abertura, como la pupila de un gato, y parecía observar fijamente la oficina, con una extraña y gélida mirada de fascinación.

– ¿Cuánto frío hará esta noche? -preguntaba alguien en la radio con tono ronco, casi abrasivo. Un hombre gordo, a juzgar por el resuello que dejaba escapar-. ¿Debemos temer que podamos encontrarnos vagabundos congelados en el suelo?

– Tu preocupación por el bienestar de las personas sin hogar es conmovedora -dijo un segundo hombre, éste con una voz un poco débil y a la vez chillona.

Era la WFUM, emisora en la que sonaban bandas con nombres de enfermedades fatales (Ántrax), o de situaciones decadentes (Rancio), y en la que los locutores tenían tendencia a preocuparse por ladillas en las entrepiernas, bailarinas sin ropa y las divertidas humillaciones que sufren los pobres, los lisiados y los ancianos. Se sabía que emitían temas de Jude más o menos constantemente, razón por la cual Danny mantenía el equipo de música sintonizado con ella, como un acto de lealtad y de adulación. En verdad, Jude sospechaba que Danny no tenía preferencias musicales especiales, nada que le gustara o disgustara demasiado, y que la radio era sólo un fondo musical, el equivalente auditivo del tono del papel de las paredes. Si hubiera trabajado para Enya, Danny habría canturreado con toda tranquilidad melodías celtas mientras respondía el correo electrónico de su jefa, enviaba faxes y realizaba otras mil gestiones.

Jude se dispuso a cruzar la habitación para apagar el equipo de música, pero no había avanzado mucho cuando sus pasos se detuvieron. Un recuerdo se cruzó en sus pensamientos. Apenas una hora antes había estado fuera, con los perros, en un extremo de la rotonda de tierra de la entrada, disfrutando del suave aire reinante, del ligero y estimulante pinchazo que le producía en las mejillas. No lejos de allí, alguien quemaba ramas y hojas secas otoñales, y el leve olor del humo perfumado también le resultó placentero.

Danny había salido de la oficina, encogiendo los hombros al ponerse la chaqueta, para dirigirse a su casa. Mantuvieron una breve conversación, o, para ser más exactos, Danny estuvo un rato delante de él moviendo la boca, mientras Jude miraba a los perros y trataba de terminar rápidamente esa charla. Uno siempre podía estar seguro de que Danny Wooten podía estropear un silencio perfecto.

Silencio. Cuando Danny la había abandonado, la oficina estaba en silencio. Jude podía recordar el graznido de los cuervos y el constante y exuberante parloteo de Danny, pero ningún sonido de radio que saliera del despacho. Si hubiera estado encendida, Jude la habría escuchado. No le cabía la menor duda. Sus oídos seguían siendo tan sensibles como siempre. Contra todo pronóstico, sus oídos habían sobrevivido a cuantos sufrimientos los había sometido durante los últimos treinta años. No le ocurría lo mismo a Kenny Morlix, el batería de Jude, el otro superviviente de la banda original, que padecía severos zumbidos que le impedían escuchar casi cualquier cosa. Ni siquiera oía a su mujer cuando le gritaba directamente en la cara.

Jude volvió a moverse hacia delante, pero algo le inquietaba. Mejor dicho, le inquietaba todo. La oscuridad de la oficina, el misterio de la radio encendida y el brillante ojo rojo que miraba desde la parte delantera del receptor. No se le iba la sensación de que la radio no estaba conectada una hora antes, cuando Danny aún andaba por allí, con la puerta de la oficina abierta mientras se abrochaba la chaqueta. Le angustiaba la sospecha de que alguien había pasado muy poco antes por la oficina y todavía podía estar cerca, tal vez mirando desde la oscuridad del baño, cuya puerta permanecía ligeramente abierta. Resultaba un tanto paranoico pensar eso, y no era algo habitual en él, pero la idea rondaba por su cabeza de todos modos. Estiró la mano para alcanzar el botón de encendido del equipo de música, casi sin fijarse en el aparato, con la mirada puesta en aquella puerta entornada. Se preguntaba qué haría si se abriera del todo.