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El meteorólogo hablaba. «Frío y seco, mientras el frente empuja al aire templado hacia el sur. Los muertos empujan a los vivos. Hacia el frío. Hacia el hoyo. Ustedes…».

El pulgar de Jude tocó el botón y apagó el equipo de música, mientras se sorprendía ligeramente tarde por lo que había dicho el locutor. Tembló, se sobresaltó y apretó con fuerza el botón de encendido otra vez, para volver a escuchar la voz, para saber de qué diablos hablaba el meteorólogo.

Pero el hombre del tiempo ya había terminado de hablar, y en su lugar sonaba la chachara del conductor del programa.

– Nos vamos a congelar hasta el culo, pero Kurt Cobain está calentito en el infierno. Escúchenlo.

Una guitarra gimió con tono agudo y vacilante. Sonaba y sonaba sin ninguna melodía o propósito discernible, salvo quizá llevar al oyente a la locura. Era la introducción a Me odio y quiero morir. ¿Era de eso de lo que el meteorólogo había estado hablando? Decía algo acerca de la muerte. Jude apretó el botón otra vez, y la habitación volvió a quedar en silencio.

No duró. Sonó el teléfono, justo detrás de él, en un sorpresivo estallido sonoro que dio al pulso de Jude otro desagradable sobresalto. Echó una mirada al escritorio de Danny, preguntándose quién estaría llamando a la oficina a esas horas. Dio la vuelta al escritorio para poder ver el identificador de llamadas. Era un número que comenzaba con 985, que reconoció de inmediato como el prefijo de Luisiana oriental. El nombre que aparecía era Cowzynski, M.

Pero Jude sabía, aun sin atender el teléfono, que no era verdaderamente Cowzynski, M. quien estaba llamando. A menos que se hubiera producido un milagro médico. Estuvo a punto de no atender siquiera la llamada, pero entonces pensó que tal vez Arlene Wade estaba telefoneando para decirle que Martin había muerto, en cuyo caso no quedaba más remedio que hablar con ella. Debería hacerlo tarde o temprano, quisiera o no.

– Hola -dijo.

– Hola, Justin -comenzó Arlene. Era su tía por matrimonio, cuñada de su madre y enfermera profesional, aunque durante los últimos trece meses su único paciente había sido el padre de Jude. La mujer tenía sesenta y nueve años, y su voz consistía en puros trémolos y gorjeos. Para ella, él siempre sería Justin Cowzynski.

– ¿Cómo estás, Arlene?

– Igual que siempre, por supuesto. Mi perro y yo seguimos adelante. Aunque a él ahora le cuesta mucho levantarse, porque está demasiado gordo y le duelen las articulaciones. Pero no te llamo para hablarte de mí ni de mi perro. Te llamo por tu padre.

Como si hubiera otra cosa por la que pudiera llamarlo. La línea comenzó a emitir ruidos extraños. En una ocasión, Jude tue entrevistado desde Pekín, telefónicamente, por un importante hombre de radio, y en otra recibió llamadas de Brian Johnson desde Australia, y las líneas habían sido tan impecables y claras como si estuvieran usando el teléfono de un vecino. Pero por alguna razón las llamadas desde Moore's Córner (Luisiana) eran confusas y débiles, sonaban como una emisora de onda media que estuviera demasiado lejos para ser recibida con nitidez. Otras conversaciones telefónicas se cruzaban por momentos en la linea, escasamente audible, para luego desaparecer. Podían tener linca de Internet con banda ancha en Baton Rouge, pero en los pueblos pequeños de los pantanos situados al norte del lago Pontchartrain, si uno quería una conexión de alta velocidad con el resto del mundo, había que arrancar el automóvil y salir a toda velocidad.

– En los últimos meses le he estado dando de comer con una cuchara. Cosas blandas, para que no tenga que masticar. Y le gustaba mucho esa comida. Sopa de fideos, muy espesa. Y natillas. No he conocido a ningún moribundo al que no le apeteciera probar unas natillas antes de partir.

– Me sorprende. Nunca le han gustado los dulces. ¿Estás segura?

– ¿Quién lo está cuidando?

– Tú.

– Bien. Entonces, supongo que estoy segura.

– Muy bien.

– Ésa es la razón por la que te llamo. No quiere comer natillas, ni fideos, ni ningún otro alimento. Se atraganta con cualquier cosa que le ponga en la boca. No puede tragar. El doctor Newland vino ayer a verlo. Piensa que tu padre ha tenido otro ataque.

– Una apoplejía -dijo, y no era precisamente una pregunta.

– No se trata de una crisis fulminante y fatal. Si tuviera otro ataque de ésos, no habría nada que hacer. Estaría muerto. Ha debido de ser un acceso leve. Es difícil enterarse cuando un paciente así sufre un pequeño ataque. Especialmente si está como ahora, mirando fijamente a su alrededor todo el tiempo. No ha dicho una palabra a nadie en dos meses. Y no va a volver a pronunciar ninguna palabra nunca más.

– ¿Está en el hospital?

– No. Podemos cuidarlo igual o mejor aquí. Yo viviendo con él, y el doctor Newland viniendo todos los días. Pero si lo prefieres, lo mandamos al hospital. Sería más barato allí, si eso es lo que te preocupa.

– No importa. Dejemos las camas del hospital para las personas que pueden curarse de verdad.

– Eso no te lo voy a discutir. Muere demasiada gente en los hospitales. Si eso no puede evitarse, uno tiene que preguntarse por qué. Las familias no quieren que los suyos fallezcan en casa.

– ¿Y qué vas a hacer con lo de que se niegue a comer? ¿Qué pasará ahora?

La respuesta fue un momento de silencio. Le pareció que la pregunta la había pillado desprevenida. Cuando habló de nuevo, el tono de voz de la mujer era, a la vez, paciente y de disculpa, como si estuviera contando una dura verdad a un niño.

– Verás. Eso depende de ti, no de mí, Justin. El doctor Newland puede colocarle un tubo para alimentarlo, y seguiría así por un tiempo, si eso es lo que quieres. Hasta que sufra otro ataque, grande o pequeño, y tal vez se olvide de cómo respirar. O, sencillamente, podemos dejarlo tranquilo. Nunca volverá a estar como antes. No es posible a los ochenta y cinco años. No es como si le estuvieran robando la juventud. ¿Comprendes? Él está listo para irse. ¿Lo estás tú para que se vaya tu padre?

Jude pensó que en realidad estaba preparado para que se fuera su padre desde hacía cuarenta años, pero no lo dijo. En muchas ocasiones, había imaginado aquel momento. Incluso podría decirse, sin faltar a la verdad, que había soñado despierto con ese momento. Pero ahora había llegado de verdad, no era una fantasía, y se sorprendió al darse cuenta de que le dolía el estómago.

Logró sobreponerse, y cuando respondió su voz era firme y segura.

– Está bien, Arlene. Nada de tubos. Si tú dices que ha llegado el momento, lo acepto. Quiero que me tengas informado de todo, ¿de acuerdo?

Pero ella no había terminado todavía. Emitió un gruñido de impaciencia, una especie de ronco suspiro, y luego preguntó:

– ¿Vas a venir?

Jude estaba en el escritorio de Danny, con el ceño fruncido, confuso. La conversación había pasado de un tema a otro, sin lógica aparente, como la aguja que salta de un surco a otro en un disco rayado.

– ¿Por qué debería ir?

– ¿Quieres verlo antes de que se marche?

No. No había visto a su padre, no había estado con él en la misma habitación, en las últimas tres décadas. Jude no quería ver al viejo antes de que partiera, y no quería verlo después. Ni siquiera tenía pensado asistir al funeral, aunque lo pagaría él. Le daba miedo lo que pudiera sentir, o no sentir. Pagaría lo que fuera para no tener que estar en compañía de su padre otra vez. Lo mejor que el dinero podía comprar era precisamente eso, la distancia.