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Aquella mañana, en cuanto Giovanni retiró la bandeja del escritorio, abrió como de costumbre la cartera que se había llevado del banco, pero que no había tocado la víspera porque no contenía documentos en que trabajar, sino sólo tres cartas cuyo contenido conocía de memoria y que había tenido guardadas en la pequeña caja de seguridad de su despacho. En casa también tenía una casi idéntica. Se levantó, la abrió, tomó las tres cartas y las metió en la caja fuerte; pero, arrepentido de inmediato, las sacó, volvió a sentarse al escritorio, las dispuso una al lado de otra y se quedó mirándolas. Tres cartas anónimas. Y las tres se las habían dirigido al banco. La primera se remontaba a casi treinta años atrás.

Haz lo que tienes que hacer y que tú sabes. ¿Quién te obliga a morir joven?

En cuanto la recibió, se la dio a leer a Germosino, su director de entonces. -¿Y eso qué significa? -Está firmada por Filippo Palmisano, dottore. -Pero ¡qué dice! ¡Si es anónima! -Es como si estuviera firmada, créame. -¿Y quién es ese Palmisano? -Una pregunta que sólo podía formular alguien como Febo Germosino, ascendido hacía apenas dos meses al cargo de director de sucursal y enviado desde Florencia a Montelusa. -Es el capo de la mafia local, dottore. Dicen que tiene tres muertos en la conciencia. Germosino palideció de golpe y empujó la carta con la punta del abrecartas. -¡Llévela enseguida a los carabineros! -¿Está de broma? Palmisano me mandaría pegar un tiro hoy mismo. -Pero ¿qué quiere ese Palmisano? -Una concesión de crédito prácticamente ilimitada. Hace quince días ganó el concurso de adjudicación para la construcción de un viaducto y anteayer ganó otro para… -Bueno, si ésa es la situación… -Son obras públicas. Ha ganado los concursos obligando a los demás competidores a retirarse. -Pero si los ha ganado legalmente… -Pienso que correríamos un riesgo enorme, dado el personaje… -Y entonces, ¿qué hacemos? -¿Puedo actuar a mi manera? Así había empezado su brillante carrera. Germosi-no les habló a sus jefes de su valor y su entrega al banco, y él se ganó fama de saber hacer las cosas, de conocer el arte de la mediación, de resolver las situaciones más delicadas. La segunda carta se remontaba a dos años después de su nombramiento como inspector.

La sangre de Stefano Barreca caerá sobre ti y sobre tu hijo.

Sin duda la enviaba el hermano del cajero de la sucursal de Albanova, que había cometido un desfalco de unos treinta millones, todos perdidos en juegos de azar en las timbas de su pueblo y de los pueblos vecinos. Para no acabar en la cárcel, se había pegado un tiro. Y adiós muy buenas. ¿Qué pretendía el hermano, subsecretario de Hacienda? ¿Que él, por compasión o generosidad, no cumpliera con su deber? Pero aquel acontecimiento también le sirvió: no sólo era un hombre que sabía resolver las situaciones difíciles sino que, además, era capaz de mirar a cualquiera a la cara. La tercera carta, recibida a los tres años de su boda con Adele, rezaba:

¿Sabes que tienes más cuernos que un cordero castrado? Pregunta a tu señora qué hacía ayer por la tarde a las cinco en el motel Regina.

Y aquella misma noche él le había preguntado mientras cenaban: -¿Qué has hecho hoy? -Esta mañana me he quedado en casa. Después he salido y he estado toda la tarde con Gianna. Gianna, su amiga del alma, la que conocía todos sus secretos, la cómplice perfecta. Ya no tuvo ganas de seguir preguntando; es más, se arrepintió de haber hecho una sola pregunta. Aparte, ¿de qué le serviría saber más? Se levantó y fue a cerrar la caja de seguridad, dejando las cartas encima del escritorio. Antes de volver a sentarse, echó una mirada distraída por la ventana. Se sobresaltó. El vehículo del banco estaba aparcado junto a la acera, con la puerta entornada y el chófer de pie a su lado, listo para abrirla del todo en cuanto lo viera aparecer. ¿Qué estaba haciendo? Se acercó cauteloso a la ventana, colocándose de tal manera que si el chófer levantara los ojos no pudiera verlo detrás de los cristales. ¿Quizá, en el transcurso de la ceremonia de la despedida, había concertado una cita con algún compañero suyo y ahora lo había olvidado? ¿Con Verdini, tal vez? Sí. Verdini, que ocuparía su lugar, le había murmurado que tenían que verse… Pero estaba seguro de que no habían dicho cuándo. Sin embargo, había poco que pensar. Si le habían enviado el coche, estaba claro que… ¡Tenía que ponerse una corbata! Y justo en ese momento vio que el chófer sacaba un móvil del bolsillo y se lo llevaba al oído. Luego cerró la puerta trasera, se sentó al volante, arrancó y se fue. Evidentemente habían olvidado decirle que ya no tendría que ir a buscarlo. Se sentó y contempló de nuevo las cartas. Pero ahora ya había tomado la decisión. Acercó el enorme cenicero de cristal que estaba allí como adorno -hacía diez años que había dejado de fumar-, abrió el último cajón del escritorio, encontró una caja de cerillas al lado de un paquete de cigarrillos sin abrir, encendió un fósforo y prendió fuego a la primera carta. Cinco minutos después, en la estancia se aspiraba un desagradable olor a humo y en el cenicero había un montoncito de ceniza negra. Fue a abrir la ventana para renovar el aire y vació el cenicero. Poco después cerró la ventana y volvió a sentarse. De manera autónoma, sin que el cerebro le hubiera dado ninguna orden, su mano izquierda se desplazó hacia un lado del escritorio, pero, al no encontrar lo que cada mañana encontraba, se quedó en suspenso en el aire. Mientras contemplaba perplejo su propia mano, se dio cuenta de que había hecho el gesto de coger los periódicos. Los que el ujier le dejaba siempre en el mismo sitio. Y que en aquel momento, muy probablemente, estaría leyendo Verdini. Los periódicos eran, aparte los dos diarios sicilianos, Il Sole-24 Ore, Il Corriere della Sera, La Stampa y La Repubblica. Siempre empezaba por Il Corriere. Estaba seguro, en cambio, de que Verdini empezaría por Il Sole. Más que leerlos, los hojeaba distraídamente, deteniéndose tan sólo en las páginas de economía y en las crónicas de sucesos; aparte de las necrológicas, que leía con suma atención. Empezó a agitarse inquieto en el sillón, como si la ausencia de aquellos periódicos representara una sustracción indebida. En determinado momento no aguantó más. Tener aquellos periódicos encima del escritorio se convirtió para él en una necesidad absoluta e improrrogable. Pulsó la tecla del interfono y Giovanni contestó de inmediato. -Vaya a comprarme los periódicos. -¿Los mismos de cada domingo? -Sí. Ah, Giovanni, a partir de ahora cómprelos todas las mañanas y déjemelos junto con el café. Sonó el teléfono. Agarró el auricular como un sediento agarra un vaso de agua. A aquella hora, en el despacho ya habría atendido unas quince llamadas. -Hola, papá, ¿eres tú? Era Luigi, desde Londres. Se alarmó, pues las llamadas de su hijo solían ser para comunicar noticias desagradables. Una vez sus valores bursátiles habían sufrido un desplome, otra vez se había fracturado un brazo, una tercera se había dado de tortas con un desconocido… Y siempre utilizaba una voz quejumbrosa y necesitada de consuelo. Un consuelo que él no había podido darle, incapaz de sustituir a la madre desaparecida. -Sí. Hola, ¿cómo estás? -Estamos bien. Mejor dicho, superbién. Te he llamado al banco, pero me han dicho que… -A partir de hoy soy un jubilado más. -Disfruta, papá. Te lo mereces. Quería decirte que dentro de cuatro meses, aparte de jubilado, serás también abuelo. Se quedó literalmente sin resuello. No a causa de la emoción. ¿Qué emoción podía experimentar ante la idea de ser abuelo de una criatura a la que probablemente jamás vería y con la cual no tendría el menor trato? Un verdadero abuelo es el que acompaña al nieto a la escuela, lo lleva a los parques, lo ve crecer día a día… Era el estupor lo que lo había dejado sin resuello, pues había olvidado que su hijo se había casado el año anterior. Ni siquiera recordaba el nombre de su esposa inglesa. -Qué… qué buena… Tu mujer… -Jackie está estupendamente bien. Si te apetece y quieres venir a conocer a tu nieto, tenemos una pequeña habitación para invitados, con una cama individual, donde puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Y ahora tengo que dejarte. Adiós, papá. -Adiós, y dale recuerdos a… Luigi ya había colgado. Todavía estaba un poco sorprendido. Pero de inmediato pensó en la diplomática frase de su hijo acerca de la pequeña habitación de invitados con una cama individual, que traducida significaba: «No te atrevas a presentarte con tu mujer.»