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– ¡No es posible! -gritó Farag, haciéndome dar un brinco-. ¡Ottavia no vas a creerte lo que pone aquí!

Busqué inútilmente a Farag con la mirada, intentando localizar el origen de su voz, pero no lo conseguí hasta que su siguiente grito, justo encima de mí, me hizo levantar la cabeza. Allá arriba, a cuatro patas sobre la lauda del sarcófago, estaba el mismísimo profesor Boswell, con los ojos abiertos de par en par y un rictus de estupor en la cara.

– ¡Ottavia, te juro que no me vas a creer! -seguía gritando-. ¡Te juro que no me vas a creer pero es cierto, Ottavia!

– ¡Deje de decir tonterías, profesor! -vibró la voz del capitán a mi derecha-. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?

Pero Farag siguió ignorándole y mirándome a mí con cara de loco.

– ¡Basileia, te lo aseguro, es increíble! ¿Sabes lo que pone aquí encima? ¿Sabes lo que pone?

Mi corazón se disparó al oír que, de nuevo, me llamaba Basileia.

– Si no me lo dices -vacilé, tragando saliva-, dudo que pueda adivinarlo, aunque tengo una ligera sospecha.

– ¡No, no, no la tienes! ¡Imposible! ¡Ni en un millón de años averiguarías el nombre del muerto que está aquí dentro!

– ¿Cuánto te apuestas? -le dije, burlona.

– ¡Lo que quieras! -exclamó muy convencido-. ¡Pero no subas mucho la oferta porque vas a perder!

– El emperador Constantino el Grande -afirmé-, hijo de la emperatriz Santa Helena, la que descubrió la Vera Cruz.

Su cara reflejó una sorpresa mayúscula. Se quedó en suspenso unos segundos y luego balbució:

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Por las escenas grabadas en el pórfido. Una de ellas exhibe la cara del emperador.

– ¡Menos mal que no apostamos nada!

Según Farag, en la lauda, además del Crismón del emperador, había una sencilla inscripción que rezaba Konstantinos enesti, es decir, «Constantino está aquí». Aquel era el descubrimiento más grande de la historia, el hallazgo más importante de cuantos se habían producido en los últimos siglos. En algún momento, entre el año 1000 y el 1400, la tumba de Constantino se perdió para siempre bajo el polvo de las sandalias de los cruzados, los persas o los árabes. Sin embargo, nosotros, ahora, nos encontrábamos junto al sarcófago del primer emperador cristiano, del fundador de Constantinopla, y esto venía a demostrar, una vez más, que los staurofílakes estuvieron siempre dispuestos a salvar cualquier cosa que tuviera que ver con la Vera Cruz. En cuanto esta dichosa alegoría del Purgatorio estuviera resuelta y tras terminar, como pensaba, con mis muchos años de trabajo en el Archivo Secreto, me encerraría en la casa irlandesa de Connaught y prepararía una serie de artículos sobre la Verdadera Cruz, los staurofílakes, Dante Alighieri, Santa Helena y Constantino el Grande, y daría a conocer al mundo entero el emplazamiento de los importantes restos del emperador. No albergaba la menor duda de que ganaría todos los premios académicos conocidos y eso me ayudaría mucho a restañar mi vanidad, herida tras dejar el todopoderoso Vaticano.

– No creo que el emperador Constantino esté ahí dentro -declaró la Roca de improviso. Farag y yo nos quedamos atónitos mirándole-. ¿No entienden que es imposible? Un personaje tan significativo no ha podido terminar sus días formando parte de las pruebas iniciáticas de una secta de ladrones.

– ¡Venga, Kaspar, no sea escéptico! -repuso Farag, iniciando el descenso-. Estas cosas pasan. En Egipto, por ejemplo, cada día se descubren nuevos yacimientos arqueológicos con las cosas más inverosími… ¡Eh! ¿Qué es esto? -exclamó de pronto. La lauda del sarcófago había iniciado un lento desplazamiento y estaba a punto de tirarlo al suelo, empujándole por el cuello.

– ¡Salta, Farag! -le urgí-. ¡Déjate caer!

– ¿Qué ha hecho, profesor? -bramó la Roca.

– Nada, Kaspar, se lo aseguro -declaró Boswell dando un atrevido salto con pirueta hasta las losas de mármol-. Sólo he apoyado los pies en las argollas de oro para bajar mejor.

– Pues está claro que esa era la forma de abrir el sarcófago -murmuré, mientras la plancha de pórfido terminaba su deslizamiento con un áspero chasquido.

Usando como estribo una de las cabezas de león y sujetándose al borde del sepulcro, Glauser-Róist se impulsó hacia arriba para echar una ojeada.

– ¿Qué ve, capitán? -pregunté llena de curiosidad. Juraría que fue en aquel momento cuando comenzó el ruido de las aspas, pero no estoy completamente segura.

– Un muerto.

Farag levantó los ojos al cielo con gesto de resignación y siguió a la Roca en su ascenso utilizando el león contiguo.

– Deberías ver esto, Ottavia -me dijo muy sonriente.

No lo pensé dos veces. Tirando sin miramientos de la chaqueta del capitán, conseguí que bajara y que me dejara el sitio y, con un supremo esfuerzo deportivo, alcancé la altura precisa para contemplar el increíble cuadro que se ofreció ante mis ojos: igual que esas muñecas rusas que contienen otras muñecas más pequeñas y estas, a su vez, otras más, el gigantesco sarcófago incluía varios ataúdes hasta llegar al que acogía de verdad el cuerpo del emperador. Todos tenían una lámina de cristal por cubierta, de modo que podían contemplarse los restos de Constantino con bastante facilidad. Por supuesto, decir que aquello era Constantino el Grande resultaba una gran temeridad porque, aparte de poseer una calavera como la de cualquiera, sólo los adornos imperiales delataban su alto linaje. Ahora bien, aquella vulgar calavera portaba una stemma [47] de oro cuajada de joyas que cortaba el aliento y, para mayor asombro, estaba adornada con bellísimos catatheistae [48] que nacían desde debajo de la toufa [49]. El resto del esqueleto estaba cubierto por un impresionante skaramangion [50] que se sujetaba con una fibula sobre el hombro derecho y que estaba íntegramente bordado en oro y plata, con cenefas de amatistas, rubíes y esmeraldas, y ribeteado de perlas, a cual más extraordinaria. Al cuello llevaba un loros [51] y al cinto una ajada akakia [52], imprescindible para cualquier emperador bizantino que se preciara de tal.

– Es Constantino -afirmó Farag con voz débil.

– Supongo que sí…

– Cuando publiquemos todo esto, Basileia, nos vamos a hacer muy famosos.

Giré la cabeza hacia él rápidamente.

– ¿Cómo que cuando publiquemos todo esto? -me indigné, y de repente comprendí que ambos teníamos el mismo derecho a explotar científicamente aquel descubrimiento y que debería compartir la gloria con Farag y Glauser-Róist-. ¿Usted también quiere publicarlo, capitán? -le pregunté, mirándole desde arriba.

– Por supuesto, doctora. ¿Acaso creía que todo esto sería exclusivamente suyo?

Farag soltó una risita y se dejó caer al suelo.

– No se lo tome a mal, Kaspar. La doctora Salina tiene la cabeza dura pero su corazón es de oro.

Iba a contestarle como se merecía, cuando, de súbito, el tenue ruido que había empezado apenas unos minutos antes se convirtió en un fragor semejante al de muchas aspas de molino movidas furiosamente por el viento. Esta imagen, al fin y al cabo, no era tan descabellada, porque una inesperada corriente de aire que surgió de los bothros me arremolinó la falda y me empujó contra el sarcófago.

– Pero ¿qué está pasando? -me enfadé.

– Me temo que empieza la fiesta, doctora.

– Sujétate fuerte, Ottavia.

Antes de que Farag hubiera terminado de hablar, la racha de aire se había convertido en una ventisca e, inmediatamente, en un huracán. Las antorchas se apagaron de golpe y nos quedamos a oscuras.

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[47]Corona imperial

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[48]Ornamentos que colgaban de la corona imperial

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[49]Diadema imperial que podía llevar una cresta de plumas de pavo real

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[50]Túnica que formaba parte de íos atributos imperiales bizantinos

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[51]Estola enjoyada que sólo podían usar los emperadores y las personas de rango imperial

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[52]Bolsa de seda llena de polvo que formaba parte de los atributos imperiales