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Dijeron: «A mano derecha, por la orilla

veniros, y encontraremos un sendero

por donde pueda subir un hombre vivo»

Por el camino, tienen lugar, como en el Antepurgatorio, largas conversaciones con viejos conocidos de Dante o personajes famosos, todos los cuales le previenen contra la vanidad y la soberbia, como adivinando que es esta cornisa la que le tocaría al poeta de no purificarse a tiempo. Por fin, tras mucho hablar y pasear, se inicia un nuevo Canto, el XII, al principio del cual Virgilio conmina al florentino para que deje en paz de una vez a las almas de los soberbios y se concentre en encontrar la subida:

Y él dijo: «Vuelve al suelo la mirada,

pues para caminar seguro es bueno

ver el lugar donde pones las plantas.»

Dante, obediente, mira la calzada y la ve cubierta de maravillosas figuras labradas. A partir de aquí se inicia una larguísima escena de doce o trece tercetos en la que se detallan sucintamente las escenas representadas en los grabados de la piedra: Lucifer cayendo desde el Cielo como un rayo, Briareo agonizando tras sublevarse contra los dioses del Olimpo, Nemrod enloqueciendo al ver el final de su hermosa Torre de Babel, el suicidio de Saúl tras la derrota en Gelboé, etc. Multitud de ejemplos míticos, bíblicos o históricos de soberbia castigada. El poeta florentino, mientras camina completamente inclinado para no perder detalle, se pregunta, admirado, quién será el artista que con su pincel o buril trazó de forma tan magistral aquellas sombras y actitudes.

Por fortuna, me dije, Dante no tuvo que cargar con ninguna piedra, lo cual era un gran consuelo para mi, pero no se libró de doblar el espinazo durante un largo trecho para mirar los relieves. Si la prueba de los staurofílakes consistía en eso, en caminar encorvada unos cuantos kilómetros, estaba lista para empezar, aunque algo me decía que no iba a ser tan sencillo. La experiencia de Siracusa me había marcado profundamente y ya no me fiaba en absoluto de los hermosos versos.

Total, que los dos viajeros llegan, por fin, al extremo opuesto de la cornisa y, en ese momento, Virgilio le dice a Dante que se prepare, que adorne de reverencia su rostro y su actitud porque un ángel, vestido de blanco y centelleando como la estrella matutina, se acerca hasta ellos para ayudarles a salir de allí:

Abrió los brazos, y después las alas

diciendo: «Venid, los peldaños están

cercanos y puede subirse fácilmente.

Muy pocos reciben esta invitación.

¡Oh humanos, nacidos para remontar el vuelo!

¿Cómo un poco de viento os echa a tierra?»

A la roca cortada nos condujo y

allí batió las alas por mi frente,

prometiéndonos una marcha segura.

Unas voces entonan el Beatus pauperes spiritu [24] mientras ellos dos comienzan a subir por la empinada escalera. Entonces Dante, que hasta ese momento ha comentado en diversas ocasiones su gran cansancio físico por las caminatas, se extraña de sentirse ligero como una pluma. Virgilio se vuelve hacia él y le dice que, aunque no se haya dado cuenta, el ángel le ha borrado, con su batir de alas, una de aquellas siete P que lleva grabadas en la frente (una por cada pecado capital), y que ahora lleva menos peso. Así pues, Dante Alighieri acaba de librarse del pecado de la soberbia.

Y en este punto, me dormí sobre la mesa, de puro agotamiento. Yo no tenía tanta suerte como el poeta florentino.

En mi sueño, agitado y lleno de imágenes de la cripta de Siracusa y de peligros indefinibles, Farag aparecía sonriente y me transmitía seguridad. Yo cogía su mano con desesperación porque era la única oportunidad que tenía de salvarme, y él me llamaba por mi nombre con una infinita dulzura.

– Ottavia… Ottavia. Despiértate, Ottavia.

– Doctora, se hace tarde -bramó Glauser-Róist, inmisericorde.

Gemí sin poder salir de mi sueño. Tenía un agudo dolor de cabeza que se intensificaba si trataba de abrir los ojos.

– Ottavia, ya son las tres -seguía diciéndome Farag.

– Lo siento -mascullé, al fin, incorporándome costosamente-. Me he quedado dormida. Lo siento mucho.

– Estamos agotados -afirmó Farag-. Pero esta noche descansaremos, ya lo verás. Cuando salgamos de Santa María in Cosmedín, nos iremos directamente a la Domus y no nos levantaremos en una semana.

– Se hace tarde -insistió la Roca, cargando su mochila de tela al hombro, que ahora parecía mucho más llena que el día anterior. Debía haber metido un extintor de fuego o algo así.

Abandonamos el Hipogeo, no sin antes haberme tomado una pastilla para el dolor de cabeza, la más fuerte que encontré en el dispensario, y cruzamos la Ciudad hasta el aparcamiento de la Guardia Suiza donde Glauser-Róist tenía su deportivo azul. El aire fresco del exterior me ayudó a despejarme y me alivió un poco el abotagamiento que sentía, pero lo que hubiera necesitado, de verdad, era irme a casa y dormir durante veinte o treinta horas. Creo que fue entonces cuando comprendí en toda su crudeza que, hasta que no finalizara aquella extraña historia, el descanso, el sueño y la vida ordenada se habían convertido en lujos imposibles.

Cruzamos la Porta Santo Spirito y, avanzando por el Lungotévere, llegamos hasta el puente Garibaldi, colapsado, como siempre, por un tráfico salvaje. Tras diez minutos largos de lenta espera, cruzamos el río y enfilamos, a toda velocidad, por la via Arenula y la via deile Botteghe Oscure hasta la piazza de San Marco, dando así un rodeo exagerado que, sin embargo, nos garantizaba una llegada más rápida hasta Santa María in Cosmedín. Las scooters nos rondaban y adelantaban como enjambres de avispas enloquecidas pero Glauser-Róist consiguió, milagrosamente, esquivarlas a todas, y, por fin, tras no pocos sobresaltos, el Alfa Romeo se detuvo junto a la acera del parque de la Piazza Bocca della Verita. Allí estaba mi pequeña e ignorada iglesia bizantina, tan armoniosa y sabia en sus proporciones. La contemplé con afecto a través del parabrisas, al tiempo que abría la portezuela para salir.

El cielo se había ido nublando a lo largo del día y una luz oscura y gris aplastaba la belleza de Santa María in Cosmedín, sin por ello menoscabarla en absoluto. Quizá, además del cansancio, era ese ambiente plomizo el motivo de mi dolor de cabeza. Levanté la mirada hasta lo más alto del campanario de siete pisos, que se alzaba majestuoso desde el centro de la iglesia, y reflexioné, una vez más, sobre aquella vieja idea de los efectos del tiempo, ese tiempo inexorable que a nosotros nos destruye y que a las obras de arte las vuelve infinitamente más hermosas. Desde la Antigüedad, en aquella zona de Roma -conocida como Foro Boario por celebrarse allí las ferias de ganado vacuno- había existido una importante colonia griega y un más importante templo dedicado a Hércules Invicto, erigido en honor de aquel que había recuperado los bueyes robados por el ladrón Caco. En el siglo III de nuestra era se construyó, sobre los restos del templo, una primera capilla cristiana, capilla que en etapas posteriores fue creciendo y embelleciéndose hasta convertirse en la preciosa iglesia que era hoy. Sin duda, para Santa María in Cosmedín fue definitiva la llegada a Roma de los artistas griegos que huían de Bizancio escapando de las persecuciones iconoclastas, promovidas por aquellos otros cristianos que creían que representar imágenes de Dios, la Virgen o los santos era pecado.

Farag, el capitán y yo nos acercamos paseando hasta el pórtico de la iglesia, no sin sortear los tirabuzones de apretadas filas de turistas jubilares que hacían cola para fotografiarse con la mano dentro del enorme mascarón de la «Boca de la Verdad», situado en un extremo del pórtico. El capitán avanzaba con la firmeza y la indiferencia de un buque insignia militar, indiferente a todo cuanto nos rodeaba, mientras que Farag parecía no tener ojos suficientes para retener en su memoria hasta los detalles más nimios.

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[24]Primera bienaventuranza del Sermón de la Montaña, Bienaventurados los pobres de espíritu…