Выбрать главу

Fuimos invitados a una magnífica comida en un salón reservado del hotel y disfruté como una niña de la taramosalata [35], la mousaka [36], la souvlakia con tzatziki -un combinado de pequeños trozos de cerdo asado aderezados con limón, hierbas y aceite de oliva, acompañados por la famosa salsa de yogur, pepino, ajo y menta-, y del original kléftico [37]. Mención aparte merecían los panes griegos, incomparables, hechos con pasas, hierbas, verduras, aceitunas o quesos. Y de postre, un poco de freskafroata. ¿Se podía pedir algo más? No hay cocina mejor que la mediterránea y Farag lo demostró comiendo por tres o por cuatro.

Cuando, por fin, quedamos libres de protocolos y los popes barbudos se hubieron marchado tuvimos que ponernos a trabajar a toda prisa porque aún quedaban muchas cosas que hacer. Su Beatitud Christodoulos quiso quedarse con nosotros toda la tarde, viendo cómo preparábamos la prueba y organizábamos la carrera pero, en contra de lo que pudiera parecer, la presencia de tan eminente personaje no resultó un estorbo sino todo lo contrario, porque, en cuanto los miembros del Sínodo y los obispos de la Archidiócesis desparecieron, Su Beatitud demostró un espíritu jovial, juvenil y deportivo que superaba con mucho al de Farag, el capitán y el mío juntos.

– ¡Tengo que prepararme para los Juegos Olímpicos del 2004! -no cesaba de repetir Su Beatitud, orgulloso y encantado de que Atenas hubiera sido elegida como sede olímpica después de Sidney.

Su Beatitud nos contó que los primeros Juegos de la Era Moderna tuvieron lugar en Grecia en abril de 1896, tras más de mil quinientos años sin celebrarse. El ganador de la carrera de maratón fue un pastor griego de 23 años y de apenas un metro sesenta de estatura llamado Spyros Louis. Spyros, considerado desde entonces como un héroe nacional, recorrió la distancia que separaba la localidad de Maratón del estadio olímpico de Atenas en dos horas, cincuenta y ocho minutos y cincuenta segundos.

– ¿Pero era un corredor profesional? -pregunté, interesada. Yo tenía el íntimo convencimiento de que no iba a poder superar aquella prueba y ese convencimiento era algo más que una duda o una inseguridad. Simplemente, sabía que no podría recorrer jamás treinta y nueve kilómetros. Era empírica y cartesianamente imposible.

– ¡Oh, no! -respondió Su Beatitud con una ancha sonrisa de orgullo-. Spyros participó en la carrera por pura casualidad. En aquel momento, era soldado del ejército griego y su coronel le animó a participar a última hora. Sí, es cierto que al parecer corría bien, pero no había recibido entrenamiento ni preparación. Simplemente, echó a correr por patriotismo, para que hubiera algún griego corriendo en la más importante de las carreras griegas. ¡No íbamos a dejar que ganara un extranjero!

Spyros no recibió, sin embargo, ninguna medalla de oro por su hazaña porque en aquellas primeras Olimpiadas todavía no se entregaba este galardón a los campeones. Sin embargo, obtuvo una pensión mensual de 100 dracmas para el resto de su vida y pidió, y recibió, una carreta y un caballo para trabajar en el campo.

– Pero ¿saben lo mejor de todo? -añadió orgulloso Su Beatitud-. Cuarenta años más tarde fue el abanderado de la delegación griega en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Berlin de 1936, y puso una corona de laurel, símbolo de la paz, en las manos de Adolf Hitler.

– Bueno, pero no era atleta, ¿verdad? -insistí.

– No, hermana, no. No era atleta.

– Pues si no era atleta y tardó casi tres horas en recorrer los treinta y nueve kilómetros de la carrera, ¿cuánto podemos tardar nosotros? -quise saber, mirando al capitán.

– No es tan sencillo, doctora.

La Roca abrió una libreta de notas del tamaño de una cartera de bolsillo y fue pasando hojas y más hojas hasta que dio con lo que buscaba.

– Hoy es 29 de mayo -empezó a explicar-, y, según los datos aportados por la Archidiócesis, el sol se pondrá en Atenas a las 20.56 horas. Mañana, 30 de mayo, el sol saldrá a las 6.02 horas. De modo que disponemos de nueve horas y seis minutos para completar la prueba.

– ¡Ah, entonces sí! -exclamó Farag, lleno de entusiasmo y, era tanta su animación, que todos nos volvimos, sorprendidos, a mirarlo-. ¿Qué pasa…? ¡Es que creí que no podría realizar esta prueba!

Él, como yo, había guardado hasta ese momento su temor en secreto.

– Yo estoy segura de que no podré.

– ¡Oh, venga, Ottavia! ¡Tenemos más de nueve horas!

– ¿Y qué? -salté-. Yo no puedo correr durante nueve horas. A decir verdad, no creo que pueda correr ni siquiera durante nueve minutos.

La Roca volvió a pasar hojitas de su libreta.

– Las marcas masculinas de maratón están por debajo de las dos horas y siete minutos, y las femeninas un poco por encima de las dos horas y veinte.

– No podré -repetí, tozuda-. ¿Saben lo que he corrido durante los últimos años? ¡Nada! ¡Nada de nada! ¡Ni siquiera para coger el autobús!

– Voy a darles algunas indicaciones que deben seguir esta noche -continuó la Roca, haciendo oídos sordos a mis quejas-. En primer lugar, eviten cualquier exceso. No se lancen a la carrera como si realmente tuvieran que ganar una maratón. Corran suavemente, sin prisas, economicen movimientos. Zancadas cortas y uniformes, oscilación reducida de los brazos, respiración regular… Cuando tengan que subir alguna colina, háganlo sin esfuerzo, de manera eficiente, con pasos pequeños; cuando tengan que bajarla, desciendan con rapidez pero sin descontrolar el paso. Sostengan el mismo ritmo durante toda la carrera. No suban mucho las rodillas en las zancadas y procuren no inclinarse hacia delante, intenten que el cuerpo esté en ángulo recto con respecto al suelo.

– Pero ¿de qué está hablando? -gruñí.

– Estoy hablando de llegar a Kapnikaréa, ¿recuerda, doctora? ¿O prefiere volver a Roma mañana por la mañana?

– ¿Saben lo que hizo Spyros Louis al llegar al kilómetro treinta? -Su Beatitud Christodoulos no estaba por la labor de presenciar una de nuestras disputas-. Como se encontraba muy cansado se detuvo, pidió un vaso grande de vino tinto y se lo bebió de un trago. Luego, inició una remontada espectacular que le hizo volar durante los últimos nueve kilómetros.

Farag soltó una carcajada.

– ¡Bueno, ya sabemos lo que tenemos que hacer cuando estemos cansados! ¡Beber un buen vaso de vino!

– No creo que, hoy día, los jueces de una carrera permitan algo así -repliqué, aún enfadada con Glauser-Róist.

– ¿Cómo que no? Los corredores pueden beber cualquier cosa, siempre que no den positivo en los controles antidopaje.

– Nosotros tomaremos bebidas isotónicas -anunció la Roca-. La doctora Salina, sobre todo, tendrá que hacerlo muy a menudo para recuperar iones y sales minerales. En caso contrario, sufrirá fuertes calambres en las piernas.

Mantuve la boca cerrada. Prefería mil veces el suelo al rojo vivo de Santa Lucía que aquella dichosa prueba física para la que no estaba preparada.

El capitán abrió una cartera de piel que descansaba sobre la mesa y sacó tres menudas y misteriosas cajas. En aquel momento dieron, en algún reloj cercano, las siete de la tarde.

– Pónganse estos pulsómetros -ordenó el capitán, mostrándonos a Farag y a mí unos extraños relojes-. ¿Cuántos años tiene usted, profesor?

вернуться

[35]Puré de huevas de mújol salado y patatas.

вернуться

[36]Especie de lasaña formada por capas de berenjena, patata y carne picada picante cubiertas por salsa bechamel y queso gratinado

вернуться

[37]Envoltorios de pergamino con pedazos de carne de cabra asada