– Por cierto, padre… -pregunté, limpiándome el sudor de la cara con la manga del chándal-. ¿Ha visto por aquí a un amigo nuestro, un corredor como nosotros, muy alto y de pelo rubio?
El cura pareció meditar. Si no hubiera sabido que era un staurofílax, a lo mejor le hubiera creído, pero, pese a ser un buen actor, no consiguió embaucarme.
– No -respondió después de pensarlo mucho-. No recuerdo a nadie de esas características. Pero, pasen, por favor. No se queden en la calle.
Desde ese instante, estábamos a su merced.
La iglesia era preciosa, una de esas maravillas que el tiempo y la civilización respetan porque no pueden acabar con su belleza sin morir también un poco. Cientos, miles de delgados cirios amarillos ardían en su interior, permitiendo vislumbrar, al fondo, a la derecha, un bello iconostasio que refulgía como el oro.
– Les dejo rezar -dijo, mientras, distraídamente, volvía a condenar la puerta pasando los cerrojos; estábamos prisioneros-. No duden en llamarme si necesitan algo.
Pero ¿qué hubiéramos podido necesitar? Apenas terminó de pronunciar esas amatíes palabras, un fuerte golpe en la cabeza, propinado por la espalda, me hizo tambalearme y caer desplomada al suelo. No recuerdo nada más. Sólo siento no haber podido ver mejor Kapnikaréa.
Abrí los ojos bajo el glacial resplandor de varios tubos blancos de neón e intenté mover la cabeza porque intuí que había alguien a mi lado, pero el intenso dolor que sentía me lo impidió. Una voz amable de mujer me dijo algunas palabras incomprensibles y volví a perder el conocimiento. Algún tiempo después desperté de nuevo. Varias personas vestidas de blanco se inclinaban sobre mi cama y me examinaban meticulosamente, levantándome los flácidos párpados, tomándome el pulso y movilizándome con suavidad el cuello. Entre brumas, me di cuenta de que un tubo muy fino salía de mi brazo y llegaba hasta una bolsa de plástico llena de un líquido transparente que colgaba de un palo metálico. Pero volví a dormirme y el tiempo siguió pasando. Por fin, al cabo de varias horas, recuperé la conciencia con un sentido más auténtico de la realidad. Debían haberme administrado un montón de drogas porque me encontraba bien, sin dolor, aunque un poco mareada y con el estómago revuelto.
Sentados en unas sillas de plástico verde pegadas a la pared, dos hombres extraños me observaban patibulariamente. Al verme parpadear se pusieron en pie y se acercaron hasta la cabecera de la cama.
– ¿Hermana Salina? -preguntó uno de ellos en italiano y, al fijar la vista en él, descubrí que vestía sotana y alzacuellos-. Soy el padre Cardini, Ferruccio Cardini, de la embajada vaticana, y mi acompañante es Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, secretario del Sínodo Permanente de la Iglesia de Grecia. ¿Cómo se encuentra?
– Como si me hubieran golpeado con un mazo en la cabeza, padre. ¿Y mis compañeros, el profesor Boswell y el capitán Glauser-Róist?
– No se preocupe, están bien. Se encuentran en los cuartos inmediatos. Acabamos de verles y ya se están despertando.
– ¿Qué lugar es este?
– El nosokomio George Gennimatas.
– ¿El qué?
– El Hospital General de Atenas, hermana. Unos marineros les encontraron a última hora de la tarde en uno de los muelles de El Pireo [38] y les trajeron al hospital más cercano. Al ver su acreditación diplomática vaticana, el personal de Urgencias se puso en contacto con nosotros.
Un médico alto, moreno y con un enorme bigote turco apareció de repente retirando la cortina de plástico que hacía las funciones de puerta. Se acercó a mi cama y, mientras me tomaba el pulso y me examinaba los ojos y la lengua, se dirigió a Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, quien, a continuación, se dirigió a mí en un correcto inglés.
– El doctor Kalogeropoulos desea saber cómo se encuentra.
– Bien. Me encuentro bien -respondí, tratando de incorporarme. Ya no tenía el gotero enganchado al brazo.
El médico griego dijo otras palabras y tanto el padre Cardini como el Archimandrita Apostolidis se volvieron y se pusieron de cara a la pared. Entonces, el doctor retiró la sábana que me cubría y pude ver que, por toda ropa, llevaba puesto un horrible camisón corto de color salmón claro que dejaba mis piernas al aire. No me extrañé al ver que tenía los pies vendados pero sí al descubrir que también tenía vendados los muslos.
– ¿Qué me ha pasado? -pregunté. El padre Cardini repitió mis palabras en griego y el médico respondió con una larga conferencia.
– El doctor Kalogeropoulos dice que tanto usted como sus compañeros presentan unas heridas muy extrañas y dice que han encontrado dentro de ellas una sustancia vegetal clorofilada que no han podido identificar. Pregunta si sabe usted cómo se las han hecho porque, al parecer les han descubierto otras similares, más antiguas, en los brazos.
– Digale que no sé nada y que quisiera verlas, padre.
Ante mi petición, el médico retiró los vendajes poniendo muchísimo cuidado y luego, con aquellos dos sacerdotes castigados mirando hacia la pared y yo en camisón y destapada, salió del cuarto. La situación era tan violenta que no me atreví a decir ni media palabra, aunque, afortudamente, el doctor Kalogeropoulos regresó al instante con un espejo que me permitió ver las escarificaciones flexionando las piernas. Ahí estaban: una cruz decussata en la parte posterior del muslo derecho y otra, griega, en el izquierdo. Jerusalén y Atenas grabadas para siempre en mi cuerpo. Debería haberme sentido orgullosa pero, saciada mi curiosidad, mi única obsesión era ver a Farag. Lo malo fue que, en uno de los movimientos del espejo, también vi mi cara reflejada, y me quedé atónita al comprobar que no sólo tenía los ojos hundidos y la piel demacrada, sino que lucía en mi cabeza un exuberante vendaje a modo de turbante musulmán. El doctor Kalogeropoulos, viendo mi expresión de sorpresa, lanzó otra andanada de palabras.
– El doctor dice -me transmitió el padre Cardini- que sus amigos y usted han sido golpeados con algún objeto contundente y que presentan importantes contusiones en el cráneo. Por los resultados de los análisis, piensa que también consumieron alcaloides y quiere que le diga qué sustancias ingirieron.
– ¿Es que este médico cree que somos drogadictos o qué?
El padre Cardini no se atrevió a rechistar.
– Dígale al médico que no hemos tomado nada y que no sabemos nada, padre. Que por mucho que nos pregunte no vamos a poder decirle más. Y ahora, si no es mucha molestia, me gustaría ver a mis compañeros.
Y, diciendo esto, me senté en el borde de la cama y bajé las piernas hasta el suelo. Las vendas de los pies me servían divinamente de zapatillas. Al verme, el doctor Kalogeropoulos dejó escapar una exclamación de enojo y, sujetándome por los brazos, intentó volver a acostarme, pero me resistí con todas mis fuerzas y no lo consiguió.
– Padre Cardini, por favor, ¿sería tan amable de decirle al doctor que quiero mi ropa y que voy a quitarme este vendaje de la cabeza?
El sacerdote católico tradujo mis palabras y se produjo un diálogo rápido y agitado.
– No puede ser, hermana. El doctor Kalogeropoulos dice que todavía no está bien y que podría sufrir un colapso.
– ¡Dígale al doctor Kalogeropoulos que estoy perfectamente! ¿Conoce usted, padre, la importancia del trabajo que el profesor, el capitán y yo estamos haciendo?
– Aproximadamente, hermana.
– Pues dígale que me entregue mi ropa… ¡Ahora!
Volvió a producirse un irritado cruce de palabras y el facultativo salió de la habitación con muy malos modos. Poco después hizo acto de presencia una joven enfermera que, al entrar, dejó una bolsa de plástico a los pies de la cama sin decir ni media palabra y, luego, se acercó hasta mí y empezó a liberar mi cabeza del turbante. Sentí un inmenso alivio cuando me lo quitó, como si aquellas tiras de gasa hubieran estado comprimiéndome el cerebro. Metí los dedos entre el pelo para airearlo y rocé con las yemas una abultada y dolorosa protuberancia en la parte superior.