Todavía no había terminado de vestirme cuando se oyeron unos golpes en el dintel metálico del vano de la entrada. Yo misma retiré la cortina cuando estuve lista. Farag y el capitán, ataviados con unas batas cortas del mismo color azul desteñido que el ajado camisón hospitalario que exhibían, me miraron sorprendidos desde debajo de sus respectivos turbantes.
– ¿Por qué tú estás arreglada y nosotros tenemos estas pintas? -preguntó Farag.
– Porque no sabéis hacer valer vuestra autoridad -repuse, riendo. Volver a verle me hacía sentir muy feliz; el corazón me latía a toda marcha-. ¿Estáis bien?
– Estamos perfectamente, pero esta gente se empeña en tratarnos como a niños.
– ¿Quiere ver esto, doctora? -me preguntó Glauser-Róist tendiéndome el familiar pliegue de grueso papel de los staurofílakes. Lo cogí de su mano, con una sonrisa y lo abrí. Esta vez sólo había una palabra: «Apostoleion», Apostoleion.
– Volvemos a empezar, ¿eh? -dije.
– En cuanto salgamos de aquí -murmuró la Roca echando una mirada torva a su alrededor.
– Pues, entonces, será ya mañana -avisó Farag, metiendo las manos en los bolsillos de la bata-, porque son las once de la noche y no creo que, a estas horas, nos den el alta.
– ¿Las once de la noche? -exclamé abriendo los ojos de par en par. Habíamos permanecido inconscientes todo el día.
– Firmaremos el alta voluntaria, o como quiera que se llame en este país -refunfuñó el capitán dirigiéndose hacia las mesas en las que se encontraba el personal sanitario.
Aproveché su ausencia para mirar con libertad a Farag. Estaba ojeroso y, como la barba le llegaba ya hasta el cuello, parecía un original anacoreta rubio del desierto. El recuerdo de lo que había pasado la noche anterior aceleraba aún más mi corazón, si eso era posible, y me hacía sentir dueña de un secreto que sólo él y yo compartíamos. Sin embargo, Farag no parecía recordar nada, su cara era de simpática indiferencia y, en lugar de hablar conmigo, se dirigió inmediatamente a mis acompañantes, dejándome con la palabra en la boca. Me quedé perpleja y preocupada, ¿acaso lo había soñado todo?
No conseguí que hablara conmigo en toda la noche, ni siquiera cuando salimos del hospital y subimos al coche de la embajada vaticana (Su Eminencia Theologos Apostolidis se despidió amablemente de nosotros en la puerta del George Gennimatas y se marchó en su propio vehículo). Así que Farag, o bien se dirigía al capitán o bien al padre Cardini, y, cuando sus ojos tropezaban con los míos, pasaban por encima de mí sin detenerse, como si yo fuera transparente. Si lo que pretendía era hacerme daño, lo estaba consiguiendo, pero no iba a dejar que aquello me destrozara, así que me encerré en el más negro mutismo hasta que llegamos al hotel y, una vez en mi habitación, como no podía sentarme cómodamente por culpa de las escarificaciones, estuve orando tendida en la cama hasta que caí rendida, cerca ya de las tres de la madrugada. Llena de angustia, le pedí a Dios que me ayudara, que me devolviera la certeza de mi vocación religiosa, la tranquila estabilidad de mi vida anterior y me refugié en Su Amor hasta que encontré la paz que necesitaba. Dormí bien, pero mi último pensamiento fue para Farag y también el primero de la mañana siguiente.
Él, sin embargo, no me miró ni una sola vez durante el desayuno, ni tampoco en el viaje hacia el aeropuerto, ni mientras subíamos al Westwind y tomábamos asiento (con mucho cuidado) en los sillones de la cabina de pasajeros que, como un viejo y cálido hogar, empezaba a ser nuestra única referencia estable. Despegamos del aeropuerto Hellinikon alrededor de las diez de la mañana e, inmediatamente, empezaron los paseos de nuestra azafata favorita con sus ofertas de comida, bebida y entretenimientos. El capitán Glauser-Róist, después de pronosticar los más terribles desenlaces para la pobre chica, que resultó llamarse Paola, nos contó, muy satisfecho, que sólo había tardado cuatro horas en recorrer la distancia entre Maratón y Kapnikaréa y que su pulsómetro no se había disparado ni una sola vez. Aunque Farag se rió y le felicitó con un apretón de manos y unos golpes afectuosos en el brazo, yo me sumí en la más completa de las miserias recordando los pitidos del pulsómetro de Farag y del mío en aquellos preciosos momentos que habíamos vivido en la silenciosa carretera de Maratón.
El vuelo entre Atenas y Estambul fue tan corto que apenas nos dio tiempo a preparar el quinto círculo purgatorial. En Constantinopla purgaríamos el pecado de la avaricia y lo haríamos, al decir del florentino, echados en el suelo:
Cuando en el quinto círculo hube entrado,
vi por aquel a gentes que lloraban,
tumbados en la tierra boca abajo.
«Adhaesit pavimento anima mea [39]»
les oí exclamar con tan altos suspiros,
que apenas se entendían las palabras.
– ¿Sólo tenemos esto para empezar? -preguntó, escéptico, Farag-. Es muy poco y Estambul es muy grande.
– También tenemos el Apostoleion -le recordó Glauser-Róist, cruzando tranquilamente las piernas como si no sufriera en absoluto el dolor de las cicatrices ni esas molestas agujetas que la carrera de Maratón nos había dejado a los demás como recuerdo-. La Nunciatura vaticana en Ankara y el Patriarcado de Constantinopla están trabajando desde anoche sobre ello. Cuando llegamos al hotel, me puse en contacto con Monseñor Lewis y con el secretario del Patriarca, el padre Kallistos, quien me informó de que el Apostoleion fue la famosa iglesia ortodoxa de los Santos Apóstoles que sirvió de Panteón Real a los emperadores bizantinos hasta el siglo XI. Era el templo más grande después de Santa Sofía. Hoy día, sin embargo, no queda nada de ella. Mehmet II, el conquistador turco que puso fin al imperio bizantino, ordenó su destrucción en el siglo XV.
– ¿No queda nada de ella? -me escandalicé-. ¿Y qué pretenden que hagamos? ¿Excavar la ciudad en busca de sus restos arqueológicos?
– No lo sé, doctora. Tendremos que investigar. Parece ser que Mehmet II, intentando emular a los emperadores, mandó construir allí mismo su propio mausoleo, la mezquita de Fatih Camii que aún sigue en funcionamiento. Del Apostoleion no queda absolutamente nada. Ni una piedra. Pero habrá que esperar los informes de la Nunciatura y del Patriarcado para saber algo mas.
– ¿Qué les ha pedido que investiguen?
– Todo, absolutamente todo, doctora: la historia completa de la iglesia con el mayor lujo de detalles, también la de Fatih Camii; los planos, mapas y dibujos de las reconstrucciones, nombres de los arquitectos, objetos, obras de arte, todos los libros que hablen sobre ellas, el ritual de enterramiento de los emperadores, etc. Como verá no he dejado ningún detalle al azar y estoy seguro de que tanto la Nunciatura como el Patriarcado están trabajando a fondo en el tema. El Nuncio apostólico, Monseñor Lewis, me dijo, además, que podíamos contar con la ayuda de uno de los agregados culturales de la embajada italiana, experto en arquitectura bizantina, y el Patriarcado está especialmente ansioso por colaborar con nosotros porque también ha sufrido las fechorías de los staurofílakes: lo poco que quedaba del fragmento de Vera Cruz que el emperador Constantino recibió directamente de su madre, Santa Helena, desapareció hace menos de un mes de la iglesia patriarcal de San Jorge, y eso que estaban avisados. Pero el antiguamente poderoso Patriarcado de Constantinopla es hoy día tan pobre que no dispone de recursos para proteger sus reliquias. Al parecer, apenas quedan fieles ortodoxos en Estambul. El proceso de islamización ha sido tan intenso y el nacionalismo se ha vuelto tan violento que, en la actualidad, casi el ciento por ciento de la población es turca y de religión musulmana.
En ese momento, el comandante del Westwind nos comunicó por los altavoces que en menos de media hora aterrizaríamos en el Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.