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En torno al círculo de mármol que formaba el suelo de aquella sala, y a esa misma altura, se distribuían doce extrañas cavidades con forma de bóveda de cañón. Si no hubiéramos estado en manos de una secta cristiana como los staurofílakes, habría jurado que se trataba de unos siniestros bothros, aberturas en la pared por las que se vertían las libaciones para los muertos y en las que se degollaban las víctimas para los dioses infernales. No eran excesivamente grandes, más bien parecían madrigueras de pequeñas alimañas, perfectamente distribuidas y dispuestas, y tenían, sobre el arco, unos extraños grabados a los que, en un primer momento, no presté demasiada atención. Entre ellas, colgadas de antorcheros de hierro, resplandecían las teas.

Los impresionantes leones que soportaban el gigantesco sarcófago estaban cincelados en mármol blanco. Según me acercaba al féretro, mi asombro iba en aumento, pues no sólo tenía sus lados admirablemente labrados con increíbles escenas en altorrelieve, sino que todos sus adornos e incrustaciones eran de oro puro, incluso las dos argollas, gruesas como mi puño, que, en teoría al menos, deberían servir para mover aquel mazacote. También las garras de los leones, sus ojos y sus dientes eran de dicho metal precioso, e igualmente las molduras de la cubierta y los motivos en forma de hojas de laurel que enmarcaban las tallas del pórfido. Se trataba, sin duda, de un sarcófago digno de un rey y, cuando estuve lo bastante cerca -la cubierta, o lauda, quedaba por encima de mi cabeza-, confirmé mis sospechas al examinar la escena representada en uno de sus lados: dividido en dos niveles, en el inferior se veía una muchedumbre que elevaba suplicante las manos hacia una destacada figura central que vestía los ropajes imperiales bizantinos. Esta figura repartía puñados de monedas y estaba flanqueada por importantes dignatarios de la corte y funcionarios de alto nivel.

Di un rodeo para situarme a los pies del féretro y vi, esculpido, un medallón con la misma figura imperial, a caballo, escoltada por otras dos figuras mucho más pequeñas que portaban coronas, palmas y escudos. Incrédula, observé que la cabeza de aquel emperador aparecía rodeada por el nimbo de los santos y que los escudos llevaban tallado en su interior el Monograma de Constantino. Sin poderme creer la absurda idea que estaba empezando a brotar en mi cerebro, continué con el rodeo para colocarme frente al otro gran lateral. La escena allí descrita era la de un Cristo Pantocrátor sentado en su trono ante el cual el mencionado monarca hacía proskinesis, es decir, llevaba a cabo el acto tradicional de homenaje a los emperadores bizantinos que consistía en arrodillarse y tocar el suelo con la frente extendiendo las manos en ademán de súplica. De nuevo la figura tenía la cabeza nimbada y los rasgos de su cara eran los mismos que en las dos escenas anteriores, así que estaba claro que todas representaban al mismo emperador y que los restos de ese emperador estaban contenidos en aquella cápsula de piedra.

– ¡Caramba, esto es increíble! -dijo en ese momento la voz de Farag a mi espalda y, luego, soltó un largo silbido de admiración-. Ottavia, ¿a que no sabes quién es este viejo Hércules alado con cara de mal genio?

– ¿Qué dices, Farag? -repuse, molesta, volviéndome hacia él. Sobre la boca de uno de los bothros, el Hércules del que hablaba Farag se empeñaba en lanzar soplidos por la boca mientras sujetaba a una joven doncella entre los brazos.

– ¡Es Bóreas! ¿No lo reconoces? La personificación del frío viento del norte. Mira cómo sopla a través de la caracola y cómo la nieve cubre sus cabellos.

– ¿Por qué estás tan seguro? -le increpé acercándome, pero obtuve la respuesta al leer la cartela que había debajo de la figura: «Boreas»-. Vale, no me lo digas, ya lo sé.

– Y aquel de allí enfrente es Noto, seguro -dijo mientras se apresuraba a comprobarlo-. En efecto, Noto, el viento cálido y lluvioso del sur.

– O sea, que cada una de esas doce cavidades semicirculares tiene un viento en la parte superior -comentó la Roca sin moverse del sitio.

En efecto, allí estaban los doce hijos del temible Eolo, adorados en la Antigüedad como dioses por ser la manifestación más poderosa de la Natu raleza. Para los griegos, y no sólo para ellos, los vientos eran las divinidades que mudaban las estaciones favoreciendo la vida, las que formaban las nubes y provocaban las tempestades, las que movían los mares y enviaban las lluvias, y era cosa de ellas, además, que los rayos del sol calentaran la tierra o la quemaran. Pero, por si esto no era suficiente, tomaron conciencia de que el ser humano se extinguía si el viento no entraba en su cuerpo a través de la respiración, de modo que de estos dioses dependía enteramente la vida.

Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, podía verse, en primer lugar, al viejo Bóreas en toda su rudeza, tal y como lo había descrito Farag; a continuación a Helespontio -simbolizado por una tormenta-; luego a Afeliotes -un campo lleno de frutas y grano-; al benéfico Euro -«el viento bueno» del este, «el que fluye bien», que aparecía como un hombre de edad madura con una incipiente calvicie-; a Euronoto; a Noto -el viento del sur, presentado como un joven cuyas alas goteaban rocío-; a Libanoto; a Libs -un adolescente imberbe de hinchados carrillos que portaba un aphlaston [46]-; al joven Zéfiro, el viento del oeste, quien, junto con su amante, la ninfa Cloris, derramaba flores sobre su negro hothros; a Argestes -mostrado como una estrella-; a Trascias, coronado de nubes; y, por último, al horrible Aparctias, con su cara barbuda y su ceño fruncido. Entre estos dos, se hallaba la boca condenada de la caverna por la que habíamos llegado hasta allí. Los cuatro vientos cardinales, Bóreas, Euro, Noto y Zéfiro, estaban representados por las figuras más grandes y acabadas; los demás, por figuras menores y de inferior calidad. La belleza de las imágenes, de nuevo de factura bizantina, era comparable a la de los relieves del suelo de la Cloaca Máxima, aquellos que hablaban de la soberbia. Sin duda el artista había sido el mismo y era una pena que su nombre no hubiera quedado registrado para la historia, pues su trabajo estaba a la altura de los mejores. Era posible, incluso -aunque eso habría que estudiarlo-, que sólo hubiera trabajado para la hermandad, lo que confería un valor exclusivo y añadido a su obra.

– ¿Y el sarcófago? -preguntó de pronto Glauser-Róist, abandonando el examen de los vientos.

– Es impresionante, ¿verdad? -murmuré, acercándome-. Las dimensiones son descomunales. Observe, capitán, que la lauda queda a la altura de su cabeza.

– Pero ¿quién está enterrado dentro?

– No estoy segura. Necesito examinar el altorrelieve del lateral superior.

Farag se aproximó también a la mole de pórfido, observándola con curiosidad. Yo me dirigí hacia la cabecera para contemplar el último de los grabados antes de atreverme a aventurar la delirante hipótesis que tenía en la cabeza. Pero todas mis dudas se vinieron abajo en cuanto reconocí el perfil clásico que aparecía delicadamente tallado en el lauraton de la roca púrpura: rodeado por una corona de laurel, podía distinguirse el mismo rostro de ojos elevados y cuello de toro que aparecía en los solidus, la pieza de oro conocida actualmente entre los historiadores como el dólar medieval, la poderosa moneda creada en el siglo IV por el emperador Constantino el Grande.

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[46]Popa curvada de las naves