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Desde su atalaya particular, Bosch veía casi todos los carriles que atravesaban el paso de Cahuenga en dirección norte hacia el valle de San Fernando. Estaba repasando mentalmente lo que se había dicho durante la sesión, tratando de dilucidar si había sido una sesión buena o mala, pero se despistó y empezó a observar el punto donde la autovía aparecía en el horizonte, al coronar el paso de montaña. Distraídamente, elegía dos coches que alcanzaban juntos la cima y los seguía con la mirada por el segmento de la autovía que resultaba visible desde la terraza. Elegía a uno u otro y seguía la carrera, desconocida para los pilotos, hasta la línea de meta situada en la salida de Lankershim Boulevard.

Al cabo de unos minutos se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se volvió, dando la espalda a la autovía.

– Joder -dijo en voz alta.

Supo entonces que mantener las manos ocupadas no bastaría mientras continuara apartado del trabajo. Volvió a entrar y cogió una botella de Henry de la nevera. En cuanto la hubo abierto sonó el teléfono. Era su compañero, Jerry Edgar, y la llamada fue una bienvenida distracción en medio del silencio.

– Harry, ¿cómo van las cosas en Chinatown?

Como todos los polis temían en secreto que algún día podrían derrumbarse a causa de las presiones del trabajo y convertirse en candidatos a las sesiones de terapia de la Sección de Ciencias del Comportamiento del departamento, rara vez se referían a la unidad utilizando su nombre formal. Ir a las sesiones de la SCC solía llamarse «ir a Chinatown», porque la unidad se hallaba en Hill Street, a muchas travesías del Parker Center. Cuando se sabía que un poli iba allí corría la voz de que sufría el blues de Hill Street. El edificio de seis plantas en el que se hallaba la SCC se conocía como el edificio Cincuenta y uno cincuenta. No era el número de la calle, sino el código con el que se referían a una persona demente en la radio de las patrullas. Este tipo de códigos formaba parte del proceso de menospreciar, y de este modo contener con más facilidad, los propios temores.

– Me ha ido genial en Chinatown -dijo Bosch con sarcasmo-. Tendrías que probarlo algún día. Una sesión y ya ha conseguido que me siente aquí a contar los coches de la autovía.

– Bueno, al menos no se te acabarán.

– Sí, ¿tú qué tal?

– Al final Pounds lo ha hecho.

– ¿Qué ha hecho?

– Me ha enchufado otro compañero.

Bosch se quedó un momento en silencio. La noticia le dejó una sensación de irrevocabilidad. La idea de que tal vez nunca recuperaría su trabajo se abrió paso en su mente.

– ¿Ah, sí?

– Sí, al final lo ha hecho. Me ha tocado un caso esta mañana y ha puesto conmigo a uno de sus lameculos. Burns.

– ¿Burns? ¿De automóviles? Nunca ha trabajado en homicidios. ¿Alguna vez ha trabajado en delitos contra personas?

Los detectives solían optar entre dos líneas en el departamento. Una era la de los delitos contra la propiedad y la otra la de los delitos contra personas. En la segunda vía uno podía especializarse en homicidios, violaciones, asaltos o atracos. Los detectives de delitos contra personas llevaban los casos de perfil alto y solían ver a los investigadores de los delitos contra la propiedad como chupatintas. Había tantos delitos contra la propiedad en la ciudad que los detectives pasaban la mayor parte de su tiempo tomando nota de denuncias y procesando alguna detención ocasional. En realidad no hacían mucho trabajo de detectives, porque no les quedaba tiempo para eso.

– Siempre ha sido un chupatintas -dijo Edgar-, pero con Pounds eso no importa. Lo único que le importa es tener a alguien en la mesa de homicidios que no le moleste. Y Burns es el tipo ideal. Seguramente empezó a cabildear para obtener el puesto en el mismo momento en que se enteró de lo tuyo.

– Bueno, que se joda. Voy a volver a la mesa y entonces él volverá a coches.

Edgar se tomó un tiempo para responder, como si Bosch hubiera dicho algo que para él carecía de sentido.

– ¿De verdad crees eso, Harry? Pounds no va a consentir que vuelvas después de lo que hiciste. Cuando me dijo que iba a ponerme con Burns le dije que no se lo tomara a mal, pero que prefería esperar hasta que volviera Harry Bosch, y él me dijo que entonces tendría que esperar hasta hacerme viejo.

– ¿Eso dijo? Bueno, que se joda él también. Todavía me quedan un par de amigos en el departamento.

– Irving sigue en deuda contigo, ¿no?

– Supongo, pero ya veremos.

No continuó, prefería cambiar de tema. Edgar era su compañero, pero nunca habían llegado al punto de confiar plenamente en el otro. Bosch desempeñaba el papel de mentor en la relación y le habría confiado su vida a Edgar, pero era un vínculo que se sostenía en la calle. Las cuestiones internas del departamento eran otro asunto. Bosch nunca se había fiado de nadie, y no iba a empezar a hacerla en ese momento.

– Bueno, ¿cuál es el caso? -preguntó para cambiar de tema.

– Ah, sí. Quería hablarte de eso. Es raro, tío. Primero el crimen es raro y más todavía lo que ocurrió después. El aviso se recibió de una casa de Sierra Bonita a eso de las cinco de la mañana. Un ciudadano informó de que había oído un sonido como de escopeta, pero amortiguado. Sacó del armario su rifle de caza y salió a echar un vistazo. Es un barrio que últimamente ha sido limpiado por los yanquis. Cuatro robos de casas sólo en su manzana este mes. Así que estaba preparado con el rifle. Bueno, el caso es que recorre el sendero de entrada con el arma (el garaje está en la parte de atrás) y ve un par de piernas colgando de la puerta abierta de su coche, que estaba aparcado enfrente del garaje.

– ¿Le disparó?

– No, eso es lo más raro. Se acercó con el arma, pero el tipo del coche ya estaba muerto. Tenía un destornillador clavado en el pecho.

Bosch no lo entendía. Le faltaban datos, pero no dijo nada.

– El airbag lo mató, Harry.

– ¿Qué quieres decir con que el airbag lo mató?

– El airbag. El maldito yanqui estaba robando el airbag y de alguna manera el chisme saltó. Se hinchó al instante y le clavó el destornillador justo en el corazón, tío. Nunca había visto nada igual. Debía de tener el destornillador del revés o estaba usando el mango para golpear el volante. Todavía no lo sabemos con certeza. Hablamos con un técnico de Chrysler y nos dijo que si sacas la cubierta protectora como hizo ese tipo, incluso la electricidad estática puede dispararlo. Nuestro difunto llevaba un jersey. No sé, tal vez fuera eso. Burns dice que es la primera víctima de la electricidad estática.

Mientras Edgar se reía entre dientes del humor de su nuevo compañero, Bosch pensó en la escena. Recordó un boletín informativo referente a los robos de airbags que se había distribuido el año anterior. Se habían convertido en un producto muy solicitado en el mercado negro. Los ladrones sacaban trescientos dólares por unidad a propietarios de talleres con pocos escrúpulos. Los talleres los compraban por trescientos y cobraban a los clientes novecientos por instalar uno. Eso doblaba los beneficios que obtenían cuando los encargaban al fabricante.

– ¿Entonces parece accidental? -preguntó Bosch.

– Sí, muerte accidental, pero la historia no termina ahí. Las dos puertas del coche estaban abiertas.

– El muerto tenía un cómplice.

– Eso supusimos. Y si encontrábamos al cabrón podíamos acusarlo bajo la ley de complicidad en homicidios. Así que pedimos que los del laboratorio buscaran con el láser todas las huellas que pudieran sacar del coche. Las llevamos al laboratorio y pedimos a uno de los técnicos que las escaneara y las mandara al AFIS, y ¡sorpresa!

– ¿Conseguisteis al compañero?

– Irrefutable. Ese ordenador del AFIS tiene largo alcance, Harry. Coincidía con una huella archivada en una de las redes del Centro de Identificación Militar de San Luis. Estuvo en el ejército hace diez años. De ahí sacamos la identificación y después conseguimos una dirección de Tráfico. Lo hemos detenido hoy. Ha confesado. Va a desaparecer por una buena temporada.