Contempló las nubes congeladas que había al otro lado de las ventanas y el frenesí amorfo de la nieve. Su falta de significado parecía burlarse de él.
Dejó que su cuerpo se hundiera en la cama y que el montón de sábanas y mantas le sumergiese como una avalancha, y acabó quedándose dormido con la mano derecha debajo de la almohada y los dedos curvados sobre el metal de las tijeras que había cogido de la bandeja de Talibe el día anterior.
—¿Qué tal va la cabeza, viejo amigo?
Saaz Insile le arrojó una fruta. No logró pillarla al vuelo, por lo que tuvo que inclinarse y cogerla de su regazo, donde había aterrizado después de chocar contra su pecho.
—Mejorando —replicó.
Insile se sentó sobre la cama contigua, dejó caer su gorra encima de la almohada y se desabrochó el primer botón del uniforme. Su enmarañada cabellera negra hacía que su pálido rostro pareciera tan blanco como el caos de nieve que seguía cayendo sobre el mundo al otro lado de las ventanas.
—¿Cómo te están tratando?
—Muy bien.
—He visto que tienes una enfermera muy guapa.
—Talibe. —Sonrió—. Sí, no está nada mal.
Insile rió y se echó hacia atrás extendiendo los brazos a la espalda.
—¿No está mal? Zakalwe, es soberbia… ¿También se encarga de tu aseo personal?
—No. Puedo ir al cuarto de baño.
—¿Quieres que te rompa las piernas?
—Quizá te pida que me las rompas cuando lleve un poco más de tiempo aquí.
Se rió.
Insile también soltó una carcajada y clavó los ojos en la tormenta que se agitaba más allá de las ventanas.
—¿Qué tal va tu memoria? ¿Ha mejorado?
Sus dedos tiraron de un pliegue de la sábana blanca cerca de donde había dejado caer la gorra.
—No —dijo él. Tenía la impresión de que su memoria había mejorado, pero no quería decírselo a nadie. Tenía la vaga impresión de que compartir ese pequeño secreto quizá le trajera mala suerte—. Recuerdo que estaba con los demás, la partida de cartas y luego… —Después recordaba haber visto la silla blanca al pie de la cama y haber llenado sus pulmones con todo el aire del mundo y haber gritado con la potencia de un huracán hasta el fin de los tiempos o, por lo menos, hasta que Talibe entró en la sala y logró calmarle. («¿Livueta? —había murmurado—. Dar… ¿Livueta?») Se encogió de hombros—. Y cuando desperté estaba aquí.
—Bueno —dijo Saaz. Pasó la mano por los pantalones de su uniforme para alisar unas arrugas—. Tengo una buena noticia. Hemos conseguido limpiar la mancha de sangre del suelo del hangar.
—Espero tener ocasión de devolverle el favor a quien me disparó.
—Es lógico, pero te advierto que luego no te ayudaremos a limpiar el estropicio.
—¿Qué tal están los demás?
Saaz suspiró, meneó la cabeza y se pasó una mano por la nuca.
—Oh, siguen siendo la misma pandilla de tipos adorables y joviales de siempre. —Se encogió de hombros—. El resto del escuadrón… Te envían sus más cariñosos saludos y sus deseos de que te recuperes lo más pronto posible, pero esa noche… Se cabrearon bastante contigo. —Contempló al hombre que yacía en la cama—. Cheri, viejo amigo, no creo que haya nadie a quien le guste la guerra, pero… Hay formas y formas de decirlo, ¿no te parece? Me temo que metiste la pata… Todos apreciamos en su justo valor lo que has hecho. Sabemos que no se te ha perdido nada aquí, pero creo… Creo que algunos de los chicos… Bueno, creo que incluso eso les molesta un poco. Les oigo hablar de vez en cuando, y supongo que tú también les habrás oído. De noche, cuando tienen pesadillas… Hay momentos en que ves ese brillo extraño en sus ojos, como si supieran que tienen muy pocas probabilidades de salir enteros de todo esto. Están asustados. Si se lo dijera a la cara puede que intentaran meterme una bala en la cabeza, pero…, tienen miedo. Si hubiera alguna forma de escapar, algo que les pudiera sacar de este lío… Son hombres valientes y quieren luchar por su país, pero también quieren seguir vivos y cualquier persona que comprenda las pocas probabilidades de conseguirlo que tienen… Bueno, no creo que nadie pueda culparles por eso, ¿verdad? Sólo quieren una excusa honorable que les permita salvar la cara. No se atreven a pegarse un tiro en un pie, y ahora ya no hay nadie que salga a dar un paseo con calzado normal y vuelva con algún dedo congelado porque hubo demasiados que usaron ese truco al principio, pero les encantaría largarse. Tú no tienes ninguna razón para estar aquí…, pero estás. Decidiste luchar y muchos de ellos te odian por haber tomado esa decisión. Tu presencia hace que se sientan como unos cobardes porque saben que si estuvieran dentro de tu pellejo se encontrarían muy lejos de aquí diciéndoles a las chicas lo afortunadas que son por poder bailar con un piloto tan valeroso.
—Lo lamento. —Se acarició el vendaje de la cabeza—. Pero no tenía ni idea de que estuvieran tan cabreados…
—Oh, no están cabreados. —Insile frunció el ceño—. Y eso es lo más extraño de todo.
Se puso en pie, fue hacia la ventana más próxima y contempló la ventisca.
—Mierda, Cheri, la mitad de esos tipos te habrían invitado a ir al hangar y habrían intentado aflojarte un par de dientes, pero… ¿un arma? —Meneó la cabeza—. No confiaría en ninguno de ellos para tenerle a mi espalda con un panecillo recién horneado o una bolsa llena de cubitos de hielo, pero si se tratara de un arma… —Volvió a menear la cabeza—. No me lo pensaría dos veces. No son de esos, ¿comprendes?
—Bueno, Saaz, puede que todo fueran imaginaciones mías —dijo él.
Saaz se volvió hacia la cama y le contempló con cara de preocupación. Vio que su amigo sonreía y eso pareció aliviarle un poco.
—Cheri, admito que no quiero imaginar que esté equivocado respecto a ellos, pero la alternativa es… Otra persona. No sé quién puede ser, y la policía militar tampoco.
—Me temo que no les ayudé demasiado —confesó él.
Saaz volvió a sentarse en la cama.
—¿No tienes ni idea de con quién hablaste después ni de adonde fuiste?
—No.
—Me dijiste que ibas a la sala de reuniones para echar un vistazo a los últimos objetivos.
—Sí, eso me han contado.
—Pero cuando Jine entró allí para invitarte a pasar un rato en el hangar por haber dicho esas cosas tan horribles sobre nuestro alto mando y lo pésimas que son nuestras tácticas… No estabas allí.
—No sé qué ocurrió, Saaz. Lo siento, pero yo…
Sintió el escozor de las lágrimas que acababan de invadir sus ojos y lo repentino de aquel acceso de llanto le sorprendió. Dejó la fruta sobre su regazo, sorbió aire por la nariz haciendo mucho ruido y se la limpió con la mano. Después tosió y se dio un par de golpes en el pecho.
—Lo siento —repitió.
Insile le observó en silencio mientras él alargaba la mano hacia la mesilla para coger un pañuelo.
Saaz se encogió de hombros y sonrió.
—Eh, no te tortures… Ya lo recordarás. Quizá fue alguien de las dotaciones de tierra que está cabreado contigo porque le has pisado los dedos demasiadas veces. Si quieres recordarlo el mejor sistema es no esforzarse demasiado y dejar que vuelva por sí solo.
—Sí. «Tienes que descansar…» Ya he oído esa frase antes, Saaz.
Cogió la fruta de su regazo y la puso encima de la mesilla.
—¿Quieres que te traiga algo en particular la próxima vez que venga a verte? —preguntó Insile—. Aparte de Talibe, claro, para la que quizá tenga mis propios planes si tú decides seguir con los brazos cruzados…
—No, gracias.