Los hombres que le habían narcotizado le arrastraron por los pasillos. Los calcetines que cubrían sus pies se deslizaban sobre las baldosas sin hacer ningún ruido. Llegaron a uno de los hangares y alguien fue a ocuparse de los controles del ascensor, y él apenas si podía ver el trozo de suelo que tenía delante y no conseguía alzar la cabeza, pero podía oler el aroma a flores que desprendía el hombre de su derecha.
Las puertas se abrieron sobre sus cabezas con un chirriar metálico. Oyó el ruido de la tormenta y los aullidos del viento soplando en la oscuridad. Le llevaron hasta el ascensor.
Tensó los músculos, giró sobre sí mismo y lanzó una mano hacia el cuello de Thone. Vio su rostro, y la expresión de miedo y perplejidad que se adueñó de él. El otro hombre le agarró el brazo libre. Se debatió, apartó a Thone de un empujón y vio el arma en la funda del oficial.
Logró coger el arma. Recordaba haber gritado y haber quedado libre de las manos que le aprisionaban, pero no pudo mantener el equilibrio y cayó. Intentó disparar, pero el arma se negó a obedecerle. Las luces se encendían y se apagaban al otro extremo del hangar. «¡No está cargada! ¡No está cargada!», gritó Thone mirando a los demás. Todos volvieron la cabeza hacia el otro extremo del hangar. Había algunos aparatos que se interponían entre ellos y la pared, pero también había alguien más, alguien que gritaba y quería saber quién había abierto las puertas del hangar de noche mientras las luces del interior estaban encendidas.
No vio quién le disparó. Un martillo pilón se estrelló contra su sien y lo siguiente que vio fue la silla blanca.
La nieve iluminada por los focos parecía hervir al otro lado de los cristales.
No apartó los ojos de la ventana hasta el amanecer, y pasó todo ese tiempo recordando lo ocurrido.
—Talibe, quiero que envíes un mensaje al capitán Saaz Insile. Dile que debo verle lo más pronto posible. También necesito que te pongas en contacto con mi escuadrón. ¿Querrás hacerlo?
—Sí, naturalmente, pero antes tienes que tomar tu medicación.
La miró fijamente y le cogió la mano.
—No, Talibe. Telefonea antes al escuadrón. —Le guiñó un ojo—. Por favor… Hazlo por mí.
Talibe meneó la cabeza.
—Eres el enfermo más inaguantable que he conocido.
Fue hacia la puerta y salió de la sala.
—Bien… ¿Va a venir?
—Está de permiso —dijo Talibe mientras cogía la tablilla de anotaciones para comprobar qué medicación estaba recibiendo.
—¡Mierda!
Saaz no le había dicho nada de un permiso.
—Capitán… Vaya lenguaje —dijo Talibe agitando una botella.
—La policía, Talibe. Llama a la policía militar… Tienes que hablar con ellos ahora mismo. Es muy urgente.
—La medicación primero, capitán.
—Está bien. ¿Me prometes que les llamarás apenas me la haya tomado?
—Prometido. Abre la boca.
—Aaaaah…
Maldito fuera Saaz por estar de permiso, y doblemente maldito por no haberle dicho nada. Y Thone… ¡Qué desfachatez tan increíble! Venir a verle al hospital para averiguar si se acordaba de lo ocurrido…
¿Y qué habría ocurrido si así fuera?
Volvió a meter la mano bajo la almohada para asegurarse de que las tijeras seguían allí y sintió el frío contacto del metal.
—Les he explicado que se trataba de un asunto muy urgente y me aseguraron que vendrían lo más pronto posible —dijo Talibe cuando entró, esta vez sin la silla. Se volvió hacia las ventanas y la tormenta que seguía haciendo estragos al otro lado de los cristales—. Y tengo que darte algo para que estés despierto. Te quieren lo más lúcido posible.
—¡Estoy despierto y no puedo estar más lúcido!
—No protestes y trágate estas píldoras.
Se las tragó.
Se quedó dormido con los dedos tensos alrededor de las tijeras ocultas debajo de la almohada y la blancura del exterior se fue acercando hasta que acabó atravesando el cristal mediante un proceso de osmosis, y se dirigió hacia su cabeza como si hubiera una fuerza que la atraía en esa dirección, y giró lentamente trazando órbitas alrededor de ella, y se unió al toroide blanco del vendaje y lo disolvió y lo desenredó y depositó los restos en el rincón de la habitación donde las sillas blancas murmuraban y hacían planes, y fue tensándose lentamente alrededor de su cráneo ejerciendo una presión cada vez mayor mientras giraba con la estúpida danza circular de los copos de nieve, más y más deprisa, más y más cerca, hasta que los copos de nieve se convirtieron en la banda fría y rígida del vendaje que le oprimía la cabeza, y cuando lograron encontrar la herida fueron abriéndose paso por su piel y su cráneo e hicieron que su cerebro se transformara en una fría y crujiente masa de cristales blancos.
Talibe abrió las puertas de la sala y dejó entrar a los oficiales.
—¿Estás segura de que se encuentra inconsciente?
—Le di el doble de la dosis habitual. Si no está inconsciente es que ha muerto.
—Aún tiene pulso. Cógele de los brazos.
—De acuerdo… ¡Arriba! ¡Eh, mira esto!
—Vaya.
—Fue un descuido mío. Me preguntaba dónde habían ido a parar… Lo siento.
—Te has portado muy bien, jovencita. Ahora será mejor que nos dejes solos, y gracias. No olvidaremos este favor.
—De acuerdo…
—¿Qué?
—Será…, será rápido, ¿verdad? Quiero decir… ¿Lo harán antes de que despierte?
—Claro. Oh, sí, claro. No se enterará. No sentirá absolutamente nada.
Y cuando despertó tenía frío y estaba encima de la nieve, y la ráfaga helada que salió de lo más hondo de su ser y atravesó su piel por cada poro alejándose con un alarido estridente hizo que aún fuera más consciente del frío.
Despertó y supo que iba a morir. La ventisca ya le había entumecido un lado del rostro. Una mano estaba pegada a la capa de nieve apisonada sobre la que yacía. Seguía vistiendo el pijama del hospital. El frío no era frío, sino un dolor que le aturdía y le embotaba y que intentaba devorar su cuerpo desde todas las direcciones a la vez.
Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Vio unos metros de nieve bañados por lo que quizá fueran los primeros rayos de sol de la mañana. La ventisca se había debilitado un poco, pero seguía siendo insoportable.
La última temperatura que había oído mencionar era de diez grados bajo cero, pero el impacto del viento hacía que pareciera mucho más baja. La cabeza, las manos, los pies, los genitales…, el dolor estaba por todas partes.
El frío le había despertado. Tenía que haber sido el frío. Debía de haberle despertado muy deprisa, o de lo contrario ya estaría muerto. Debían de haberle dejado allí. Si lograra averiguar en qué dirección se habían alejado, si pudiera seguirles…
Intentó moverse, pero no lo consiguió. Lanzó un grito silencioso, trató de llevar a cabo el mayor esfuerzo de voluntad de toda su existencia.., y lo único que consiguió fue girar sobre sí mismo y acabar sentado en la nieve.
El esfuerzo estuvo a punto de resultar excesivo. Tuvo que extender las manos hacia atrás y apoyarse en la nieve para no caer. Sintió que sus dos manos empezaban a convertirse en dos pedazos de hielo, y comprendió que nunca conseguiría levantarse.