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«Talibe…», pensó, pero la ventisca se apoderó del pensamiento y se lo llevó dando tumbos.

Olvídate de Talibe. Te estás muriendo. Hay cosas más importantes en las que pensar.

Contempló las profundidades lechosas de la ventisca que venía hacia él y le dejaba atrás, y pensó que parecía un enjambre de estrellas diminutas y blandas que tuvieran mucha prisa y se movieran velozmente en todas direcciones. Al principio sintió un millón de alfilerazos calientes en el rostro, pero su piel no tardó en ir perdiendo la sensibilidad.

«Haber recorrido tanta distancia para acabar muriendo en una guerra que no me importa en lo más mínimo…», pensó. Que ridículo parecía todo ahora. Zakalwe, Elethiomel, Staberinde; Livueta, Darckense. Los nombres desfilaron por su mente y acabaron alejándose hechos pedazos por el aullido del viento y el frío que le iba dejando sin fuerzas. Tenía la sensación de que su rostro se encogía y se resecaba poco a poco, y podía notar como el frío iba atravesando su piel y sus globos oculares para llegar hasta la lengua, los dientes y los huesos.

Logró liberar una mano de la nieve a la que había quedado pegada y la anestesia del frío hizo que apenas sintiera el dolor de su palma despellejada. Abrió la chaqueta del pijama arrancando los botones y expuso la pequeña cicatriz de su pecho al embate helado del viento. Volvió a apoyar la mano en la nieve y alzó la cabeza. Los huesos de su cuello parecieron rechinar y crujir con cada centímetro del movimiento, como si el frío ya se hubiera instalado dentro de sus articulaciones.

—Darckense… —le murmuró al hervor helado de la ventisca.

Y entonces fue cuando vio a la mujer que venía hacia él caminando a través de la tempestad tan tranquilamente como si ésta no existiera.

La mujer calzaba botas negras y vestía un abrigo muy largo con adornos de piel negra en el cuello y las mangas, y llevaba un sombrerito en la cabeza.

Su cuello y su rostro carecían de protección, y tampoco llevaba guantes. Tenía el rostro ovalado y los ojos muy oscuros y profundos. La mujer se detuvo ante él y la tormenta que había detrás de ella pareció hendirse a su espalda, y sintió algo más que la proximidad de aquella silueta alta y esbelta, y todas las partes de su cuerpo que estaban encaradas hacia ella captaron algo parecido al calor.

Cerró los ojos. Meneó la cabeza sin hacer caso del dolor que le produjo aquel gesto. Volvió a abrir los ojos.

La mujer seguía allí.

Había puesto una rodilla sobre la nieve y tenía las manos apoyadas encima de esa rodilla. Su rostro quedaba a la altura del de él. Se inclinó hacia adelante, volvió a liberar una mano de la nieve que intentaba fundirse con ella (no sintió nada, pero cuando se puso la mano delante de la cara vio la carne despellejada y la sangre que la cubría). Intentó tocarle la cara, pero la mujer le cogió la mano antes de que pudiera hacerlo. Estaba caliente, y él pensó que jamás había experimentado una sensación tan deliciosa.

La mujer le acarició la mano, la tormenta se partió en dos a su alrededor y su aliento creó una nubécula en el aire, y él la miró y se echó a reír.

—Maldición —dijo. Sabía que el frío y la droga que le habían administrado hacían que su voz sonara pastosa y casi incomprensible—. Llevo toda mi jodida vida siendo ateo, ¡y ahora resulta que esos gilipollas tenían razón! —Jadeó y acabó tosiendo—. ¿O es que también les das una pequeña sorpresa a ellos no apareciendo cuando van a morir?

—Me halaga, señor Zakalwe —dijo la mujer. Tenía una voz incomparable, maravillosamente ronca y sensual—. No soy ni la Muerte ni una diosa imaginaria. Soy tan real como usted… —Su largo y fuerte pulgar acarició la carne desgarrada de su palma—. Aunque no estoy tan fría, claro.

—Oh, estoy seguro de que eres real —dijo él—. Puedo sentir que eres realmen…

No pudo seguir hablando. Acababa de ver lo que había detrás de la mujer. Una forma inmensa de un blanco grisáceo algo más oscuro que el color de la nieve estaba materializándose entre los remolinos de la ventisca. La silueta pareció surgir del suelo detrás de la mujer subiendo poco a poco, y la tormenta dejó de existir en un radio de tres metros a su alrededor.

—Es un módulo con capacidad para doce personas, Cheradenine —dijo la mujer—. Ha venido para sacarte de aquí si ése es tu deseo, aunque también puede llevarte al continente. O aún más lejos… Puede llevarte con nosotros, si lo prefieres.

Estaba harto de parpadear y menear la cabeza. No sabía cuál era la parte de su mente que deseaba divertirse con aquel juego tan extraño, pero tendría que seguirle la corriente todo el tiempo que hiciera falta. No tenía ni idea de si existía alguna relación entre esto y el Staberinde y la Silla, pero si había alguna relación —¿y cómo podía no haberla?—, su estado de debilidad actual haría que cualquier intento de oponer resistencia resultara inútil. Bien, adelante. No tenía elección.

—¿Contigo? —preguntó intentando no reír.

—Con nosotros. Queremos ofrecerte un trabajo. —La mujer sonrió—. Pero creo que hablaríamos más a gusto en un sitio menos frío, ¿no te parece?

—¿Un sitio donde haga menos frío?

La mujer movió la cabeza señalando lo que había detrás de ella.

—Dentro del módulo —dijo.

—Oh, claro —dijo él—. Eso…

Intentó despegar su otra mano de la nieve y no lo consiguió.

Volvió la cabeza hacia la mujer y vio que acababa de sacar un frasquito de su bolsillo. Alargó el brazo por detrás de su espalda y fue derramando el contenido del trasquilo sobre su mano. La piel se fue calentando y la mano no tardó en quedar libre. Cuando se la miró vio que había quedado envuelta en una nubécula de vapor.

—¿De acuerdo? —preguntó la mujer. Le cogió de la mano, le ayudó a levantarse y sacó un par de zapatillas de su bolsillo—. Ten.

—Oh. —Se rió—. Sí, gracias.

La mujer le puso una mano en el hombro y deslizó el otro brazo por debajo del suyo. Era fuerte.

—Parece que sabes cómo me llamo —dijo él—. ¿Cuál es tu nombre, suponiendo que no se trate de una pregunta impertinente?

La mujer sonrió y le ayudó a recorrer los escasos metros que les separaban de aquella mole a la que había llamado módulo. La nieve caía cerca de ellos y los copos pasaban velozmente arrastrados por el viento, pero el rugir de la tormenta se había esfumado y el silencio era tan absoluto que podía oír el crujir de sus pies moviéndose sobre el suelo nevado.

—¿Mi nombre? —exclamó la mujer—. Me llamo Rasd-Coduresa Diziet Embless Sma da’Marenhide.

—¡Me tomas el pelo!

—Pero puedes llamarme Diziet.

Tuvo que soltar otra carcajada.

—Sí… De acuerdo, te llamaré Diziet.

Entraron en el calor y la luz anaranjada del interior del módulo, ella caminando y él tambaleándose. Las paredes parecían estar hechas de una madera muy lisa y suave, los asientos de algo que parecía cuero y el suelo era como una inmensa alfombra de piel. El aire olía como un jardín de montaña.

Intentó llenarse los pulmones con aquella atmósfera cálida y perfumada. Se tambaleó, estuvo a punto de perder el equilibrio y se volvió hacia la mujer.

—¡Esto es real! —jadeó poniendo cara de perplejidad.

Si hubiera tenido aliento suficiente para ello habría gritado.

La mujer asintió.

—Bienvenido a bordo, Cheradenine Zakalwe.

Consiguió volverse hacia ella antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

12

Estaba inmóvil en la galería con el rostro vuelto hacia la luz. La brisa cálida hacía que los cortinajes blancos ondularan lentamente a su alrededor. El silencio era absoluto. La caricia del viento apenas si lograba agitar algunos mechones de su larga cabellera negra. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, y parecía pensativo. Los cielos silenciosos y levemente nublados que se extendían sobre las montañas más allá de la fortaleza y la ciudad proyectaban una claridad suave y casi tamizada sobre todas las superficies y ángulos de su rostro, y su postura y la sencillez de las ropas oscuras que vestía hacían que pareciese tan insustancial como una estatua o un cadáver precariamente apoyado en un baluarte para engañar al enemigo.