La vieja nave espacial de Balzeit llegó al punto de cita seis horas más tarde.
—¿Es a mí a quien quieren?
El grupo inmóvil delante de la escotilla estaba formado por él, Beychae, el capitán del Osom Emananish y cuatro figuras vestidas con trajes que empuñaban armas. Los cascos de los trajes dejaban ver rostros de piel morena un poco pálidos cuyas frentes estaban adornadas por un círculo azul. Los círculos parecían brillar, y preguntó si los llevaban porque algún extraño principio de generosidad religiosa les obligaba a ayudar en todo lo posible a los francotiradores del enemigo.
—Sí, señor Zakalwe —dijo el capitán, un hombrecillo rechoncho que llevaba la cabeza afeitada—. Le quieren a usted, no al señor Beychae —añadió sonriendo.
Miró al capitán y se volvió hacia los cuatro hombres armados.
—¿Qué están tramando? —le preguntó a Beychae.
—No tengo ni idea —admitió Beychae.
—¿Por qué quieren que vaya con ustedes? —preguntó extendiendo una mano hacia los cuatro hombres armados.
—Por favor, señor, le rogamos que nos acompañe —dijo uno de los hombres.
El tono vacilante de la voz que brotó del sistema de comunicación de su traje indicaba que no estaba muy familiarizado con aquel idioma.
—¿«Por favor»? —repitió él—. ¿Quiere decir que tengo alguna otra elección?
El hombre daba la impresión de sentirse bastante incómodo. Habló durante unos momentos sin que el altavoz del traje emitiera ningún sonido y acabó volviéndose hacia él.
—Noble Zakalwe, es muy importante que venga. Debe venir. Es muy importante.
—Así que debo ir… —dijo como si hablara consigo mismo. Meneó la cabeza y se volvió hacia el capitán—. Capitán… Señor, ¿podría devolverme mi pendiente?
—No —replicó el capitán con una sonrisa beatífica—. Y ahora, salga de mi nave.
La nave era pequeña y todos los sistemas parecían muy rudimentarios. Hacía calor, y el aire olía a electricidad y a circuitos recalentados. Le dieron un traje viejo para que se lo pusiera, le acompañaron hasta una litera y le indicaron que se abrochara los correajes de seguridad. Que te hicieran poner un traje dentro de una nave siempre era mala señal. Los hombres que habían venido a buscarle se instalaron detrás de él. Los tres tripulantes —también con trajes— parecían sospechosamente ocupados, y le bastó con verles para tener la algo inquietante impresión de que los controles manuales situados delante de ellos no eran sólo para un caso de emergencia.
La reentrada en la atmósfera fue espectacular. La nave fue abofeteada por los vientos, crujió y quedó envuelta en una burbuja de gases iridiscentes (se dio cuenta de que no estaba viendo imágenes transmitidas y sintió un vacío en el estómago. Aquello eran ventanas de cristal o plástico reforzado, no pantallas…), y el aullido del aire que atravesaban se fue haciendo cada vez más estridente. La atmósfera de la nave se volvió aún más asfixiante. El parpadeo de las luces, el nervioso parloteo de la tripulación y algunos movimientos apresurados seguidos por más murmullos no ayudaban a tranquilizarle. El resplandor desapareció y el cielo pasó del violeta al azul; los vientos volvieron a abofetear el casco.
Se adentraron en la noche y se sumergieron en una capa de nubes. La oscuridad hacía que las luces parpadeantes de los paneles de control parecieran aún más inquietantes.
Aterrizaron en plena tormenta sobre lo que parecía una pista improvisada. Los cuatro hombres que habían abordado el Osorn Emananish lanzaron más bien débiles gritos de alegría cuando el tren de aterrizaje —supuso que debía de consistir en un juego de ruedas— entró en contacto con el suelo. La nave rodó entre sacudidas y vibraciones durante lo que le pareció un tiempo preocupantemente largo y sufrió dos patinazos bastante espectaculares.
Cuando se detuvo los tres tripulantes se quedaron muy quietos en sus asientos con los brazos colgando fláccidamente hacia el suelo de la nave y los ojos clavados en la noche y la lluvia que caía del cielo. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.
Se libró de los correajes y se quitó el casco. Los cuatro hombres que tenía a la espalda se levantaron y fueron hacia la compuerta interior de la nave.
Cuando abrieron la compuerta exterior revelaron un confuso panorama de lluvia, luces, camiones, tanques y unos cuantos edificios no muy altos como telón de fondo, así como a unas doscientas personas. Algunas vestían uniformes de apariencia militar y otras largas túnicas empapadas por la lluvia. Unas cuantas intentaban proteger a sus acompañantes con paraguas, y todas parecían llevar la marca circular en la frente. Una docena de hombres de cabellos blancos vestidos con túnicas fueron hacia el final del tramo de peldaños que llevaba desde la nave al suelo. Todos eran de edad avanzada, y la lluvia se deslizaba por sus rostros.
—Por favor, señor…
Uno de los hombres que habían ido al clíper extendió la mano indicándole que debían bajar. Los hombres de las túnicas y los cabellos blancos se colocaron al pie de la escalera formando una especie de punta de flecha.
Bajó por la escalera y se detuvo en la pequeña plataforma que había al final de ésta. Las gotas de lluvia empezaron a caer sobre un lado de su rostro.
Todos los presentes se pusieron a gritar y los ancianos congregados al final de la escalera inclinaron la cabeza y colocaron una rodilla en el suelo cubierto de charcos de aquella pista azotada por el viento. Un cegador destello de luz azulada hendió las tinieblas que se acumulaban más allá del grupo de edificios y su fugaz claridad iluminó las montañas y colinas que se perdían en la lejanía. Las personas que habían venido a recibirles empezaron a cantar. Necesitó unos momentos para comprender la palabra que estaban gritando. «¡Za-kal-we! ¡Za-kal-we!», canturreaban a coro con toda la fuerza de sus pulmones.
—Oh, oh —murmuró.
El trueno retumbó en las colinas.
—Sí… ¿Podrías repetirlo?
—Mesías…
—Me gustaría que no siguieras utilizando esa palabra.
—¡Oh! Oh, bien, noble Zakalwe… ¿Qué tratamiento deseáis que empleemos?
—Ah… ¿Qué os parecería…? —Movió las dos manos como si no supiera qué decir—. ¿Señor?
—¡Noble Zakalwe, oh, noble y gran señor, vuestra llegada había sido profetizada! ¡Habéis sido visto de antemano!
Estaban en un vagón de ferrocarril. El gran sacerdote sentado enfrente de él se retorció las manos.
—¿«Visto de antemano»?
—¡Así es! ¡Sois nuestra salvación, nuestra recompensa divina! ¡Habéis sido enviado!
—Enviado… —repitió él.
Seguía intentando acostumbrarse a su nueva situación.
Los reflectores de la pista se encendieron poco después de que hubiera puesto los pies en el suelo. Los sacerdotes se apelotonaron a su alrededor y la presión de un montón de manos cayó sobre sus hombros guiándole desde la pista de cemento hasta un transporte blindado. Los reflectores se apagaron y les dejaron sumidos en una penumbra donde las únicas fuentes de luz eran los débiles reflejos de los faros del transporte y los tanques que entraban por las mirillas. Todos los faros estaban protegidos por pantallas, y apenas si daban luz. Le llevaron a una estación de ferrocarril donde subieron a un vagón que se alejó traqueteando por la noche.