El Ejército Imperial reanudó su avance, aunque con más lentitud que antes. Había dado orden de que las tropas de la Hegemonarquía retrocedieran hasta posiciones muy cercanas a las primeras estribaciones montañosas y ordenó que quemaran las escasas cosechas por recoger y que destruyeran los pueblos que iban dejando atrás. Cada vez que abandonaban una base área dejaban bombas que tardarían días en estallar ocultas debajo de las pistas de aterrizaje y cavaban gran cantidad de agujeros que daban la impresión de poder contener bombas.
Supervisó personalmente una gran parte de la preparación de las líneas defensivas y siguió visitando las bases aéreas, cuarteles regionales y unidades operativas. También siguió ejerciendo presión sobre los sacerdotes para que, como mínimo, tomaran en consideración la posibilidad de utilizar la nave espacial en su plan de cercenar la cabeza del Imperio.
Estaba muy ocupado. Se dio cuenta de ello una noche cuando se disponía a dormir en un viejo castillo que se había convertido en cuartel general de operaciones para aquella parte del frente (el cielo se había llenado de flores luminosas suspendidas sobre las hileras de árboles que cubrían el horizonte, y poco después de que anocheciera el aire había temblado con las vibraciones de un bombardeo). Ocupado y —tuvo que admitirlo— contento… Dejó los últimos informes sobre el suelo junto al catre de campaña, apagó la luz y se quedó dormido casi al momento.
Dos semanas después de su llegada, y luego tres. Las pocas noticias que llegaban del exterior parecían indicar que no ocurría nada, pero sospechaba que esa nada era el fruto de una actividad muy intensa y que las tensiones y manejos políticos habían alcanzado un nivel de intensidad sin precedentes. Beychae seguía en la Estación de Murssay y había establecido contactos con todos los bandos enfrentados. No había tenido noticias de la Cultura, y se preguntó si alguna vez se les había llegado a olvidar algo. Quizá se habían olvidado de él, quizá le habían abandonado para que siguiera atrapado hasta el fin de los tiempos en la absurda guerra de los sacerdotes y el Imperio…
Las defensas se fueron consolidando. Los soldados de la Hegemonarquía cavaban trincheras y construían baluartes, pero la mayoría de ellos no tenían que soportar el fuego enemigo y el Ejército Imperial acabó deteniéndose delante de las primeras estribaciones de montañas. Dio orden de que la Fuerza Aérea atacara las líneas de aprovisionamiento y las unidades más destacadas, y de que hiciera incursiones contra las bases aéreas más próximas.
—Hay demasiadas tropas alrededor de la ciudad. Las mejores tropas deberían estar en el frente. El ataque no tardará en llegar y si queremos que el contraataque funcione —y podría funcionar estupendamente si sucumben a la tentación de jugárselo todo a una sola carta, sobre todo ahora que tienen tan pocas reservas— necesitaremos que esas unidades de élite estén allí donde puedan servir de algo.
—No debemos olvidar el problema de la inquietud entre los civiles —dijo Napoerea.
Parecía viejo y cansado.
—Dejad unas cuantas unidades aquí y haced que se muevan por las calles para que la gente no se olvide de su presencia, pero… Maldición, Napoerea, la mayoría de los soldados se pasan todo el tiempo en los cuarteles. Hacen falta en el frente. Tengo el sitio preciso para colocar esas unidades. Mira…
No le había dicho que quería tentar al Ejército Imperial para que se lanzara al ataque definitivo, y la ciudad iba a ser el cebo. Envió a las tropas de élite a los pasos de las montañas. Los sacerdotes contemplaron las grandes extensiones de territorio que habían perdido y acabaron dando el visto bueno a los preparativos de la decapitación. La Hegemonarquía Victoriosa empezaría a ser preparada para su último vuelo, aunque no sería utilizada a menos que la situación pareciese realmente desesperada. Les prometió que antes intentaría ganar la guerra por los medios convencionales.
El ataque llegó cuarenta días después de su llegada a Murssay. El Ejército Imperial se lanzó hacia los bosques que cubrían las faldas de las colinas y los sacerdotes se dejaron dominar por el pánico. Hizo que la Fuerza Aérea concentrara sus ataques sobre las líneas de aprovisionamiento y dio órdenes de no atacar el frente. Las líneas defensivas fueron cediendo una a una. Las unidades se retiraron y los puentes saltaron por los aires. Las colinas se convirtieron en montañas y el Ejército Imperial fue siendo canalizado poco a poco hacia los valles. Las cargas situadas debajo de la presa no estallaron. Su segundo intento de utilizar el truco de la presa falló, y tuvo que desplazar dos unidades de élite para cubrir el paso desde el que se dominaba aquel valle.
—Pero ¿y si abandonamos la ciudad?
Los sacerdotes parecían perplejos. Sus ojos daban la impresión de estar tan vacíos como el círculo azul pintado sobre sus frentes. El Ejército Imperial avanzaba lentamente por los valles haciendo retroceder a los soldados de la Hegemonarquía ante él. No había parado de repetirles que todo iría bien, pero la situación empeoraba a cada momento. No tenían otra solución. La guerra parecía estar perdida, y ya era demasiado tarde para que intentaran volver a tomar el control. La noche anterior el viento había soplado desde las montañas a la ciudad, y trajo consigo el distante rugir de la artillería.
—Si creen que pueden hacerlo intentarán tomar la ciudad —les explicó—. Es un símbolo y… Oh, es una ciudad preciosa, de acuerdo, pero no tiene mucha importancia militar. Se lanzarán sobre ella. Dejaremos pasar a las tropas que podemos controlar y cerraremos los pasos…, aquí —dijo dando unos golpecitos sobre el mapa.
Los sacerdotes menearon la cabeza.
—¡Caballeros, esto no es una desbandada! Nuestras tropas se están retirando de forma ordenada, pero sus soldados sufren muchas más bajas y su moral y su estado físico es mucho peor que el de los nuestros. Cada metro que conquistan debe ser pagado con sangre, y sus líneas de aprovisionamiento se van haciendo más largas a cada momento que pasa. Debemos llevarles hasta el punto en el que empiecen a pensar si no sería conveniente retirarse, y cuando estén pensando en ello les pondremos delante de los ojos la posibilidad, la posibilidad aparente, de asestar el golpe decisivo que acabaría con nosotros. Pero ese golpe decisivo no acabará con nosotros, sino con ellos. —Les fue mirando uno a uno—. Créanme…, funcionará. Puede que deban abandonar la ciudadela durante un tiempo, pero les garantizo que cuando vuelvan será para celebrar la victoria.
No parecieron muy convencidos, pero acabaron dejando que se saliera con la suya, quizá porque estaban tan agotados que no les quedaban fuerzas para discutir.
El proceso requirió unos cuantos días. El Ejército Imperial fue avanzando por los valles y las fuerzas de la Hegemonarquía resistieron, se retiraron, resistieron, se retiraron…, pero finalmente —había mantenido los ojos bien abiertos para captar las señales indicadoras de que los soldados imperiales estaban empezando a cansarse y de que los tanques y camiones no siempre podían moverse cuando habrían querido porque el combustible empezaba a escasear— decidió que si estuviera al mando de las fuerzas enemigas empezaría a pensar en detener el avance. Esa noche la mayor parte de los contingentes de la Hegemonarquía atrincherados en el paso que llevaba a la ciudad abandonaron sus posiciones. La batalla se reanudó a la mañana siguiente, y los hombres de la Hegemonarquía se retiraron de repente cuando faltaba muy poco para que fuesen aplastados. Un general del Alto Mando Imperial perplejo e interesado, pero aún exhausto y preocupado, observó mediante sus binoculares el lejano convoy de camiones que se arrastraba a lo largo del paso que conducía hasta la ciudad mientras era hostigado por los aparatos imperiales. Reconocimiento sugirió que los sacerdotes infieles estaban haciendo los preparativos para abandonar la ciudadela. Los espías habían indicado que su nave espacial estaba siendo preparada para alguna misión que se salía de lo corriente.