—Amén —dijo Ky, poniendo cara de triunfo e inclinándose agresivamente hacia Erens—. ¿Ves?
—Tal y como ha dicho nuestro amigo… —observó Erens alargando la mano hacia otra botella—. No está seguro, ¿verdad?
—Deberías volver con los durmientes —dijo Ky.
—No están dormidos.
—Se supone que no deberías estar despierto. Se supone que sólo debe haber dos personas despiertas en cualquier momento dado.
—Bueno, pues vete a dormir.
—No es mi turno. Tú estabas despierto antes que yo.
Dejó que siguieran discutiendo.
A veces se ponía un traje espacial y cruzaba la compuerta que daba acceso a la secciones de almacenamiento, que se encontraban sometidas al vacío. Las secciones de almacenamiento ocupaban casi la totalidad de la nave, y un noventa y nueve por ciento del espacio disponible estaba consagrado a ellas. La nave contaba con una diminuta unidad impulsora a un extremo y una unidad viviente todavía más pequeña al otro, y toda la estructura que se extendía entre las dos unidades estaba repleta de no muertos.
Recorría los fríos y oscuros pasillos volviendo la cabeza a un lado y a otro para contemplar a los durmientes. Las unidades parecían los cajones de un archivador gigantesco, y cada una era el extremo de una estructura muy parecida a un ataúd. Una lucecita roja estaba encendida en cada unidad, y si se quedaba inmóvil en uno de aquellos pasillos que trazaban una suave y larguísima espiral con las luces del traje apagadas, esas lucecitas se alejaban de él formando una curva color rubí que acababa perdiéndose en la oscuridad y le hacían pensar en un pasillo infinito de gigantescos soles rojizos creado por algún dios para quien el orden había acabado convirtiéndose en una obsesión.
Alejarse de la unidad activada en el extremo al que siempre consideraba como la cabeza de la nave le hacía seguir un lento camino en espiral hacia arriba que le permitía recorrer las oscuras y silenciosas entrañas de su cuerpo. Solía ir por el pasillo exterior porque eso le permitía apreciar mejor las gigantescas dimensiones de la nave. El ascenso hacía que fuera sintiendo el lento debilitarse de la falsa gravedad de la nave, y el caminar acababa convirtiéndose en una serie de saltos en los que siempre resultaba más fácil chocar contra el techo que moverse hacia adelante. Los cajones-ataúdes estaban provistos de asas y se acostumbró a utilizarlas cuando el caminar dejaba de resultar eficiente. Agarrarse a las asas le fue llevando hacia el centro de la nave, y cuando llegó hasta él vio como una pared de cajones-ataúdes se convertía en un suelo y la otra en un techo. Se quedó inmóvil debajo de un pasillo radial y saltó hacia arriba para flotar hacia lo que ahora era el techo mientras el pasillo radial se convertía en una chimenea por la que podía desplazarse. Se agarró al asa de un cajón-ataúd y fue utilizando las asas de los siguientes como si fueran una escalerilla para trepar hasta el centro de la nave.
El centro de la Amigos ausentes estaba atravesado por un pozo de ascensor que iba desde la unidad viviente hasta la unidad impulsora. Cuando llegaba al auténtico centro de la nave llamaba al ascensor, suponiendo que no lo hubiera dejado esperándole durante su última excursión.
Cuando el ascensor llegaba entraba en él. Su cuerpo flotaba dentro del cilindro iluminado por las luces amarillas. Cogía una pluma o una linternita y la colocaba en el centro de la cabina y se limitaba a flotar sin apartar la mirada de la pluma o de la linternita hasta comprobar si la había colocado lo bastante cerca del centro de toda aquella masa atrapada en una lenta rotación para que permaneciera allí donde la había dejado. Acabó adquiriendo una gran práctica, y podía pasarse horas dentro del ascensor con las luces del traje y el ascensor encendidas (si lo que flotaba en el centro era una pluma) o apagadas (si era una linterna), observando el pequeño objeto y esperando que su propia destreza manual demostrara ser mayor que su paciencia, esperando —en otras palabras, y no le costaba nada admitirlo ante sí mismo— que una parte de su obsesión venciera a la otra.
Si la pluma o la linterna se movían y acababan chocando con las paredes, el suelo o el techo de la cabina o si derivaban hacia el umbral y salían por él tenía que flotar, trepar (bajar) y volver por donde había venido. Si la pluma o la linterna se mantenían inmóviles en el centro de la cabina podía usar el ascensor para ir hasta la unidad viviente.
—Vamos, Darac… —dijo Erens mientras encendía una pipa—. ¿Qué te ha impulsado a inscribirte en este viaje de una sola dirección?
—No quiero hablar de ello.
Aumentó la potencia del sistema de ventilación para librarse de los vapores de la droga que fumaba Erens. Estaban en el carrusel de observación, el único lugar de la nave donde podías ver las estrellas sin necesidad de aparatos. Iba allí de vez en cuando, abría los postigos metálicos y contemplaba a las estrellas que giraban lentamente sobre su cabeza. A veces intentaba leer poesía.
Erens también seguía visitando el carrusel a solas, pero Ky había dejado de ir allí. Erens opinaba que ver el silencio del vacío y los puntitos solitarios que eran otros soles hacía que Ky sintiese nostalgia del hogar.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Erens.
Meneó la cabeza y se reclinó en el sofá sin apartar los ojos de la oscuridad.
—Porque no es asunto tuyo.
—Oye, si me cuentas por qué decidiste venir yo te contaré qué me impulsó a hacerlo.
Erens le sonrió como si fueran dos niños que se disponían a compartir el secreto de una conspiración.
—Piérdete, Erens.
—Eh, mi historia es muy interesante. Te fascinaría.
—Estoy seguro de ello.
Suspiró.
—Pero no te la contaré a menos que tú me cuentes antes la tuya. Te aseguro que te estás perdiendo algo bueno.
—Bueno, tendré que aprender a vivir con esa pérdida.
Redujo la intensidad de las luces del carrusel hasta que el objeto más brillante del recinto fue la cara de Erens, un óvalo que se iluminaba con una débil claridad rojiza cada vez que daba una calada a la pipa. Erens le ofreció la pipa y él la rechazó meneando la cabeza.
—Necesitas relajarte un poco, amigo mío —dijo Erens dejándose caer en el otro sofá—. Colócate, comparte tus problemas…
—¿Qué problemas?
Estaba muy oscuro, pero pudo ver el movimiento de la cabeza de Erens en la oscuridad.
—En esta nave no hay nadie que no tenga problemas, amigo. Todos los que estamos a bordo huimos de algo.
—Ah… Así que has decidido jugar a ser el psiquiatra de la nave, ¿eh?
—Vamos, vamos… Nadie va a regresar, ¿verdad? De todas las personas que hay a bordo ninguna volverá a su hogar. La mitad de la gente que conocemos ya debe de haber muerto y los que siguen con vida habrán muerto para cuando lleguemos a nuestro punto de destino. No hay forma de que podamos volver a verles y lo más probable es que nunca regresemos a nuestros hogares, así que debe de existir alguna razón condenadamente importante y condenadamente fea…, algo condenadamente malo que nos ha hecho salir huyendo de esa forma. Todos tenemos que estar huyendo de algo, tanto si es algo que hicimos como si es algo que nos hicieron.
—¿No has pensado en una respuesta tan simple como que a algunas personas quizá les gusta viajar?
—Tonterías. Viajar… No hay nadie a quien pueda gustarle hasta esos extremos.
Se encogió de hombros.
—Si tú lo dices…
—Vamos, Darac… Discute conmigo, maldita sea.